25/8/17

EL TRATO


Tomada de la red.



—Te propongo un trato dijo, a bocajarro, la voz que emanaba como ruido brumoso de una caverna.
Volví la cabeza hacia la entrada del jardín. Ardía el aligustre, igual que la zarza en el desierto, con el resplandor de la luna llena.
—Me hago cargo de tu hipoteca, te consigo clientes y tú....
—Te vendo mi alma— dije por decir, un poco achispado.
—...y tú me das el retrato— terminó.
—¿Qué retrato?
—No te hagas el tonto. El retrato de Elena.
—No puedo dártelo. Puse mi alma en esa pintura.
Él esperó en silencio. Dentro de mi cabeza, enturbiada por el alcohol, se iba abriendo paso un futuro sin agobios de dinero, ni avisos de embargo. Volvería ese estado de gracia, excitación pura, que una vez me hizo coger el pincel y dejar sobre el lienzo a la Elena más viva, más pasional que nunca tuve, que jamás tendría. Después, era ver la pintura y sentir el cuerpo afiebrado, borboteando en sus jugos. La buscaba con urgencia y pasábamos las tardes y noches consumidos por el deseo que no se entibiaba hasta bien entrada la mañana del día siguiente, y que volvía a crecer con los segundos, los minutos y las horas. Sí, tendría otra oportunidad. Acepté el trato.

     Elena lima sus uñas sin descanso, envuelta en su manta de cachemir, tumbada en el sofá frente al televisor, siempre encendido, como un runrún de fondo que alivia el silencio en nuestro salón. Elena come bombones y se da largos baños en el jacuzzi para templar su cuerpo helado, a pesar de la calefacción en invierno, a pesar del sol que entra a raudales por las ventanas en verano. El frío se ha metido en nuestra casa. Un frío que detiene el movimiento de una caricia, las pocas veces que un asomo de rescoldo intenta sacarme del letargo. La miro a ratos, observo el rastro de agua congelada que deja a su paso, y enseguida vuelvo a mi estudio a pintar, lienzo tras lienzo, el mismo paisaje desolado. Si nace una flor de mi pincel, al momento se agacha y cae a la nieve hasta desaparecer bajo su manto. Si asoma un sol espléndido detrás de un edificio, se agrieta y absorbe el gris de un resto de pintura mal borrada entre los pelos, y convierte un día radiante en uno invernal de una ciudad fantasma. Sin embargo vendo bien mis cuadros a todos esos señores y señoras que llegan ávidos de nuevas telas para colgar en las kilométricas paredes de sus enormes casas.
     Vivimos bien, Elena  y yo, gracias a ellos. Siempre tengo colgados abrigos de visón del perchero de la puerta para que no pasen frío cada vez que me visitan. Al cliente hay que mimarlo.

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