|
Fotografía tomada de la red |
Cuando desapareció Roberto, guardé una bolsita con las semillas de mamá en el fondo falso de mi armario. El sitio secreto me lo hizo Roberto para que ocultara mis cuadernos y lápices, después de que mamá me rompiera un dibujo. Roberto sabía hacer muchas cosas y fue el primer novio de mamá.
Al volver del colegio, me gustaba sentarme en el último peldaño de la escalera que había a la entrada de casa, encima de la figura que cubría con mi falda. La hizo Roberto y era una silla. Le costó mucho porque la piedra era muy dura y tuvo que rascar bien con su navaja. Al principio dijo que era para mi madre, como una especie de invitación a que descansara, pero luego, cuando ella se compró un coche nuevo, me la quedé yo. Entonces fue mi silla y en ella me sentaba cada tarde con el pan, el chocolate y el libro sobre mis rodillas. Entre bocado y bocado, estudiaba la lección del día siguiente, luego dejaba el libro y cogía la tabla y también la ponía sobre mis rodillas y encima el cuaderno y el boli. Hacía Mates y Lengua. En invierno, a las seis ya era de noche y se veía mal sólo con la luz del farol encendida, así que no me costaba mucho retirarme. El verano era diferente. La noche no llegaba hasta las diez y había mucho alboroto de pájaros en los almendros. Bajaban al río a beber agua y volvían contentos. A veces pasaba cerca un carro lleno de paja y el polvo amarillo entraba en mi nariz y me hacía estornudar. El cielo se encendía muchas tardes y, aunque mi madre decía que lo que me contó la abuela era mentira y no se ponía rojo porque la Virgen estuviera planchando, yo aspiraba fuerte y olía a ropa recién planchada. En verano me costaba dejar la escalera.
Por las mañanas, mi madre me acercaba en coche hasta la parada del autobús del colegio. Al principio, los chicos hacían bromas y me decían cosas, pero ella me enseñó a guardar silencio y terminaron dejándome en paz. Un día, me llevaron al despacho de la directora y comenzó a hacerme preguntas. Tenía unos papeles delante y presionaba la bola del bolígrafo haciendo que entrara y saliera su punta. Me aclaró que debía contestarlas para poder rellenar mi ficha, pero yo sólo respondí algunas, como cuál era mi nombre, la dirección y el teléfono, pero ninguna sobre mi madre. Sabía cómo se llamaba, cuándo era su cumpleaños, que no tenía marido, pero ahí no respondí. No sabía en qué trabajaba, y ahí dije no sé. Al rato, la directora presionaba la bola del bolígrafo muy rápido, luego dejó de escribir y preguntar y me dio permiso para que me marchara.
En clase me sentaba cerca de la ventana y veía la cancha de baloncesto. En invierno, el suelo se llenaba de pequeños charcos helados que crujían bajo las zapatillas de los chicos cuando saltaban para meter las pelotas en los aros. En primavera también había charcos, pero no estaban helados y de vez en cuando bebía allí algún pájaro. Un día apareció uno muerto. Era un gorrión y nadie supo cómo llegó ahí. Aún tenía boceras y yo dije que debió caerse de un nido. Mis compañeros hicieron como si les sorprendiera que yo supiera hablar y formaron un corro a mi alrededor y tuvo que venir la señorita Eloísa a sacarme de allí. No volví a decirles nada. Como aquella vez en que se preguntaban qué hacía una rosa pisada en el círculo de medio campo. Yo había visto al profesor de Educación Física caminar hacia donde estaba la profesora de Lengua, con una sonrisa y las manos atrás, ocultando la flor. Pero llegó el de Plástica y le dio un beso en la cara a ella y entonces las manos se le aflojaron y la rosa cayó y allí la aplastó el zapato de la directora.
Mi madre se enfadó mucho el día que recibió una llamada de la directora. Me preguntó si había hecho algo, pero yo no recordaba que hubiera ocurrido nada especial. Le dije que no y me miró muy fijo a los ojos. Le habían cambiado de color. Eso me asustó. Me puso las manos sobre los hombros y volvió a decirme aquello de que no debía señalarme en ningún sitio. Afirmé con la cabeza varias veces, luego me soltó y se marchó en su nuevo coche. Cuando volvió estaba más tranquila. Me contó que la directora no le había dado quejas, que yo era una buena alumna, que no era brillante pero aprobaba las asignaturas. Tampoco me peleaba en el patio. Lo que le preocupaba a la directora era que yo siempre estuviera sola. Eso dijo. Así que mi madre me explicó que tenía que relacionarme más aunque sin intimar demasiado.
El autobús del colegio me dejaba cerca de casa por las tardes, sólo tenía que cruzar el trigal de Paco y enseguida entraba en el camino que me llevaba a casa. En primavera, el trigo estaba alto y era fácil ocultarse en él. A veces me quedaba un rato sentada entre sus tallos. Arrancaba uno y sacaba los granos, aún verdes y tiernos, de sus vainas y me los comía. Seguía una columna de hormigas y le echaba alguno y veía cómo lo transportaban a su hormiguero. Me entretenía poco porque Paco me daba miedo. Tenía los ojos fieros, la cara llena de surcos como los de la tierra que araba cuando iba a sembrar y las manos muy ásperas. Un día me sorprendió en el trigal y quiso detenerme. Me arañó un hombro y tuve que mentir a mi madre. Le dije que fue en el colegio porque ella no quería que me parase en el trigal ni en ningún sitio.
Cuando íbamos al pueblo, siempre me sujetaba fuerte de la mano. Le gustaba el cine y cada vez que cambiaban de película en El Español, me llevaba con ella. Me gustaba la sala a oscuras porque era como si estuviera sola. Me comía las palomitas y sorbía mi coca cola con una pajita mientras me enteraba de que Ava Gadner no era tan mala como parecía y Bette Davis sí. Un día le dije a mi madre que estaba tan guapa como ella en La Loba y no le gustó. Así que, cuando se encendían las luces y me preguntaba, yo le respondía que me había gustado la película y no hacía más comentarios. Una vez nos quedamos después a tomar una hamburguesa en un Burger que había en la plaza, pero enseguida se acercaron unos hombres a molestarla. No volvimos a sentarnos en sus mesas. Ella entraba y salía con los estuches y los vasos y nos lo llevábamos todo a casa.
Hace unos meses, mamá vino a casa con su último novio. Dijo su nombre pero yo concentré toda mi atención en la rama de almendro que hostigaba el cristal de la ventana de la cocina y no me enteré. Luego elegí una silla alejada y que no estuviera frente a él y cené deprisa el arroz chino y el rollito de primavera. Pedí permiso para irme y mi madre dijo que sí. Estuve paseando entre los almendros que habían comenzado a florecer. El más joven aún no tenía muchas ramas y doblaba su tronco hacia un lado, pero yo sabía que pronto se enderezaría y crecería hermoso para que los pájaros descansaran en él. También sabía que no iba a tardar mucho en tener un nuevo compañero al que debería dejar sitio. Sobre todo en las raíces, que eran como gusanos que se bifurcaban y crecían bajo tierra. Olía fuerte a flores pisadas y comenzaron a caerme lágrimas. Al poco mi madre me llamó y tuve que entrar y despedirme. Lo hice rápido, rápido, y subí corriendo a mi habitación y cerré la puerta y la atranqué con una silla. Luego comprobé que la bolsita seguía en el armario, cogí mi cuaderno y comencé a escribir.
Cuando salían las primeras almendras, llevaban una funda verde y si las golpeabas, su cáscara se rompía fácil y el fruto soltaba un jugo blanco como si fuera leche. Eso lo hice sólo una vez para ver cómo eran por dentro. Hubo años en que brotaban muchas en las ramas y del peso caían al suelo, y ahí se quedaban hasta que la lluvia y el sol las pudría y se formaba una pasta que era abono para los almendros. Me gustaban las almendras pero no las comía. Mi madre hizo un día pollo y en la salsa había trocitos. Fue cuando la abuela nos visitó. Yo no quise comer y ella se enfadó mucho conmigo y me metió un trozo de pollo en la boca y pan mojado en aquella salsa. Estuve vomitando toda la tarde. La abuela vino a verme a mi habitación antes de irse y me preguntó si quería irme a vivir con ella. Le dije que no y se marchó y nunca más volví a verla. Mi madre me dijo que había muerto de vieja. La abuela me regalaba lápices, cuadernos y cuentos.
El novio de mi madre duró poco y hubo un agujero nuevo cerca de la casa y ella trajo un arbolito pequeño y lo plantó ahí. Estuvo trabajando toda la mañana en eso porque cuando me iba al colegio sólo vi el agujero. Enorme, enorme. Y cuando volví ya estaba el almendro con la tierra removida y esponjosa a su alrededor. Me la encontré en la cocina. Aún llevaba esos guantes grandes que se ponía cada vez que plantaba un nuevo almendro. Me dijo que ese día iríamos al cine, que echaban una película nueva en El Español y que luego cogeríamos una hamburguesa y patatas y bebidas del Burger y nos lo traeríamos todo a casa. Tenía unos círculos morados bajo los ojos y unas arrugas muy feas alrededor de la boca que yo no había visto antes. Dejó que me acercara y le diera un beso. Entonces fue cuando me dijo que estaba harta, que ya no habría más novios y que había pensado en cambiarnos de casa, pero que no podía ser porque nadie cuidaría de los almendros. Esa noche fuimos al cine en su nuevo coche y me gustó mucho la película. A la salida del Burger, se le acercó uno de esos hombres, pero ella no lo rechazó como otras veces y quedaron para el día siguiente. Cuando volvimos a casa, subí a mi habitación, saqué la bolsita del armario y la metí en el bolsillo de mi vestido. En la cocina, mamá abría los estuches y las tapas de las bebidas. Miré hacia el jardín: se había levantado algo de aire y las ramas de los almendros se movían a izquierda y a derecha, como brazos que me saludaban.