Tomada de la red |
A
mi vecina Ángela la golpeó la misma desgracia que a mí. Esta terrible pandemia
con la que convivimos, desde hace tanto que ya ni me acuerdo de sus inicios,
nos arrebató a nuestros maridos. Ambas caímos en el desaliento y el abandono.
Nos movíamos como pavesas que se desbaratan con un soplo de aire. Coincidíamos
de vez en cuando en el rellano, esperando al ascensor, o en el portal. ¿Cómo
estás?, decía una. Y la otra contestaba: Sobreviviendo. De vez en cuando algún comentario sobre
cifras y esperanzas renovadas en vacunas eficaces. Eso era todo.
Un
día, cuando regresaba de dar mi paseo obligatorio por prescripción de mi médico,
la vi venir de frente del brazo de su flamante compañero. Lucía un vestido de
flores, zapatos de tacón medio, el pelo recogido con una peineta de carey, dos
rayas y color en los párpados y una mascarilla estampada de besos. Estaba radiante,
con una vitalidad nueva. Hablaba por los codos. Él la escuchaba con una bonita
sonrisa. Se detuvo al verme y me lo presentó. Lo estuve mirando con curiosidad.
Tenía un físico y una voz agradables. Antes de despedirnos ella me dio el
folleto. No sigas sola, que es muy duro, mírame a mí, he recuperado las ganas
de vivir, la alegría. Haz ese viaje.
Después de cenar estuve mirando el folleto. Edificio con
estilo, en azul cobalto, salones de exposición, pasarelas, pistas de baile,
restaurantes, cafeterías, terrazas, spas, salas de juegos y una playa inmensa
de arena dorada y fina, con hamacas, sombrillas, mesitas y palmeras. Nada que
perder, excepto el dinero enmoheciendo en el banco. Hacía tanto tiempo que no
salía de la ciudad, tanto que no me iba de vacaciones, que casi había olvidado
el placer de bañarme en el mar, pasear por las noches con la luna haciendo
caminos de luz en la negrura del agua, escuchar el siseo de las olas muriendo a
los pies, llevar en las manos las sandalias y disfrutar de la brisa con olor y
sabor a sal y algas. La pandemia se llevó a tantos seres queridos, que nos dejó
un miedo endémico al contagio. Era el momento de cambiar el paso.
El primer día mi facilitadora me enseñó las instalaciones
y me entregó un cuadernillo con todas las actividades programadas, los tiempos
libres, los horarios de comidas y cenas, y, lo más importante, el pase
nocturno. Estaba todo calculado para que la estancia fuera un sueño hecho
realidad y, después de quince días, regresaras a casa con algo nuevo que diera
color a la vida.
Se llamaba Dakari y además de la belleza de Sidney
Poitier En el calor de la noche, tenía el encanto de Denzel Washington en Déjà
vu y una bonita sonrisa que mostraba una hilera de dientes perfectos y blancos
como leche. Pero lo que más me gustó de él fue su sentido del humor. Hacía
tanto que no reía que cuando me escuché tuve un pequeño sobresalto, como si la
risa fuera de otra persona. Con el paso de los días él se incorporó con
naturalidad a mi vida. Vigilaba mi baño
desde la orilla. Me esperaba a la salida del agua y me secaba con la toalla.
Untaba mi cuerpo con crema. Movía la sombrilla para que me protegiera de un sol
que antes era fuente de vida y los humanos habíamos convertido en un peligro
para nuestra salud. A un gesto mínimo entendía que era el momento perfecto para
el aperitivo. En seguida tuvo claro cuáles eran mis deseos y estaba presto a
conseguirlos y darme gusto en todo. Era el hombre perfecto. Tanto que debió darse
cuenta de que añoraba algo de las imperfecciones de Nacho, mi marido, y un día,
mientras bailábamos en el saloncito exclusivo para los dos, me dio un pequeño
pisotón. Me reí con ganas. También cuando intentó solapar, sin éxito, la voz
del cantante cuya música sonaba.
A Dakari lo disfruté mucho durante los quince días que lo
tuve a prueba. Era fantástico. El compañero ideal. Pero no era para mí. Así se
lo dije a la facilitadora. Puso cara de sorpresa. Quiso saber qué razón tenía
para devolverlo. Aseguró que era la primera vez que ocurría. Si había algún
fallo, seguro que se podría subsanar. ¡No, claro que no! Es estupendo durante
todo el día, y me ha devuelto las ganas de gozar con nuevos viajes y experiencias,
a no tenerle miedo a la vida, pero no me acostumbro, y dudo mucho que pudiera
acostumbrarme nunca, a verlo todas las noches tumbado a mi lado, inerte, con un
cargador enchufado a su cabeza.
Lola, como siempre es un placer encontrar tus relatos en los concursos de Zenda. Este que presentas en esta ocasión, es entrañable durante gran parte y sorprendente en su final. Suerte.
ResponderEliminarYo sigo fiel a mi estilo
https://elpedrete2.blogspot.com/2020/07/zenda-carretera-y-manta.html
Gracias.
ResponderEliminarUn abrazo.