Hay un momento
en el que la colina del repetidor se traga el sol y el aire hiere con su luz
espesa. Las golondrinas cruzan el cielo estirado en azul ceniza y se aquietan
en la raspa de la antena del televisor. Enfrente, el muro de adobe con los
huecos cegados de cemento, y entre el canalón, una be estirada de cielo que
vivirá el tiempo que tarden las voces del otro lado, en levantar una nueva
casa.
Y justo cuando
la tarde está más prieta que nunca, tanto que casi te impide respirar,
achatándose la luz entre las copas de los chaparros de la loma, Lucas suelta un
gruñido y salta al muro que toca la parra y allí se queda, al acecho, vigilando
la salamanquesa que se esconde entre las tejas del lavadero. Le digo que esta
vez se quedó chasqueado y que venga a mí y deje de hacer el gato sanguinario,
pero no me obedece y baja cuando ya la noche comienza en el patio. Se estira en
el cemento, donde estaba el gallinero, y yo sigo atenta al cambio del violeta
al azul del cielo, espiando las primeras estrellas que me llaman desde quién
sabe qué galaxias. Entonces suenan las patas en una carrera corta, golpean la
cal del muro, que brilla con la primera luna, y luego viene él con la
salamanquesa entre las fauces, la deja cerca de la orza, donde se queda un
momento quieta, después inicia un movimiento rápido hacia la pared, que Lucas
aborta de un zarpazo y la devuelve al suelo, malherida, él al lado, moviendo el
rabo, observando su trofeo, luego se levanta, la coge con la boca y la traslada
cerca del lavadero, la suelta, la salamanquesa se arrastra unos centímetros,
desiste, la cola se retuerce a un lado. Lucas se echa encima, mira la sombra de otro felino sobre el tejado, se
levanta, golpea el cuerpo con las patas de un lado a otro, confirmando su
muerte, y luego la abandona por grande, si fuera pequeñita se la habría comido.
Me quedo inmóvil, esperando a que un poco de aire mueva las hojas de la parra,
desviando la mirada hacia los guiños de un avión y los puntos blancos
estrellándose en la lejanía, pero vuelve a la masa aquietada sobre el cemento.
Del otro lado del muro, llega el entrechocar de los platos y el rumor de voces
que irán subiendo hasta gritarse órdenes mientras la noche se llena de olor a
pimientos fritos. Me levanto, cojo la pala de un rojo descolorido por muchos
soles y levanto el cuerpo destrozado de la salamanquesa. La dejo a un lado,
hago un agujero, la echo dentro y mientras la cubro de tierra, me viene a la
cabeza el trocito de vida de Lillian Hellman enterrando a la tortuga ante la
burla de Dashiell Hammett. El cazador viene silencioso, se levanta sobre las
patas traseras y asoma su hocico.
Pobre salamanquesa, si llega a sospechar que Lucas andaba por ahí, no se asoma al patio.
ResponderEliminarEntretenido relato Lola, la imagen final me sacó una sonrisa a pesar de lo triste de la escena.
Saludos.
Gracias, Yashira, me alegro de que te gustara.
ResponderEliminarUn abrazo.