Supe que tenía poderes, aquel
día de verano cuando cumplí los diez años. Mamá invitó a mis tíos y primos.
Cuando acabamos de comer el arroz caldoso, y los mayores se bebieron todo el
vino que papá subió del tonel de la bodega, sudábamos. Soplé las velas, y mamá
cortó la tarta de chocolate. Después de repartirla en los platos de postre,
quedó un trozo, pero cuando quise repetir, papá dijo que no, que me iba a
empachar. Y lo que decía papá iba a
misa.
De regalos
tuve lo de otros años: blocs de dibujo y lápices de colores. Papá me trajo
cuadernillos de Rubio para que practicara con las cuentas. El tío Juan sacó un
puro y le ofreció a papá, pero él lo rechazó. El polvillo del carbón de la mina
le había embozado los pulmones y respiraba con un silbido de locomotora de juguete.
Cuando el tío
Juan encendió el puro, papá dijo que hacía mucho calor y que sacaría agua
fresca del pozo para llenar el pilón del
patio y refrescarnos. No sé por qué, pero miré los posos del vino en el fondo
de su vaso. Lo vi agarrado a la cubeta de aluminio, golpeándose en la cabeza
contra las paredes del pozo.
—Papá se caerá al pozo— dije entonces,
pero nadie me hizo caso.
Al escuchar sus gritos, corrieron todos
para ver qué pasaba, mientras yo, sabiendo lo inevitable de su muerte, me puse
a comer el trozo de tarta que había sobrado. Mamá volvía descompuesta, gritando
que fuera a avisar a alguien, cuando me pilló con la cuchara en la boca.
—Tu padre en el fondo del pozo, y tú
comiendo. ¡Qué desgracia más grande!— dijo.
Después de morir
papá, mamá dejaba entrar a los vecinos para que yo les dijera qué suerte les
esperaba, cómo sería la cosecha de ese año, si iba a ser niña o niño lo que
estaba en camino.
La única
condición para conocer el futuro inmediato era que bebieran vino y dejaran el
vaso sobre la mesa. Los posos se agrupaban formando espigas, muertos con las
manos cruzadas sobre el pecho, o niños con el sexo bien a la vista. Nunca
fallaba.
El cura vino a
visitarnos y le advirtió a mi madre que aquella era una práctica satánica.
También se acercó el alcalde. Y más tarde el cabo de la Guardia Civil, que no
estaba seguro de si mis predicciones constituían un delito castigado por la
ley. Ninguno resistió la tentación de ver su futuro. No volvieron a
molestarnos.
Cuando murió
mamá, sin predicción ni nada, de puro cansancio, yo andaba ya por los treinta y
nueve años y ni un solo hombre se me había acercado. Entonces llegó Elías «el Chatarrero»
y se quedó a vivir en el pueblo.
Iba a menudo a
mi casa con diferentes combinaciones de números, boletos y estampas, y yo le
daba los resultados de peleas de gallos, de juegos de cartas y, más adelante,
de carreras de caballos. Él me lo agradecía con unos míseros euros que yo
aceptaba porque había visto en los posos del vino que estaba destinado a ser mi
marido.
Nada más dejar la iglesia, y antes de
pasar la noche de bodas en mi casa, pues no quiso llevarme de viaje de novios a
París, como era mi ilusión, me dijo: «Rosina: de ahora en adelante, yo
administraré el dinero, que para eso soy el marido». Yo no dije ni que sí ni
que no y seguí arrastrando mi cola de novia calle arriba.
Todos los
días, después de las visitas, y mientras el que ya era mi marido se iba al café
a jugar a las cartas o a apostar en cualquier ventanilla, yo separaba una
pequeña cantidad y se la entregaba a él; el resto lo guardaba en un falso fondo
del armario de la habitación donde murió mi madre. A él le extrañaba que mis
poderes dieran tan pocos beneficios, pero el vicio por las apuestas era muy
grande y nunca se quedó para comprobar cuántos clientes recibía.
A mí no me
habría importado que pasara los días y las noches fuera, pero me sentía muy
sola y comencé a acariciar la idea de tener un hijo. « ¿Un hijo? ¡Tú estás
loca!», fue la respuesta de Elías cuando le hice partícipe de mi deseo. Así que
también me iba a dejar sin lo que más ansiaba.
Día a día fue
ganando el rencor en mí. Me corroía por dentro. Era como ese agujero en el
jersey que cuanto más metes el dedo, más grande se hace. El único bálsamo que
encontré fue fallar un día sí, otro también, en las predicciones para las
apuestas hasta que acabó con una deuda que no sabía cómo saldar.
—Mira bien en los posos, Rosina, que me
andan buscando— me pidió un día.
Nos sentamos a
la mesa. Él echó el vino en el vaso y se lo bebió de un trago. Esperé unos
minutos a que los posos se agruparan, según su destino, y luego le dije:
—Vas a morir.
Elías estrelló el vaso en el suelo y, entre
blasfemias e insultos, me dijo: «Una farsante, eso es lo que eres. Tú me has
arruinado». Y salió dando un portazo.
Me pareció que se tomaba las cosas con
demasiada calma, teniendo en cuenta que iba a morir. Y entonces tuve un
presentimiento. Fui a la habitación de mi madre, quité la tablilla del armario
y encontré el hueco vacío. Me había negado París, un hijo, y ahora me robaba,
dejándome en la ruina. Lo esperé sentada en la silla, horas y horas, hasta que
lo vi aparecer más ufano que nunca.
—¿Así que iba a morir? Pues
ya ves, vivito y coleando— dijo con una sonrisa en los labios. Sonrisa que se
transformó en mueca de estupor con el primer navajazo.
—Es inútil, Elías, escapar a tu destino—
dije asestándole hasta doce puñaladas porque él, cual garrapata, se resistía a
morir.
Precioso relato. Espero que tengas mucha suerte, Lola. Saludos desde https://fantasialg.blog
ResponderEliminarMuchas gracias, Luisa. Me alegra que te haya gustado.
ResponderEliminarTambién te deseo suerte.
Abrazos.