Tomada de la red. |
Parecía la cabeza grande de un
alfiler. Escarbé en la arena hasta desenterrarlo del todo. Cabía en la palma de
mi mano. Quise mostrárselo a mamá, pero ella soñaba con sus cosas debajo de la
sombrilla. Papá nadaba en el mar a lo lejos, detrás de una sirena rubia. Lo
limpié bien con agua marina y estuve jugando con él. Era muy cariñoso y hacía
lo que yo quería. Llegó la hora de recoger para volver a casa. Lo metí en la
bolsa de plexiglás con el cubo, la pala, el rastrillo y la estrella hueca.
Cuando lo saqué en mi habitación, había
crecido un dedo por lo menos. Y estaba hambriento. Le traje un cuenco con
gelatina de fresa. Después de tragársela, cerró los ojos. Decidí guardarlo
dentro de mi armario. No quería que mis papás me lo quitaran para echarlo a la
basura como hicieron con mi última Barbie. Lo puse dentro de la caja de las
caracolas, agujereé la tapa con la punta de un bolígrafo, y la dejé junto a los
zapatos.
En los días que siguieron, fue creciendo
al igual que su apetito. Mis papás estaban muy contentos por lo bien que yo
comía. Pronto le quedó pequeña la caja y pidió que lo sacara del armario.
Esperaba a que mamá limpiara mi cuarto y se fuera, para dejarlo oculto entre
las sábanas de mi cama. Por las noches dormía acurrucado a mi lado, sin hacer
ruido. Hasta aquella madrugada en que comenzó a llorar y a retorcerse y no
conseguí calmarlo.
Mis papás no logran explicarse cómo no se
dieron cuenta. Me interrogan una y otra vez. Quieren saber quién es el padre.
Unas veces les digo que un pez raya. Otras, que Neptuno. Las más, que no lo sé.
Ellos siguen preguntando.
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