Aquella humedad. Si cierro los ojos a la luz del sol
de la tarde, aún la siento pegada a la piel. Pero enseguida vuelve el mar
cremoso y verde, espuma de algas que lamen y curan, lamen y curan. Las dos
saludando a la cámara. Bellas. Sin escamas. Las escamas son para los peces,
decía mi hija entre pucheros y lágrimas. La hartura de los corticoides, del
Ditranol, de tantas y tan inútiles medicinas. Duli, mi Duli, me miraba y se
veía en mí. Yo era la culpable, aunque no lo decía. Y así caían los días con
lluvia, uno tras otro, hundiéndola, hundiéndome en la desgana, el desaliento de
no poder con aquella enfermedad boba que amargaba a mi niña. Da repelús
tocarte, dijo el chico que le gustaba.
Abro los
ojos y veo alejarse el día en el horizonte. Duli se pasa la mano por un brazo.
Alex corre detrás de Fosqui que brinca y ladra a la rama a la deriva que mece
el agua. Alex. El pequeño. Nuestro pequeño. Con el pantalón caído y el pelo
revuelto. No quería renunciar a sus amigos. A pesar del cielo siempre plomizo.
A pesar de la lluvia pertinaz. Lo hago por Duli, cedió después de días
enfurruñado. Si no me gusta me vuelvo con la abuela. Y míralo ahora, lleno de
sol y vida. Suben y bajan sus pies desnudos levantando la arena dorada, como chanclas
en sus talones. Un grupo de muchachas, cuchichean y ríen a su paso. Él corre y
las mira.
Duli sacude
la arena de su cuerpo, levanta los brazos al cielo, se despereza. El pareo se
desata y cae a sus pies. El heladero suelta la nevera y se agacha para
recogerlo. Los dos se sientan en la arena con un polo de limón y naranja.
Mario ha
dejado hace rato el libro y me está mirando. Pasa el brazo por mis hombros.
Sonríe. Se está bien aquí, dice. Asoman las primeras estrellas entre azules y
morados. Se está bien aquí, repite. Y yo le digo que sí, que nada hay mejor que
la luz del sol en un atardecer en cualquier lugar del mundo.
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