El día que murió
Blanquita del Valle nevó durante toda la tarde. Su mamá salió al corral y
tocada por un soplo de gracia, levantó la cara al cielo. «Son lágrimas cuajadas
de amor», dijo mientras el pelo cambiaba del azabache al blanco para siempre.
El papá de la niña cabeceó y no quiso acompañarla en lo que él percibió como un
bálsamo para soportar la pérdida.
Los hombres, recostados en los soportales, sintieron el
peso sobre sus sombreros y las alpargatas se les empaparon conforme los copos se
descongelaban. En cuanto las mujeres, atareadas en la preparación de altarcitos
para el Día de los Muertos, vieron bajar el manto blanco que se deshacía en el
suelo como azucarillo, sintieron que las atravesaba como rayo, un escalofrío místico.
Aquello era una señal. Un alma pura que se había ido y recién acogió el Señor en
su seno. Corrieron a casa de la comadre Lupe y encontraron a la hija amortajada con su traje blanco. Dormida, parece dormida,
decían unas mientras se santiguaban. Un ángel que se va al cielo, decían otras.
Y la madre asentía con la misma sonrisa con la que había recibido la nevada
milagrera pues como tal había que acoger una nevada en aquel pueblo de México
amodorrado por el polvo y el calor endémico.
Dispusieron el velorio. La niña Blanquita del Valle en el
centro, con sus cuatro cirios encendidos. Las sillas alrededor del ataúd blanco
para familiares y vecinos. Y en la cocina dulces y café que ayudaran a pasar la
noche.
Ocuparon su lugar la mamá de la difunta, los abuelos, padrinos,
tíos, primos y acompañantes. El papá no tuvo ganas o fuerzas para unirse a
ellos y, una vez pasada la nevada, se tumbó, envuelto en una manta y exudando pena,
en la hamaca bajo el eucalipto. Comenzaron las oraciones, las alabanzas de la
niña, las frases de consuelo por el angelito que había subido al cielo.
Conforme avanzaba la noche y el sueño ganaba algunos párpados que se cerraban y
abrían con un sobresalto, se hicieron más asiduas las visitas a la cocina. No
se supo quién trajo el aguardiente, pero copita a copita fueron vaciándose las
botellas. Y poco a poco, los reunidos cayeron en el sopor del alcohol.
Aún
no emergía el sol por la loma que coronaba el gallinero cuando escucharon los
gritos del papá. Todos se levantaron de golpe de sus sillas donde dormitaban.
Ninguno se enteró de que Blanquita del Valle había abierto los ojos, se había incorporado
en su ataúd y había abandonado la habitación.
Corrieron
hacia la cocina. Allí vieron a la niña comiendo dulces y al papá tumbado todo
lo largo que era, con el pocillo de café derramado sobre sus pies, las manos
agarrotadas sobre el pecho y los ojos en blanco.
El
Día de los Muertos llevaron a Blanquita del Valle en andas como a una santita,
entre flores de cempasúchil, papeles de
colores, fruta, pan de muerto y calaveritas de chocolate o azúcar. Recorrieron
el pueblo dando cuenta a los vecinos del milagro que acababa de producirse. Se
iban uniendo a la comitiva mujeres, hombres, niños y hasta los perros. Estaban
todos. Todos menos los abuelos de la niña que se quedaron en la casa a llorar y
amortajar al nuevo difunto, el papá de la criatura. Se prepararon para un
velorio sobrio, los dos solos ya que los demás andaban de celebración. Y aunque
querían, como es natural, a su hijo, no podían dejar de pensar que su muerte
había sido de lo más inoportuna, ¡con lo que les habría gustado pasear
orgullosos detrás de la hermosa niña resucitada y gozar un poco de la gloria!
Este relato, no me preguntes porqué, me lleva fijate a México. Me ha encantado la niña, las flores, el velorio, el padre tumbado en el suelo. La soledad de los abuelos.
ResponderEliminarEn fin, todo.
Más abrazos
Gracias, Elena.
ResponderEliminarUn puñado de besos.