Recuerdo que pasaba la víspera de los Difuntos, intentando
convencer a mi madre para que me dejara ir al cementerio. Al final daba su
permiso, con la promesa de que mi hermana no me asomaría al osario, ni yo se lo
pediría.
Conforme avanzaba la mañana,
el aire se iba cargando de olor a flores
de cempasúchil,
y a las cinco de la tarde todo el pueblo respiraba a muerto. Mamá me vestía de
domingo y, con una nueva recomendación a mi hermana, nos despedía desde la
puerta de casa.
Íbamos tres o cuatro, yo la última, ignorada por
las demás que no veían con buenos ojos que las acompañara. Bajábamos hacia la
plaza de la Iglesia donde estaban los puestos de fruta, calaveritas de dulce y juguetes
para los niños.
Al pasar por el muro derruido
del antiguo cementerio, apretaba el paso y me cogía de la mano de mi hermana.
Ella se soltaba con un: «¡quita, déjame en paz!, si tienes miedo no haber
venido». Yo ahogaba un brote de llanto y seguía caminando, ahora a su lado,
dejando el lugar de la cola para otra, pues estaba convencida de que si un alma del Purgatorio salía de aquellas tumbas
hundidas por el tiempo, atraparía a la última. La calle se llenaba con una
comitiva de mujeres llevando coronas y ramos de flores, pero mi hermana y sus
amigas, preferían el atajo: un camino de tierra que bordeaba el cerro. Tirábamos
por allí y poco a poco volvía a mi condición de carga, descolgada de sus
conversaciones. A mi soledad, acudían
las camisas de serpiente que mis primos bajaban de la loma enrolladas en palos.
También el llanto a gritos de la hermana del chico, que puso fin a las peleas
con el padre, colgándose de una higuera. Cerca de la verja del cementerio, iba
con el ánimo traspasado de pena y era entonces cuando iniciaba bajito una
cancioncilla que me acompañaba hasta la entrada.
Los muertos nuevos se
distinguían de los antiguos, porque mientras a los primeros los acompañaban las
lágrimas de las mujeres, a los segundos, nadie los lloraba. En los
enterramientos recientes, todo era brillo de cal y pintura, el resto tenía
las tumbas con las cruces torcidas y las
lápidas amarillentas y rotas. Mi hermana y sus amigas, recorrían los caminos
parándose a leer los epitafios y las fechas. A mí sólo me interesaba ella. En un
nicho de mármol, dentro de un marco ovalado, me miraba con su cara de niña
vieja. Me quedaba un rato imaginando de qué habría muerto. Algo terrible,
seguro, me decía, pues sólo la violencia podía acortar tanto una vida. Después
iba a buscar otra vez a mi hermana y a sus amigas, sabiendo dónde encontrarlas.
En un rincón, aprovechando los muros exteriores, dos paredes cerraban un
rectángulo y, alrededor de éste, cuerpos apiñados se alzaban sobre las puntas
de los pies. Me acercaba, intentando mirar dentro, pero era demasiado pequeña
y, ni saltando, conseguía ver el cráneo ni las tibias que los niños señalaban.
Entonces, agarraba el pico del vestido de mi hermana y tiraba de él con fuerza.
«Asómame», le pedía. Y ella que no, que lo había prometido a mamá. Y yo que sí,
que nunca se lo diría. «Sólo un poquito», insistía. Al final me agarraba de las
piernas, empinándome lo justo para que pudiera asomar los ojos, y me bajaba
enseguida. Yo solo veía trozos de ladrillos y piedras, ninguna calavera. La
tarde estaba cayendo y se oía la puerta chirriar con cada vivo que abandonaba a
su muerto. Entonces el enterrador nos ordenaba que saliéramos. No había tiempo
para volver a levantarme en brazos.
Dejábamos atrás los cipreses
con sus frutos cuyas mitades parecían calaveras, y volvíamos esta vez por la
carretera, entrando en la calle principal. El cielo estaba violeta y rojo. Se iba
el día y los primeros faroles comenzaban a encenderse en aquel pueblo olvidado
de México.
Mamá nos interrogaba nada
más entrar en casa, y nosotras le asegurábamos que no habíamos roto la promesa.
Cenaba en silencio, sin entrar en el juego de otras noches con mi hermana,
temiendo la oscuridad. Y cuando la casa dormía, yo esperaba con los ojos muy
abiertos a que saliera de su nicho y, atravesando la puerta de hierro, avanzara
hasta el pueblo, calle arriba, ahuyentando el ladrido de los perros, y ya en mi
habitación, me cogiera para llevarme con ella. Al primer sollozo de la madera,
o con el primer bocado de la carcoma, llamaba, primero a mi hermana, que dormía
conmigo, más tarde, cuando la presencia se hacía realidad en los roces de la
cama, a mi madre. Y ella venía descalza y regañaba a su hija mayor, que no
cuidaba de la pequeña; luego me abrazaba, y yo entraba en el sueño con un
regusto amargo de fracaso, mientras me decía que la siguiente vez seguro que conseguiría
doblegar al miedo.
Muy bonito, y tierno a morir. Cuántos recuerdos me trae de mi infancia.Yo había noches que miraba debajo de la cama y detrás de las cortinas de la habitación. Enhorabuena.
ResponderEliminarPor cierto, la descripción de su casa de la infancia también me ha gustado un montón.
Suerte.
Muy bonito, y tierno a morir. Cuántos recuerdos me trae de mi infancia.Yo había noches que miraba debajo de la cama y detrás de las cortinas de la habitación. Enhorabuena.
ResponderEliminarPor cierto, la descripción de su casa de la infancia también me ha gustado un montón.
Suerte.
Muchas gracias Indalecio.
EliminarMagnífico, Lola. Describes y cuentas con tanta ternura. Me ha encantado
ResponderEliminarUnos abrazos
Y yo encantada de que te encante.
ResponderEliminarUn abrazo a lo grande.