12/4/17

DOS PALABRAS Y UN LIBRO


Tomada de la red.




Leías en alto mientras yo cortaba el caldo del puchero con un chorrito de agua. Después me iba y te dejaba con tu libro en mitad de la cocina, tan grande y deshabitada que el sonido de tu voz rebotaba en las paredes y volvía a ti como un eco de soledad. Pero yo también estaba sola. ¿Qué te habría costado decirme dos palabras? Te lo preguntaba y tú contestabas con un ya lo sabes. Así que yo, cuando empezabas otra vez con la lectura, miraba a través de la ventana los almendros en flor en primavera, o la escarcha en los días de frío, y añoraba ese te quiero que tú no estabas dispuesto a darme. Te dejaba solo. Como yo, ya te lo  he dicho. Porque no me bastaba con tu presencia.

    Lo tuyo eran los libros, lo sé. Con ellos te llevabas bien. Decías que no podían defraudarte, que te reconciliaban con el mundo. Y claro que no te defraudaban. Tú siempre leías los mismos, aquellos que te gustaban, sobre todo uno. Releías. Lo abrías y podías pasar toda una noche con él. Te oía llegar de madrugada, retirar la sábana y meterte en la cama. Te pegabas a mí y a veces parecía que tu cuerpo temblaba de llanto. Era en esos momentos cuando te sentía más cerca. Hubiera sido bonito darme la vuelta y abrazarte. Pero no, yo quería el te quiero que no me dabas.

     Ayer, desde el mostrador, metida en ese aire rancio que lo impregna todo, vi pasar por la calle a Natalio sobre  el burro. Está mal. Anda vociferando todo el día. Enfadado con los vecinos, a los que acusa de una confabulación contra su persona. Ve peligros en las esquinas. Esto ya lo sabes tú, que unas veces se calma y sus quejas son un susurro, y otras da un paso más al desvarío y molesta con sus gritos hasta que acaba zarandeando al primero que se le cruza o dándole con un palo en la cabeza. Así que está mal. No creo que tarden en venir a buscarlo. Tú decías que está cuerdo, más cuerdo que los demás. No sé dónde veías la cordura. ¿Porque acertó cuando dijo lo del cura con la sobrina? Eso no cuenta. Decía que los cangilones de la noria eran manos que secaban la tierra. Decía que las bellotas estaban envenenadas y que matarían a los cerdos. Un disparate tras otro. Eso es lo que cuenta. Pero tú nada, erre que erre. Te llevabas bien con él. Ahora que está solo, anda más perdido que nunca. Temo que no vuelva a recuperarse. Sentí, desde mi atalaya de quesos tiernos, curados y semi- curados, que el peso del mundo se me venía encima. Porque fue como si al ver a Natalio gritando y gesticulando,  te perdiera del todo. ¿Y qué me quedaría, Alonso? El comercio. El olor de los quesos que no se me va con el jabón. Y ese trozo de vida que pasa por el cristal de la puerta: Torcuato con los pies rozando el suelo, azotando a la mula con la vara. Paulina, la maestra, con los libros bajo el brazo, y la mirada perdida en el suelo, camino de la escuela. Mariana paseando el cántaro sobre el rodete y haciendo corrillos con las vecinas. Manuel, borracho desde primeras horas de la mañana. De vez en cuando, el ruido de los goznes de la puerta y alguien que entra  a comprar un trozo de queso. El resto del día estirándose como una solitaria reproduciéndose. Infinito.

     Pero anoche soñé contigo. Eso dirías tú, que fue un sueño. No voy a llevarte la contraria. No es bueno contrariar a los espíritus. Entrabas en el cuarto, te inclinabas sobre la cama y me decías al oído: Te quie-ro. Así, deletreando bien para que me enterara. Cuando desperté, aún quedaba la humedad de tus labios en el hueco de mi oreja.

     Esta mañana,  por primera vez desde que te fuiste, me he vestido con mi mejor traje y me he puesto los zapatos que llevaba cuando paseábamos por la calle Real. Al salir de casa, he arrancado una ramita de mimosas y la he metido en el ojal de mi blusa. Llevo tu libro, ese de caballerías que tanto te gustaba. Voy a leerlo para ti. Sé que desde donde estés, vas a escucharme como yo te escuché esta noche cuando pronunciaste las dos palabras. Porque yo, Alonso, también te quiero.

6 comentarios: