Desde que te fuiste, no he vuelto a llamar para que
revisen la línea. Y no ha sido porque todos los técnicos vinieran a
regañadientes y me echaran en cara que les hiciera perder el tiempo. Tú sabes
que el temor a la incomunicación era tan fuerte, aún lo es, que no me
importaban los reproches, ni el ahora qué le pasa, dicho con acritud por la
horda de hombres y mujeres con mono y destornilladores al cinto, que pasaban
por mi, nuestra casa. Pero te has ido, abandonando un teléfono mudo, descargado.
Tampoco has dejado dirección, ni fijo donde llamarte. Así que utilizo al correo
con la esperanza de que no hayas borrado también la cuenta y te llegue mi
promesa de que acabaré con mi obsesión.
Lo que tenga
que ocurrir, ocurrirá por más que intentes evitarlo, me has repetido muchas
veces después de aquello. Pero tienes que comprender que se me quedara el susto
en el cuerpo y esa idea que rondaba mi cabeza, como carcoma en el armario, de
que podría haberte perdido y de que una llamada lo habría evitado.
Me gusta el
mar. Mucho, lo sabes. Pero también le tengo un enorme respeto y bastante miedo.
Una vez más te contaré la historia para que me comprendas, porque no me
escuchabas cuando intentaba hacerlo con detalle. Salí a la terraza como cada
mañana de un verano tan caluroso que hasta los pájaros, más que trinar,
boqueaban. Sentada bajo la sombra del toldo, disfrutaba del primer café del día
siguiendo con la mirada tu figura pequeña, en la distancia, en ese paseo que
tanto te gustaba dar por la playa. Pensando en tus cosas. Sin mirar hacia
atrás, a tus huellas diminutas. Ni adelante. Siempre hacia adentro, buceando en
tus aguas. Por eso no lo viste. Pero yo sí. Un mar negro como petróleo.
Acharolado bajo el sol. Ni azul ni verde. Negro, negrísimo. Y entonces te
detuviste, dejaste la bolsa con tus
cosas en la arena, y te giraste de cara
al agua. Se va a meter, me dije. Y busqué el móvil para llamarte. Sin cobertura.
Y mira que lo intenté moviéndome por el apartamento, sacando el brazo al vacío,
como si pudiera atrapar la señal a manotazos. Nada. Me fui a por el fijo.
Muerto. No sabes el desamparo, la impotencia que sentí. Me quedé de pie,
mirándote, viendo cómo entrabas en la espesura de esas aguas. ¿Qué duró, unos
minutos? Eso me has repetido tú muchas veces. Para mí fue la eternidad de un te
he perdido, nunca volveré a verte. Y entonces sacaste la cabeza, y luego todo
el cuerpo. Negro, negro, negro. Bajé a la playa corriendo. Allí estabas tú con
un nuevo color de piel. Porque ni duchas, ni jabón, hicieron que recobrara el
tostado de antes. A ti no te importaba el cambio. A mí tampoco. Después vino lo
del pelo, rizado, rizado. Tampoco me importó. Pero esa jerga que sacaste de la
nada, nunca la entendí. Tú querías enseñarme y yo era dura para aprender. Te
seguí a los parques donde se reunían músicos africanos; a los garitos donde
tocaban. Te regalé un tambor de esos que utilizan ellos. Y aguanté el continuo
golpeteo de tus manos, de día y de noche. Nunca te lo reproché. Pero tú ya no
aguantabas más la presencia de extraños cada vez que volvías a casa, mi
obsesión, mis manías. Y te marchaste, dejándome una nota de despedida sujeta
con una piña a la puerta de la nevera, porque no querías dramas. Eso pusiste.
Vuelve. Te
prometo que nunca más haré revisar la línea telefónica, que aguantaré la
angustia que me produce la simple idea de no poder comunicarme contigo, con la
gente que yo quiero. Te esperaré a la orilla de este mar que ha vuelto a
recobrar el color de las algas. Y si tú quieres, me meto de cabeza y aguanto el
terror. Lo que sea con tal de tenerte otra vez conmigo. Coge el teléfono y dime
algo. Si pudiera llamarte... Ya, que vuelvo a las andadas. Ni una letra más. Me
callo y espero. Pero ¡ay!, si yo pudiera...
Me ha encantado tu forma de escribir.
ResponderEliminarUn saludo
Muchas gracias por pasarte y dejar tu comentario.
EliminarPar de abrazos.
Qué desesperación, qué infierno!
ResponderEliminarLas dependencias son malas, querida Cora. Pero se pueden superar.
ResponderEliminarAbrazo esperanzado.