Tomada de la red. |
Para María José Leante,
cuñada, amiga. Siempre.
Amanece a poquitos sobre la
plaza. La luz avanza sobre las sillas y las mesas, y los últimos suspiros de
penumbra se retiran, perezosos, con su cohorte de estrellas y luna. Pasa un
joven corriendo y se aleja hacia el río sin cambiar el ritmo. De una bocacalle
cercana comienzan a brotar las flores de la infancia. Caras de sueño con brillo
de jabón y agua. Cabezas repeinadas. Andar cansino. Mochilas a la espalda. Y
cuando la plaza resplandece y todo recupera su contorno, ella levanta la
barbilla y mira al cielo mientras recoge una bocanada de sosiego con un suspiro
hondo. Un almendro ha comenzado a florecer y extiende su fragancia y la mezcla
con el aire húmedo de riego. Rasga el sobre por una esquina y echa azúcar en el
café. Del fondo, a su derecha, le llega el repiqueo de las campanas de una
iglesia. Mueve con la cucharilla y bebe un sorbo. Y aunque no puede escuchar la
llamada del almuecín, sabe que, cercana a la autopista se erige la mezquita.
Una paloma, que encabeza un grupo, se acerca a pasitos a la mesa que ella ocupa.
De las ramas de los árboles y del azul blanqueado de nubes van bajando los
gorriones. Palomas y gorriones compartiendo las migas de un cruasán. Una hurraca hace su aparición, majestuosa y
ladrona. Ella sabe que sí, que en otro lugar está la sinagoga. Pellizca
trocitos de pan y los lanza al suelo como hacen los dueños de gallinas en el
gallinero. Dos sorbos más de café. Un señor con perra se sienta al lado, saca
unas gafas de un estuche y se las pone, luego pide café con leche y tostada y
despliega un periódico sobre la mesa. La perra tira de la correa, ladra a las palomas,
a los gorriones, a la hurraca, a la mañana, al sol, al timbre de una bicicleta
que pasa. Que te calles Dorita, le manda el señor. Y Dorita lo mira y se queja;
luego se tumba. Ella deja la taza vacía sobre el platillo, se inclina y le
habla mientras la acaricia. En la acera,
un hombre arrastra un carrito de la compra.
Es hora de levantarse. Es hora de seguir
su paseo. Deja unas monedas sobre la mesa, se despide de Dorita con una última
caricia y antes de comenzar a andar, mira a su alrededor y sonríe. « ¡Qué
bonita se ve la vida!».
Muy tierno. Creo que está muy en línea con la homenajeada. Felicidades por partida doble.
ResponderEliminarGracias por la visión de ternura, Juan.
ResponderEliminarUn abrazo tiernecito.
Qué bonito escribes, dan ganas de pasar toda la vida en esa plaza. Besos!
ResponderEliminarMil gracias, Luz.
ResponderEliminarUn abrazo luminoso.
ResponderEliminar¡Qué expresiones tan bellas, Lola! ¡Qué preciosidad de relato!
Me parece cargada de poesía la recreación de esa escena cotidiana, sencilla, vitalista… Además, el texto me transmite mucha sensibilidad y cariño. Un regalo lindísimo para tu cuñada.
Por último, solo quiero destacar dos fragmentos que a mí me dicen mucho y me encantan.
“…ella levanta la barbilla y mira al cielo mientras recoge una bocanada de sosiego con un suspiro hondo”
“Deja unas monedas sobre la mesa, se despide de Dorita con una última caricia y antes de comenzar a andar, mira a su alrededor y sonríe. « ¡Qué bonita se ve la vida!»”.
Muchas felicidades a las dos. Abrazos, también, para las dos.
Gracias, mil, Nenúfar. Un placer recibirte por aquí, siempre.
ResponderEliminarAbrazos, muchos.
Que emoción debe de sentir tu cuñada ante un regalo tan hermoso y pleno de ternura. Imagino que indescriptible. Verse por un momento reflejada entre fragmentos de vida tan bellos, tan plenos de sosiego y en comunión con la vida. Qué suerte tener tan cerca de si no solo a quien maneja las palabras con la precisión de un órfebre, sino y sobre todo a una persona que sabe transmitir el cariño más profundo, sin aspavientos.
ResponderEliminarQué suerte, Lola Sanabria,tener una amiga como tú.
Mil gracias querida Cora. El cariño va y se queda. Otra te da y te llega. Y eso es lo que hace que salgan las palabras y las letras.
ResponderEliminarUn abrazo bestial.