LARVADA
El niño duerme. Paseo
sobre la barandilla de mi terraza. Sin mirar abajo. Corre una brisa cálida.
Abro los brazos como funambulista y camino con cuidado, un pie delante del
otro, manteniendo el equilibrio. Voy hasta el muro de ladrillo, doy la vuelta y
llego al otro. Lo repito cuantas veces quiero. Cuando me canso, me detengo.
Sentada a horcajadas sobre el hierro, levanto una mano y anulo una estrella. Miro
hacia el infinito y veo un planeta en sombra. Escucho a sus habitantes. Gritos
de auxilio. Aullidos de terror. El horror petrificado en sus caras de hielo. Me
relajo. Paso mi pierna derecha por encima de las rejas y voy a la cocina. Los
azulejos chorrean el vapor de la sopa. Saco las lubinas, la cayena y los ajos.
Preparo la sartén y la tabla y cojo el cuchillo. Con él en la mano, entro en el
cuarto. Brilla el acero en la oscuridad. Meto la cabeza dentro de la cuna.
Inspiro. Huele a mi bebé. Los patitos del pijama suben y bajan con su
respiración sosegada. Oigo la llave girar en la cerradura. Salgo de la
habitación de puntillas y cierro la puerta con sumo cuidado. Él llega.