LARVADA
El niño duerme. Paseo
sobre la barandilla de mi terraza. Sin mirar abajo. Corre una brisa cálida.
Abro los brazos como funambulista y camino con cuidado, un pie delante del
otro, manteniendo el equilibrio. Voy hasta el muro de ladrillo, doy la vuelta y
llego al otro. Lo repito cuantas veces quiero. Cuando me canso, me detengo.
Sentada a horcajadas sobre el hierro, levanto una mano y anulo una estrella. Miro
hacia el infinito y veo un planeta en sombra. Escucho a sus habitantes. Gritos
de auxilio. Aullidos de terror. El horror petrificado en sus caras de hielo. Me
relajo. Paso mi pierna derecha por encima de las rejas y voy a la cocina. Los
azulejos chorrean el vapor de la sopa. Saco las lubinas, la cayena y los ajos.
Preparo la sartén y la tabla y cojo el cuchillo. Con él en la mano, entro en el
cuarto. Brilla el acero en la oscuridad. Meto la cabeza dentro de la cuna.
Inspiro. Huele a mi bebé. Los patitos del pijama suben y bajan con su
respiración sosegada. Oigo la llave girar en la cerradura. Salgo de la
habitación de puntillas y cierro la puerta con sumo cuidado. Él llega.
Enhorabuena, Lola, mantener el equilibrio en el horror es arte de funambulistas,como la protagonista, buen relato donde parece que va a ocurrir una cosa y al final se intuye otro desenlace
ResponderEliminarMuchas gracias, Purificación.
ResponderEliminarAbrazos flojitos por la calor.
Dominar el lenguaje provoca no solo el placer de ese arrullo de palabras. En tu caso es -también y sobre todo- una herramienta para crear una tensión en el relato que te deja atrapado. Es esa maestría tan lolasanabria, inconfundible.
ResponderEliminarAbrazos, siempre
Desatrápate, Amando, que con la calor que hace es mejor andar sueltecito.
ResponderEliminarAbrazos flojitos por la calor.