Zona de quirófanos. La puerta se abre y una enfermera
pide etiquetas. Cuando se cierra tras ella, todos regresan a la lectura
del periódico, a la conversación, al limbo del duermevela. Al poco, un
hombrecillo de verde sale y nombra al siguiente, como si fuera el turno en una
carnicería.
Hace rato que Rosa espera. Una
operación sencilla, la del padre, para eso lo trajo a vivir un tiempo con ella.
Pero ¿y si algo sale mal? A veces pasa. Lo imagina tumbado en la camilla, con
un zapato puesto y el otro en el suelo: el pie amortajado con el calcetín
nuevo, de hilo escocés, que ella le ha comprado. Tal vez no vuelva a
levantarse. Tendría que llevarlo al pueblo, con su mujer, como él quiere. Y
desenterrar el recuerdo de cuando aún era una niña y la desdicha los golpeó. La
desesperación con que el padre llevó la enfermedad de la madre, la hiel con la
que le gritaba a la hija, no vales para nada, amplificada en su cabeza hasta el
infinito, que le hacía quemar la comida, dejar la plancha marcada en una
camisa, olvidarse de comprar las medicinas. Cuando la madre murió, Rosa dejó
solo al padre en el panteón en que había convertido la casa.
Hace calor. Rosa
abre la ventana y se asoma un momento a la calle. Una niña anda encogida,
agarrada de la mano de la madre. Le recuerda a Candela la mañana en que entró
al aula con la cabeza gacha, apoyó las manos en el filo de la silla y bajó poco
a poco el cuerpo hasta sentarse lo mínimo. Tantos golpes ahí abajo con el cinturón.
Contenía el llanto con un temblor de voz. Daba lástima. Y eso que a ella,
Candela nunca le gustó. Era pendenciera, siempre buscando gresca.
Su padre no pegaba, su padre
castigaba con no dejarla salir a la calle. Le enrabiaba escuchar el golpeteo
rítmico de la cuerda de saltar, las voces de los niños, mientras la tarde se
iba por las rendijas de los postigos. Pero no pegaba. No vuelva a hacerlo. Ni
se le ocurra darle otra vez con la palmeta, le dijo aquella tarde a la maestra.
Y Rosa exhibió con cierto orgullo, durante días, la señal morada en el brazo.
Zona de quirófanos. La puerta se
abre. Rosa vuelve la cabeza y ve cómo el hombrecillo de verde deja a su padre
en el desamparo, sin mano donde agarrarse. Intenta dar un paso, se tambalea. Va
hacia él, rodea su espalda con los brazos y lo sostiene. Durante un tiempo
infinito, el corazón de la hija marca el ritmo del corazón del padre. La
arritmia desaparece.
Qué gran contraste. Es difícil imaginarse las sensaciones de la hija en ese momento. ¡Un saludo!
ResponderEliminarLas personas estamos llenas de contradicciones, tiras y aflojas con nuestras querencias, Alex.
ResponderEliminarUn abrazo de bienvenida.
A veces la vida es así de contradictoria. Cuando se da la oportunidad de pasar factura por los servicios prestados vamos y condonamos la deuda con eso que llamamos humanidad. Y eso nos hace mucho bien.
ResponderEliminarBesos.
Yo también lo creo así, Juan.
ResponderEliminarUn abrazo bestial.
Eso somos: Un cúmulo de contradicciones. Y con el tiempo somos capaces de atisbar la vida de los otros, la que dio lugar a aquello que nos hirió. Y también de sabernos frágiles de memoria para recordar aquello con lo que, aún sin querer, estamos hiriendo.
ResponderEliminarTu relato me resulta bello, esperanzador, sin hiel ni rencor: comprensivo. En ambos sentidos.
Un abrazo, Lola.
Sí, querida Cora, hace falta un recorrido para reencontrarte con aquellas personas que fueron y son importantes en tu vida.
ResponderEliminarAbrazos, muchos.