Recogí el billete que salía de la ranura, empujando con las piernas la barra de acceso. Mientras bajaba hacia el andén, escuché a mis espaldas el chirrido del cierre metálico de la entrada.
Él esperaba, tumbado en un banco. Me senté al otro lado, cerca del túnel. Colgadas del techo, las pantallas tiraban frases cortas y machaconas, como anuncios de colonias. Hablaban de muertos. De la espesura llegó el trac-trac de los raíles vencidos por el peso de las ruedas. Se levantó. Yo hice lo mismo en el otro extremo. Llevaba una gabardina arrugada que me hizo sonreír al recordar a Colombo. El convoy asomó el morro y fue aminorando la velocidad hasta detenerse. Pulsé el botón y las puertas del vagón se abrieron. Una pareja de jóvenes besándose, una rubia con zapatos de tacón de aguja y falda ceñida, y un par de mulatos con un radiocasete y la música alta, viajaban conmigo. Me senté, apoyando la cabeza en el respaldo del asiento. El tren era un pasillo largo, sin separaciones entre los vagones. Giré la cara y miré hacia el fondo. Él avanzaba con las piernas algo abiertas, buscando el equilibrio, hacia donde yo estaba. Desde lejos, más que Colombo, me pareció un loco, pues sólo a un perturbado se le ocurriría ir con gabardina en el mes de agosto. Me sobresaltó ese detalle. Conforme se iba acercando, reparé en la boca del periódico enrollado bajo el brazo. Tuve un pálpito, uno de esos presentimientos que me vienen de golpe, y vi los cañones recortados, la pareja de jóvenes agonizando en sus asientos, los mulatos y el aparato lanzados contra la chapa del vagón y la rubia despatarrada cerca de la puerta. Me puse en pie intentando mantener la calma. Conté el sonido de sus pasos amplificados en mi cabeza. En sordina la música rapera. Calculé. Veinte segundos para entrar en la estación. Tenía la espalda empapada. Sobre todo, no pierdas la serenidad, me dije. El metro tomó una curva y él tuvo que parar y agarrarse a una barra. Una bolsa vacía de patatas, plateada y verde mar, barrió el suelo. Cuando él reanudó el paso, el tren aminoraba la marcha. Me levanté, puse el dedo en el botón aguardando a que se detuviera y, en cuanto las puertas se abrieron, salí corriendo. Al llegar a la escalera mecánica, mis piernas se doblaron. Caí sobre los primeros peldaños, que tiraron de mi cuerpo hacia la salida.
Él esperaba, tumbado en un banco. Me senté al otro lado, cerca del túnel. Colgadas del techo, las pantallas tiraban frases cortas y machaconas, como anuncios de colonias. Hablaban de muertos. De la espesura llegó el trac-trac de los raíles vencidos por el peso de las ruedas. Se levantó. Yo hice lo mismo en el otro extremo. Llevaba una gabardina arrugada que me hizo sonreír al recordar a Colombo. El convoy asomó el morro y fue aminorando la velocidad hasta detenerse. Pulsé el botón y las puertas del vagón se abrieron. Una pareja de jóvenes besándose, una rubia con zapatos de tacón de aguja y falda ceñida, y un par de mulatos con un radiocasete y la música alta, viajaban conmigo. Me senté, apoyando la cabeza en el respaldo del asiento. El tren era un pasillo largo, sin separaciones entre los vagones. Giré la cara y miré hacia el fondo. Él avanzaba con las piernas algo abiertas, buscando el equilibrio, hacia donde yo estaba. Desde lejos, más que Colombo, me pareció un loco, pues sólo a un perturbado se le ocurriría ir con gabardina en el mes de agosto. Me sobresaltó ese detalle. Conforme se iba acercando, reparé en la boca del periódico enrollado bajo el brazo. Tuve un pálpito, uno de esos presentimientos que me vienen de golpe, y vi los cañones recortados, la pareja de jóvenes agonizando en sus asientos, los mulatos y el aparato lanzados contra la chapa del vagón y la rubia despatarrada cerca de la puerta. Me puse en pie intentando mantener la calma. Conté el sonido de sus pasos amplificados en mi cabeza. En sordina la música rapera. Calculé. Veinte segundos para entrar en la estación. Tenía la espalda empapada. Sobre todo, no pierdas la serenidad, me dije. El metro tomó una curva y él tuvo que parar y agarrarse a una barra. Una bolsa vacía de patatas, plateada y verde mar, barrió el suelo. Cuando él reanudó el paso, el tren aminoraba la marcha. Me levanté, puse el dedo en el botón aguardando a que se detuviera y, en cuanto las puertas se abrieron, salí corriendo. Al llegar a la escalera mecánica, mis piernas se doblaron. Caí sobre los primeros peldaños, que tiraron de mi cuerpo hacia la salida.
Suspense, desasosiego..., y un final abierto a un abismo de preguntas sin contestación certera. ¿Será por esto que prefiero los finales cerrados?... No tengo respuesta.
ResponderEliminarAtrayente relato.
Un abrazo.
El nenúfar flota y llega el primero para dejar aquí su desasosiego. Sí, hay rima, ¿qué pasa?
ResponderEliminarGracias, mil.
Besos con alevosía y nocturnidad.
Inquietante. Un texto que nos recuerda lo poco que vale una vida humana en determinados casos. Me gusta mucho ese no saber nada; ni del loco, ni del protagonista, ni de las víctimas. La acción sucede y sucede. Buenísima metáfora de la fragilidad de la existencia humana.
ResponderEliminarAbrazos.
Me encanta cómo bombardeas al lector con tus frases cortas, como lo vas a acorralando y llevando por donde quieres. Hoy tu relado empezó pareciendo una cosa (parecía que ella le buscaba a él) pero nos has llevado a un lugar de la mente de ella lleno de miedo y sudor. Me ha sorprendido, no me esperaba este viaje; pero, como siempre, me ha gustado.
ResponderEliminarNo fallas nunca. Un besazo.
Tu prosa embelesa. Lo que no cuentas me encanta, puedo sacar varías conclusiones. La protagonista pudo escapar a una muerte casi segura por avistar un arma escondida, por fijarse en la vestimenta atípica de un personaje para la temporada (siempre hay alguien en el metro que parece vivir en otra parte); o simplemente, pensó escapar en su fantasía paranoica inducida por los acontecimientos violentos de la sociedad en la que vive, la americana, me parece que dejas un par de pistas, que nos hacen pensar que el país donde transcurre la escena es U.S.A.
ResponderEliminarMe inclino por la segunda.
Muy bueno, Lola.
Besos.
A algunos les irrita ese no saber nada, ni tenerlo claro, Agus, pero ese era el relato, así tenía que quedar, y por supuesto que planteara cuán frágil es ese hilo tan fino que nos ata a la vida. Me alegro de que te guste.
ResponderEliminarMe gusta sorprender, Luisa. Y sí, para este tipo de relato le vienen bien las frases cortas, lo hacen más contundente.
David, hoy estás que te sales en tu análisis. Muy bueno.
Abrazos y besos a repartir.
A mí me gustó mucho el detalle del presentimiento, porque cuando los tengo, cuando son similares, los creo (experiencias ~).
ResponderEliminarMucho suspenso :))
Un abrazo.
¡Uf, qué chungo, Edgar! Eso de presentir lo que va a pasar da un poco de repelús, ¿no?
ResponderEliminarBesos pareados.
Mmm, texto con preguntas y respuestas en el aire... A mí no me irrita no tener respuestas, Lola. Un final abierto (que no sea chusco, claro) es de lo más complicado. Le daré vueltas.
ResponderEliminarDale, pero ten cuidado no te vayas a marear, woody.
ResponderEliminarPuñado de besos.
Es increíble el grado de paranoia a la que puede llegar uno.
ResponderEliminarBesos, Lola
Se está cocinando a diario, Tor.
ResponderEliminarBesos a pares.