Cada noche, pego la almohada a mi cuerpo, el brazo izquierdo debajo, el derecho arriba, en ángulo con la cabeza, los dedos cerrados en un mechón de pelo, tirando un poco; la pierna derecha flexionada, encima. Así me acerco al sueño, tonteando con él, sin decidirme a dejar atrás el día. Noto el salto y toco la bola de pelos a los pies, que tampoco duerme, atento a los tacones y las risas en la calle, y la música que llega en oleadas desde la plaza. Otro salto al poyo y allí se queda mirando a través de las ranuras de la persiana. Sueño. Empujo la puerta de hierro, entro y recorro los caminos de tierra. Me detengo ante las letras doradas, la ñ rota como si hubiesen descargado un martillazo en la piedra. Al lado, la viuda con el niño de la mano: pantalón corto de franela gris y chaqueta azul marino. “Caídos por Dios y por la Patria”, y varios nombres con el mismo apellido. El niño se suelta de la mano y camina hacia la salida poblada de cipreses. Lo sigo. Se agacha y coge una bola verde y cuarteada del suelo. Huele fuerte. Mete la mano en el bolsillo del pantalón, saca una navaja, la abre y corta la bola en dos, luego me muestra las calaveras en sus mitades. “Ponte en pie, alza el puño y ven, a la fiesta pagana...”un golpe de aire caliente arrastra hasta mi ventana la música y me aleja del niño. En la confusión que va del sueño a la vigilia, estoy en la Plaza de España saltando en un lateral del escenario donde actúa Mago de Oz; luego vuelven los tacones acercándose, las risas, las voces, la persiana golpeando la pared y el gato echado. Miro el reloj: las cinco de la madrugada. Me doy la vuelta arrastrando conmigo a la almohada. “Cartagenera”, “Cerezo Rosa”, “Esperanza”. Van llegando las canciones con claridad. Tarareo, me muevo, atravieso mi cuerpo en diagonal, en la cama, agarro el frío del níquel de los barrotes cuadrados con surcos que repaso con la yema de mis dedos. Hay un descanso. Desde el reloj del Ayuntamiento llega la hora en golpes de metal. “A ver si sabes cuántas campanadas ha dado desde que se colocó en el año cuarenta y siete, teniendo en cuenta que estuvo parado dos veces. La primera durante dos días y la segunda, un mes”. Mi padre y su amor por los relojes. La mesa camilla y, sobre el hule, la caja de zapatos, llena de relojes de cuerda. Y él abriendo la tapa de uno y dejando al descubierto las ruedecillas dentadas. El destornillador pequeñito, la aceitera, las pinzas, y sus dedos deformes doblegados por una paciencia infinita. Los engranajes cogiendo el nuevo pulso de vida. Siento los golpes rápidos del corazón. Taquicardias. El silencio roto por oleadas de gente que se retira de la plaza, se quiebra definitivamente con la voz del vocalista anunciando la nueva tanda de canciones. El gato salta a la cama y se estira. Me doy la vuelta y hago otra diagonal en la cama sin soltar la almohada. Golpeo con las uñas el níquel siguiendo el ritmo de las canciones. Más riadas de gente. Interpretan una pieza de Santana y se despiden. Una moto tritura el silencio, más tarde, dos coches acelerando y frenando, y los gritos de los conductores y la música bacalaera amasada con gasolina que entra en mi habitación. Pasan más tacones, más risas y conversaciones rotas. El pueblo se calma. Duermo. “Vamos María. Los turrones de coco y de nueces, la garrapiñada, la perita en dulce, los mazapanes.... Cinco euros el lote”. Grita el vendedor de feria por el altavoz pegado a la cabecera de mi cama. No dejará el rincón hasta que haya despertado a todos los vecinos de la calle y salga alguno y compre para que se vaya, pienso mientras miro la almohada en el suelo y mis brazos extendidos abrazando tu ausencia.
Lola, fantástico ejercicio, prosa vigorosa que engancha al lector y lo lleva a ese desvelo nocturno con descripciones increibles. El final tal vez me hubiera gustado aún más contundente, acorde con el vibrar de todo el relato, pero chapeau, me ha encantado.
ResponderEliminarGracias Maite. Es lo que suele ocurrir con las ferias de los pueblos que no hay quien duerma.
ResponderEliminarBesos.
Lola, te mueves igual de bien en las distancias cortas que en las distancias medias. Me gusta como en este relato deámbulas por la frágil línea que separa el día de la noche, la realidad del sueño. Y discrepo de Maite, con cariño. No echo en falta la contundencia de un final rotundo. A veces, muchas historias cotidianas no lo tienen y siguen siendo mágicas.
ResponderEliminarFelicidades Lola y un abrazo.
Hola, Agustín. Este es un relato antiguo, que surgió de la experiencia, repetida cada año, en las fiestas de mi pueblo. Lo tenía ahí, olvidado, y ayer, me topé con él buscando otra cosa. Hay otros que también me parecen interesantes, así que los iré colgando para que me deis vuestra opinión.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario.
Puñado de besos.
...y el de la arroba de melones que se le acaban ya, el tapicero que por primera vez ha llegado a este pueblo,...
ResponderEliminarMuy lograda esta descripción de lo que para unos es un motivo de dicha, y para otros la tentación de sacar la recorta.
Besos.
Hay que ver cómo eres. Unos currantes que, además de ofrecer sus servicios, actúan como despertadores humanos, y hablas de sacar la recortá.
ResponderEliminar¡Cuánto nos hemos reído a su costa!
Muchos besos.
Hasta de una situación mundana y muy del verano sabes sacar un texto salpicado de aciertos. Y lo llevas por los caminos de la nostalgia.
ResponderEliminarBesos
R.A.
Gracias, Rosana.
ResponderEliminarMil besos.