Empujó la puerta con un
cuidado exquisito, como si su mano pudiera lastimarla. El daño había se había
metido en la casa. Se detuvo un momento delante del espejo de la entrada y
recogió el mechón rebelde, liberado del pasador. Los tacones de sus zapatos
golpeaban con el ritmo de las campanas tocando a misa de difuntos, en las
baldosas recién lustradas. Nada le pareció ya igual. Todo era diferente. La luz
pálida de la mañana guillotinaba el salón. Recolocó los cojines del sofá. Aún
no era la hora de la comida familiar. Aún quedaba tiempo. Pasó por las
diferentes estancias hasta llegar a su habitación. Dejó los zapatos, alineados,
junto al galán de noche y se calzó unos más cómodos. Al agacharse le vino la
primera puñalada en el pecho. Se incorporó y tomó aire. ¡Era tan doloroso! No
debió ir. Ya era tarde.
Entró en la cocina. La
miraron un momento, extrañadas ante su presencia, después continuaron con sus
tareas. Las muchachas iban de un lado a otro, siguiendo las instrucciones de la
cocinera. En ella había vida. Cerró los ojos y aspiró hondo el olor de la sopa,
del asado en el horno, de los dulces y el caramelo líquido. Oyó las risas, las
voces cantarinas, el entrechocar de las cacerolas, el chisporroteo del aceite
en las sartenes. Se anudó el delantal a la cintura, tan fina aún y para
siempre. Se centró en cortar verduras en trozos pequeños. Con mimo. Todos
iguales. Sería una gran comida. LA COMIDA. La lágrima peleó por brotar, pero no
alcanzó el lagrimal. No había más. Estaba seca. Una segunda estocada le partió
el esternón. Paró un momento hasta que se hizo soportable el dolor. Siguió.
Pronto vendría todo el mundo y ocuparían sus sillas. Pronto estaría la mesa
llena de comida. A los postres. El momento sería cuando estuvieran con los
dulces. Nunca debió saber. La felicidad habría sido no haber conocido la
historia, sórdida y lacerante, para que no se resecara la sangre vigorosa y
sana, y dejara sin vida, antes de pararlo con un disparo, su corazón tan
blanco.