16/7/22
UN LUGAR DONDE VIVIR. MICRORRELATO SELECCIONADO EL MES DE MAYO EN EL CONCURSO DE ABOGADOS
Me tocó a mí inscribir a Elvira. Amaneció con luz ceniza y manto lluvioso. Parado a la entrada, sin paraguas ni ganas de dar el paso para cruzar la puerta, la miré. Temblaba. Tenía las zapatillas empapadas. El pelo chorreando. El vestido pegado a su cuerpo desamparado. Me quité la chaqueta y se la puse por los hombros. Me miró y esbozó una tibia sonrisa. Gracias, dijo. ¿Gracias? Mamá había muerto. Las dos se cuidaban. Y el pronunciamiento desde el principio de Azucena, que de flor solo tenía el nombre, favorable a la incapacitación judicial por enfermedad mental y el ingreso en un centro, como la mejor opción, acabó por convencerme. Aquello era un asilo. No era sitio para ella. Me agaché a recoger la maleta, agarré del brazo a Elvira y volvimos al coche. ¿A dónde vamos, Ángel?, preguntó mi hermana. A casa, respondí mientras le acariciaba la cara.
12/7/22
PERMANENCIA DE LO EFÍMERO
El
día en que cumplí quince años me regalaron una golondrina. Estaba dormida en la
cama de mi abuela cuando mi madre vino a despertarme y me enseñó lo que traía
en el hueco de su mano. «La han encontrado los albañiles cuando limpiaban el
tejado». Me senté en la cama y la estuve mirando un rato. Tenía el pecho muy
blanco y las alas negras y brillantes como el charol. Intentó moverse, tal vez
volar, pero no pudo alzarse sobre las patas. «Tiene un ala rota», dijo mi
madre, «por eso estaba echada sobre las tejas». Le pedí que me la diera y ella
la dejó en mis manos y salió de la habitación. Levanté un ala, estirándola como
cuando se abre un abanico, y la vi perfecta. Levanté la otra, y en cuando solté
el extremo, se dobló hacia adentro. Aquel regalo me gustaba más que ningún otro
que pudieran hacerme, pero era un regalo condenado a desaparecer. Lo dijo mi
madre antes de dejarme sola: «No te encariñes con ella. Morirá pronto». Sin
embargo, yo me resistía a aceptar que no había nada que hacer. Me levanté de la
cama y fui a buscar a mi abuela. Se había comprado unas zapatillas de paño para
reemplazar las viejas, abiertas en los laterales por la presión de los
juanetes. Le pedí la caja y ella me preguntó para qué la quería. «Es para una
golondrina que me han regalado. Está herida y quiero cuidarla». «Morirá», dijo
ella, «no merece la pena que te esfuerces». Pero yo conseguí convencerla de que
debía intentarlo todo. Recurrí a su lado religioso y le recordé que las
golondrinas eran de Dios porque quitaron las espinas de la corona de
Jesucristo. La abuela era muy llorona. Se enjugó un par de lágrimas
con el pico de su delantal y fue a buscar la caja y me la dio. Metí a mi
golondrina dentro y me fui a desayunar café de malta con leche y pan
migado. Luego busqué en la leñera palitos cortos y, con ellos y un trozo de
cuerda de la que tenía mi madre para atar los chorizos, le entablillé el ala.
La golondrina se removió inquieta, me miró con sus dos bolitas negras como las
cabezas de los alfileres con los que las beatas sujetaban sus velos para ir a
misa, y soltó un trino. Después se estuvo quieta y me dejó hacerle una cama con
algodones y taparla con un trapo.
Mi madre mató un gallo y asó la
cresta en las ascuas de la candela. En esa ocasión no la compartí con mi
hermana, que renunció a su mitad porque era mi cumpleaños. Después hizo arroz
con gallo y una fuente de natillas con galletas María en el fondo. Cuando
terminamos de comer, me fui al patio y esperé a que las moscas se pegaran en
las gotitas de miel que puse sobre el muro de adobe. Cacé dos y fui a la caja
de zapatos y se las puse en el pico a la golondrina. «¡Anda, traga!», le dije.
Pero ella no se movió. Estuve tentada de abrirle el pico a la fuerza y meterle
una mosca, pero pensé que tal vez la lastimara y se las dejé muy cerca por si
se animaba más tarde.
La
abuela me dio unas monedas para que me comprara golosinas cuando saliera con
mis amigas, y mi madre me regaló la falda nueva que había terminado de coser la
noche anterior. Era de pana fina, con un dibujo de rositas, y un cinturón hecho
con la misma tela. Calenté agua y me lavé con el jabón que ella hacía con el
aceite usado y la sosa cáustica. Luego me puse la falda, un suéter de espuma
azul oscuro que marcaba mis pechos, los zapatos de ante marrón y las medias
amarillo canario.
A
eso de las cinco, llegó mi padre del campo. Había cogido unas varas con sus
flores blancas del almendro. Me puse muy contenta porque mi padre nunca se
acordaba de la fecha de mi cumpleaños y porque, después de la golondrina, era
el segundo mejor regalo de cumpleaños que había recibido. Las metí en un jarrón
con agua y después fui a ver cómo estaba mi golondrina. Seguía en la misma
posición, con las moscas al lado del pico. No se movió cuando levanté el trapo
y puse la yema del dedo sobre su cuerpo para comprobar si respiraba. Estaba
caliente, pero sus ojos se veían turbios. La volví a tapar y me fui al patio a
esperar a mis amigas. Había una algarabía de pájaros. Entraban y salían de los
agujeros en el muro de adobe. Elegí una golondrina al azar. Imaginé que era la
madre de mi golondrina y que la estaba buscando con sus vuelos que cruzaban el
cielo azul y rojo. Me fijé en su cola, como unas tijeras abiertas, y tuve un
mal presentimiento.
Escuché
las voces de mis amigas en el zaguán cantándome el cumpleaños feliz. Salí a
recibir sus besos y la tarjeta de felicitación. Era muy bonita, con una ventana
que se abría, un pájaro en el alféizar y una chica con labios en forma de
corazón. Mi madre les ofreció unas hojuelas con miel. Cuando se las comieron,
fuimos a la tienda de los Corrucos y compré unas bolsas de pipas de girasol con
el dinero que me dio mi abuela y las compartí con ellas. A las siete
nos acercamos al guateque que había organizado «la Bicha». Pusieron música de
Los Bravos y del Dúo Dinámico en el tocadiscos. Bailé con un chico que me
gustaba y ese día dejé que se arrimara un poco.
Cuando
llegué a casa corrí a ver a mi golondrina. Estaba fría, con las patas tiesas y
las garras encogidas como si quisiera atrapar el aire. Me fui a la cama sin
cenar y estuve llorando mucho rato en silencio para que no me oyera mi abuela.
11/7/22
EL MEJOR AMIGO
Hoy
se me hizo un pellizquito en el bolsillo nada más salir de casa y fui regando
el paseo de migas de pan. La barrita iba entera cuando dejé atrás el parterre
de juguetes de colores donde hormigueaban las flores. Pero ya se sabe que las
cosas tienen vida propia y deciden actuar cuando les da la gana. Y la gana le
dio a mi pan cuando vio a aquellos gorriones picotear la nada de un suelo
estéril de tan limpio por el baldeo de la amanecida. El forro del abrigo
cuchicheó con la corteza y llegaron a un acuerdo. Se abrió un agujero, ni muy
grande, ni muy chico, para que cayera el maná conforme yo iba caminando.
No
me importaba alimentar a los pájaros, que me seguían como perrillos falderos.
De hecho me gustan mucho. Pero el pan iba destinado al perro de mi vecina Puri.
Les cuento. Esta mujer ha sometido al pobre animal a una dieta severísima. Dice
que está gordo y por eso se retrasa todo el rato durante el paseo. Ella no se
da cuenta, o no quiere, de que ve más bien poco y lo que cree que es torpeza de
carnes, es en realidad años apilados sobre los lomos de Vitorino, que así se
llama el perro. Tiene más reuma que ella. Va renqueando, con una cojera tan
grande y desoladora que un día de estos le mando hacer una plataforma con
ruedas para llevarlo. Puri, tira que
tira. Y como también está bastante sorda no escucha las quejas del pobre. Lo
peor es que Vitorino anda hambriento todo el día y comienza a ser peligroso. El
otro día, sin ir más lejos, como ya está medio ciego también, debió de
confundir mi tobillo con un hueso de vaca o algo así y me tiró un bocado. Menos
mal que la dentadura tampoco la tiene muy bien. Aun así, me tuvieron que poner
la antitetánica por si acaso.
El
pan se acabó en un periquete, así que me desvié de mi camino habitual y pasé
por la panadería donde Berta parloteaba con los cruasanes y las pistolas. Me
costó que me vendiera una. Le tiene cariño a su pan y siempre me pone reparos.
Hoy me han salido regular. Mejor comes sin pan, María Antonia, me dice. Pero
ante mi insistencia, no le queda otra que despedirse de una barra con un
suspiro de amiga del alma.
Desde
lejos he visto un bulto sin correa ni perro. Puri estaba sentada en el banco de
todos los días con un clínex desmigado y dolorido encerrado en su puño derecho.
Se nos ha ido, ha dicho nada más verme parada frente a ella. ¿Quién?, le he
preguntado a lo tonto. Ni me ha contestado a la pregunta. Y lo peor, ha seguido
ella con la voz rota por un llanto incipiente, es cómo ha sido. ¡Qué horror!,
¿cómo se le pudo ocurrir? ¡Qué disparate! ¿Dónde se ha visto un perro comiendo
geranios? Se ha deshidratado con la diarrea. Ahí se ha callado. O sea, he
deducido yo, que Vitorino se pasó a vegetariano para no morirse de hambre y las
flores lo han matado. A duras penas he podido controlar la risa. Risa nerviosa,
sí, pero risa a fin de cuentas. ¡Qué barbaridad!, he pensado, mientras me
cubría la boca con la barra de pan. ¿Qué haces?, me ha preguntado Puri. Las
penas con pan son menos penas. He comenzado a cortar con la mano, un trozo para
Puri, otro para mí, un trozo para mí, otro para Puri. Y entre bocado y bocado
el consabido no somos nadie. Antes de despedirnos hemos quedado en ir al día
siguiente al refugio «Tu mejor amigo» a por otro perro, o quizás perra para
variar. Esta vez la cuidaremos entre las
dos. Ya tengo el nombre pensado: Dulce María. Siempre me gustó para la niña que
no tuve.