Nos quedamos solas cuando
la tarde se pegó el tiro de gracia en el acantilado. Dije que no quería volver.
Unos metros más abajo se instaló definitivamente la negrura. Novilunio y las
estrellas sin lumbre para romper los diques de las bombillas de la feria del
pueblo. No se movía un beso de pluma de aire. Las dos achicadas por la guillotina
que cercenaba el tiempo y nos separaba.
El instituto me parecía
lejano y brumoso. Las aulas con sus alegrías y sus tristezas estampadas sin
tinta en las paredes. Aquel desgraciado asunto. Las burlas y el vídeo que los
años iban cubriendo con capas de olvido cada vez más gruesas. El recogimiento
de las cochinillas.
Los inicios del verano y
la pandilla refugiada en el gimnasio, sin ganas de botar un balón, ni colgarse
de unas espalderas para mostrar músculos. La cabeza de Mari Cruz echada sobre
mi regazo. Yo haciendo y deshaciendo trencitas con su pelo malva y ella chateando
en el móvil con Rubén, tirado en los bancos, a dos metros de distancia. ¡Mira,
tía, mira, tía, mira tía, qué fuerte, tú!, decía, todo lo agitada que le
permitía la desgana estacional. Hemos quedado esta noche. De esta noche no
pasa, anunció como otras veces había hecho a lo largo del curso. Y yo me
encogía de hombros mientras admiraba la perfección de sus pies rematados en
uñas pintadas de cielo y nubes.
Tan lejano el instituto.
Tan lejana la infancia.
La madre de Mara daba
cursos de buceo. Mi padre dijo lo de otras veces, que había que probarlo todo.
Una forma de quitarse el traje de vendedor de seguros, de señor formal con
mujer e hija. Él se apuntó y yo lo acompañé. Rocío se presentó como la madre
soltera de una hija mulata de pelo rizado negro azulón y ojos verdes. Lo
llevaba con orgullo y hacía ostentación ante los desconocidos de que fue por
elección propia, nada de tropiezos y abandonos. La hija ayudaba a la madre en
la preparación de los equipos. Los tanques de oxígeno, las máscaras, los tubos
y los trajes de neopreno se distribuían por doquier en La cueva.
La primera inmersión fue
un tajo seco con la tierra. Silencio y borboteos. Cuerpos libres en líquido
amniótico marino. El principio de todo. Un descubrimiento. Había otro mundo,
como hebras flotando ligeras: el pelo de Mara. Mara y el mar. Pasaron unos
segundos que dijeron hora. Y subimos a la realidad del vozarrón de papá,
encantado con la experiencia, a la risa de pájaro de Rocío, a las paletas blanquísimas
y separadas que dejaba ver la sonrisa de Mara.
Nos hicimos inseparables.
Me enseñó las grutas del Roquedal y pasamos tardes de helados derretidos y
sabores mezclados, puentes de chicles de boca a boca que íbamos recogiendo con
los dientes. Me hice asidua a la casa de Rocío, a sus bocadillos de cualquier
cosa que encontrara en el frigorífico. A las cenas con olor a sal y sabor a
atún a la puerta del negocio de submarinismo. Y mis padres encantados de perder
de vista a la pesada de todos los años, protestando en cada pueblo de los alrededores
que tanto les gustaba visitar.
Último día de vacaciones.
El tiempo había volado ligero, ligero y audaz hacia la despedida.
El cielo estalla en
racimos de lágrimas blancas, árboles y arbustos de colores, centellas de largas
colas y espirales locas. Entre los silbidos y las tracas, llegan risas
dispersas de infancia. Mis padres estarán en la playa, disfrutando del
espectáculo. Tal vez asome en su ánimo una esquirla de adelanto de la nostalgia.
Sin hablar, nos
levantamos y comenzamos a andar la una al lado de la otra en dirección al gentío
que jalea los fuegos artificiales. Vamos tristes. A medio camino enlazamos
nuestras manos. Y unos metros antes de llegar, nos besamos detrás de la roca
donde se cocinan los amores de verano. Después los dedos se van desligando. Los
meñiques resisten el último tirón. A Mara se la comen las sombras de camino a
La cueva. Yo sigo en la vereda de las estrellas falsas que rabian de luz en la
noche cerrada.
De un relato que comienza con un "Nos quedamos solas, cuando la tarde se pegó el tiro de gracia..." se podría pensar en una originalidad de la escritora. Salvo que se la haya seguido a lo largo de su andadura como tal y te sientas atrapada por una bella historia de amor, que se intuye breve, de gestos y silencios, hilvanados con palabras que a esta lectora la dejan el sabor triste de lo inconcluso.
ResponderEliminarUn placer continente y contenido
Gracias.
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