Cuando Susan me sacó de allí no sentí nada. Quizás
algo de irritación. Sólo eso. Ahora me paseo por las calles y mis pies no tocan
la rugosidad de una rama, ni el cosquilleo de las hojas. Tampoco el asfalto, ni
las aceras. Mis pies vestidos. Mi pecho abrigado, mis rodillas cubiertas. Mis
cicatrices ocultas por ropas suaves. Y sin embargo aún duelen como si un puñado
de brasas se hubiera quedado a vivir bajo la piel, anidado ahí para siempre.
Todavía huele a pelo chamuscado, a pesar
del queso fundido sobre la hamburguesa. Huele a orfandad en mis pesadillas.
Levanto la cabeza y miro al cielo, tan azul, tan limpio. Quizá pase una bandada
de pájaros. El ruido de un motor se mezcla con los alaridos, con el fogonazo
abrasador. Arde el universo entero. Siento la ropa pegada a la piel. Y sobre
todo el olor, ese olor a carne quemada que llevo dentro donde quiera que vaya.
Mi propio olor.
Amanece. Entra Susan en mi habitación y me
acaricia mientras me promete que llegará un día con olor a lluvia y sabor a
chocolate. Llegará la noche blanca, sin pesadillas. Duermo.
Duro, sin concesiones. Una película real de terror y un futuro con esperanza.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias por pasarte y comentar, José Antonio.
ResponderEliminarPar de abrazos.
Mira. Ha transcurrido mucho tiempo siguiendote. Y en ocasiones, como ahora y hace un momento, leyendo otra de tus joyas, dudo que poner debajo de cada una de ellas porque pienso que te he dicho todo lo que puedo decirte de estas historias que me emocionan y ante las que no dejo de preguntarme de que parte de tu cabeza y de tu corazon salen, dejandome con esa sensación de que cualquier emoción que te traslade es una repetición que va perdiendo fuerza al repetirtela.
ResponderEliminarQué bien escribes! Y que contenidos encuentras siempre para no dejar indiferentes a tus lrctores.
Un abrazo agradecido
Un abrazo grande para ti querida Cora.
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