Cuando Susan me sacó de allí no sentí nada. Quizás
algo de irritación. Sólo eso. Ahora me paseo por las calles y mis pies no tocan
la rugosidad de una rama, ni el cosquilleo de las hojas. Tampoco el asfalto, ni
las aceras. Mis pies vestidos. Mi pecho abrigado, mis rodillas cubiertas. Mis
cicatrices ocultas por ropas suaves. Y sin embargo aún duelen como si un puñado
de brasas se hubiera quedado a vivir bajo la piel, anidado ahí para siempre.
Todavía huele a pelo chamuscado, a pesar
del queso fundido sobre la hamburguesa. Huele a orfandad en mis pesadillas.
Levanto la cabeza y miro al cielo, tan azul, tan limpio. Quizá pase una bandada
de pájaros. El ruido de un motor se mezcla con los alaridos, con el fogonazo
abrasador. Arde el universo entero. Siento la ropa pegada a la piel. Y sobre
todo el olor, ese olor a carne quemada que llevo dentro donde quiera que vaya.
Mi propio olor.
Amanece. Entra Susan en mi habitación y me
acaricia mientras me promete que llegará un día con olor a lluvia y sabor a
chocolate. Llegará la noche blanca, sin pesadillas. Duermo.