Se puede decir que somos
los últimos de una estirpe. En concreto la tuya, Bicho, nació y morirá contigo.
Mejor. La de mi familia viene de lejos.
No toda está recogida en fotografías y legajos. Una vergüenza a nada que eches
la vista atrás. Guerras, saqueos, quebrantahuesos terrenales para exprimir las
entrañas de este planeta que reverbera y duele verlo ahora de tan bonito y sano
como está. ¡Qué culpa vas a tener tú de lo que pasó! No
te me pongas de morros. Yo te acepto igual, ya lo sabes. Aquella lava blanca y
sedienta la trajimos nosotros. Se arrastraba por la tierra reseca, entraba en
sus grietas, buscaba vida. Agua. ¡Ja!, agua. Se pagaba a precio de oro. Y aquel
ejército se colaba por las rendijas de nuestras puertas, encontraba los
aljibes, los pozos y los veneros y los secaba. Más de un pellejo humano vi
tirado en el suelo sin sustancia alguna, pues hasta la sangre llegaron a
beberse. Los jóvenes, Bicho, ellos, que llevaban tiempo encerrados día y noche
buscando soluciones a nuestros problemas, se organizaron y pulverizaron la
invasión con manguerazos de una sustancia corrosiva. Muy corrosiva, sí, lo sé
Bicho. Pero tú te salvaste; en realidad fue cosa mía. Verte escurrir debajo de
la puerta casi me mata de un infarto. Me preparaba para arrearte un escobazo
cuando te plantaste delante de mí, temblando como un copo de nieve a punto de
desprenderse del alero de la casa un día de Navidad, y no pude liquidarte. Pero
eso ya lo sabes. Como sabes también que he compartido contigo todo lo bueno y
malo de esta vida. Oculto, eso sí, porque una no sabía si mis amigas, que
venían a casa a jugar todos los jueves al cinquillo y a merendar chocolate con
churros, lo entenderían. Tenía que esconderte en el sótano hasta que se iban.
Has conocido la Tierra renacida en todo su esplendor. El cielo soleado, el gris
y negro con sus aguaceros y sus tormentas; los castaños dorados, las petunias
en el jardín… ¿Te acuerdas cuando te dio por comer setas venenosas? Casi te
mueres. Pero, hijo, eres tan tóxico que ni eso te mató. Hemos sido felices los
dos a nuestra manera ¿verdad, Bicho? No
te me pongas sentimental ahora. Nos queda poco tiempo para desperdiciarlo en
llantos. ¿O no? ¿Por qué me miras así? Yo tengo noventa años. Tú… ¡Pero qué
tonta! Tú no tienes edad. Siempre te veo igual. No has degenerado nada de nada.
¡Con lo bien que te he cuidado, mira qué lustroso estás! O sea que yo me voy y
tú te quedas. ¿Cómo que no? ¡Ah, de ninguna manera te voy a meter en ese
líquido desintegrador! Que no quieres vivir sin mí, que a ver quién te cuidará
cuando yo no esté. Seguro que tú solo te las arreglarás de maravilla. ¡Bueno,
bueno!, déjate de mimos. Haz lo que te dé la gana. Que sí, que yo también te
quiero, Bicho.
El amor no tiene límites. Un saludo
ResponderEliminarAsí es, Susana.
ResponderEliminarPar de abrazos.