29/10/17

MIEDO




 
Tomada de la red.
Recuerdo que pasaba la víspera de los Difuntos, intentando convencer a mi madre para que me dejara ir al cementerio. Al final daba su permiso, con la promesa de que mi hermana no me asomaría al osario, ni yo se lo pediría.
Conforme avanzaba la mañana, el aire se iba cargando de olor a flores de cempasúchil, y a las cinco de la tarde todo el pueblo respiraba a muerto. Mamá me vestía de domingo y, con una nueva recomendación a mi hermana, nos despedía desde la puerta de casa.
Íbamos tres o cuatro, yo la última, ignorada por las demás que no veían con buenos ojos que las acompañara. Bajábamos hacia la plaza de la Iglesia donde estaban los puestos de fruta, calaveritas de dulce y juguetes para los niños.
Al pasar por el muro derruido del antiguo cementerio, apretaba el paso y me cogía de la mano de mi hermana. Ella se soltaba con un: «¡quita, déjame en paz!, si tienes miedo no haber venido». Yo ahogaba un brote de llanto y seguía caminando, ahora a su lado, dejando el lugar de la cola para otra, pues estaba convencida de que si un  alma del Purgatorio salía de aquellas tumbas hundidas por el tiempo, atraparía a la última. La calle se llenaba con una comitiva de mujeres llevando coronas y ramos de flores, pero mi hermana y sus amigas, preferían el atajo: un camino de tierra que bordeaba el cerro. Tirábamos por allí y poco a poco volvía a mi condición de carga, descolgada de sus conversaciones. A mi soledad,  acudían las camisas de serpiente que mis primos bajaban de la loma enrolladas en palos. También el llanto a gritos de la hermana del chico, que puso fin a las peleas con el padre, colgándose de una higuera. Cerca de la verja del cementerio, iba con el ánimo traspasado de pena y era entonces cuando iniciaba bajito una cancioncilla que me acompañaba hasta la entrada.

Los muertos nuevos se distinguían de los antiguos, porque mientras a los primeros los acompañaban las lágrimas de las mujeres, a los segundos, nadie los lloraba. En los enterramientos recientes, todo era brillo de cal y pintura, el resto tenía las  tumbas con las cruces torcidas y las lápidas amarillentas y rotas. Mi hermana y sus amigas, recorrían los caminos parándose a leer los epitafios y las fechas. A mí sólo me interesaba ella. En un nicho de mármol, dentro de un marco ovalado, me miraba con su cara de niña vieja. Me quedaba un rato imaginando de qué habría muerto. Algo terrible, seguro, me decía, pues sólo la violencia podía acortar tanto una vida. Después iba a buscar otra vez a mi hermana y a sus amigas, sabiendo dónde encontrarlas. En un rincón, aprovechando los muros exteriores, dos paredes cerraban un rectángulo y, alrededor de éste, cuerpos apiñados se alzaban sobre las puntas de los pies. Me acercaba, intentando mirar dentro, pero era demasiado pequeña y, ni saltando, conseguía ver el cráneo ni las tibias que los niños señalaban. Entonces, agarraba el pico del vestido de mi hermana y tiraba de él con fuerza. «Asómame», le pedía. Y ella que no, que lo había prometido a mamá. Y yo que sí, que nunca se lo diría. «Sólo un poquito», insistía. Al final me agarraba de las piernas, empinándome lo justo para que pudiera asomar los ojos, y me bajaba enseguida. Yo solo veía trozos de ladrillos y piedras, ninguna calavera. La tarde estaba cayendo y se oía la puerta chirriar con cada vivo que abandonaba a su muerto. Entonces el enterrador nos ordenaba que saliéramos. No había tiempo para volver a levantarme en brazos.
Dejábamos atrás los cipreses con sus frutos cuyas mitades parecían calaveras, y volvíamos esta vez por la carretera, entrando en la calle principal. El cielo estaba violeta y rojo. Se iba el día y los primeros faroles comenzaban a encenderse en aquel pueblo olvidado de México. 

Mamá nos interrogaba nada más entrar en casa, y nosotras le asegurábamos que no habíamos roto la promesa. Cenaba en silencio, sin entrar en el juego de otras noches con mi hermana, temiendo la oscuridad. Y cuando la casa dormía, yo esperaba con los ojos muy abiertos a que saliera de su nicho y, atravesando la puerta de hierro, avanzara hasta el pueblo, calle arriba, ahuyentando el ladrido de los perros, y ya en mi habitación, me cogiera para llevarme con ella. Al primer sollozo de la madera, o con el primer bocado de la carcoma, llamaba, primero a mi hermana, que dormía conmigo, más tarde, cuando la presencia se hacía realidad en los roces de la cama, a mi madre. Y ella venía descalza y regañaba a su hija mayor, que no cuidaba de la pequeña; luego me abrazaba, y yo entraba en el sueño con un regusto amargo de fracaso, mientras me decía que la siguiente vez seguro que conseguiría doblegar al miedo.

4/10/17

FRACTURA

Tomada de la red.

La luz que entra.
La luz.
Los niños espían anhelantes,
dentro de la oscuridad del armario.
Los niños, ¡ay los niños!
Todo sea por los niños.
Papá y mamá lo intentan con arrumacos.
Sobre la cama blandita,
con cabecero de níquel y dosel de bandera.

La luz que entra laminada y lechosa.
La luz con pispirris de café amargo.
Mamá se enreda en un sudario de sábana.
Papá llora decepción, enrocado.
Visten sus lutos y se alejan.
Cierran los ojos los hermanos,
juegan a quererse a mordiscos y besos ensangrentados.

La luz que entra laminada y lechosa.
La luz que agoniza y se cuela por las rendijas de la ventana.
Las porras golpean los postigos y las puertas.
Papá y mamá deambulan como fantasmas asustados
en el silencio ofuscado de la casa.