30/7/17

MODORRA

 
Tomada de la red.
Aquel veraneo comenzó con «La barbacoa» sonando a todo volumen en la radio del coche de mis padres, y se cerró con la aparición del cadáver, la reyerta en la playa y la detención que llenó el calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil, donde se reavivó la trifulca y tuvieron que mandarlos a todos a sus casas.
     Mis padres no se resignaban a dejarme crecer. Y aunque yo me rebelaba y daba muestras claras de que les iba a amargar el verano, hasta una edad tardía me arrastraron con ellos a aquel pueblo de la costa donde el mayor aliciente para el Rata, el Comadreja, el Escuerzo y yo, era incordiar a los mayores. Mientras los demás le daban conversación a una familia, uno abría la bolsa y se llevaba los bocadillos. Luego nos escondíamos detrás de las rocas para reírnos de la exasperación de los padres y de sus niños llorones, que reclamaban la comida a gritos. Otras veces cogíamos cangrejos y los soltábamos cerca de los cuerpos que se achicharraban al sol, con una visera de marinero o una pamela de paja y lazo de colores anudado debajo de la barbilla. En cuanto los veían, se levantaban lo más deprisa que sus tripas cerveceras y otros estragos provocados por la edad les permitían y, toallas en mano, les sacudían a los pobres bichos que huían o quedaban sepultados por la arena.
     Pero lo que más nos gustaba era, después de cenar, escabullirnos para ir a tirarnos de cabeza, de pies, o abrazándonos las piernas, con las manos entrelazadas debajo de las rodillas, muy cerca del acantilado de los Suicidas, sin más luz que el camino que se abría en la superficie del agua cuando había luna llena. Si estaba en cuarto menguante, o, peor aún, en novilunio, era un reto tirarse sin más guía que los reflejos de las luces del pueblo. Escuchábamos el batir de las olas allí abajo y nos acobardábamos. Aquella noche se lanzó el Escuerzo, espoleado por un coro de ¡gallina, gallina! Escuchamos el plof, y después de un breve silencio, lo oímos gritar y corrimos entre las rocas hasta llegar  al borde del mar. Él ya nos esperaba fuera del agua, sin resuello.
    He tocado algo ahí abajo— dijo entre castañeo de dientes.
    ¿Qué?— preguntó el Comadreja con su mal tono de siempre.
    Algo. ¡Yo qué sé tío!
    Serán algas, o un trozo de madera ¿no?— terció el Rata— ¿Tú qué opinas, Lobezno?
    No sé. Cualquier cosa— dije yo. Me encogí de hombros y di media vuelta, en dirección al pueblo.
    Parecía un brazo— siguió el Escuerzo, sin dejar de mirar hacia atrás mientras nos alejábamos—. Pero más duro.
    ¡Déjalo ya!— se enfadó el Comadreja. Y el resto del camino lo hicimos callados.
     No lo dejó. Se lo contó, entre hipidos, a sus padres y estos lo notificaron, por si acaso, sólo por tranquilizar al niño, a la Guardia Civil. Mandaron a un equipo de buceo y el Escuerzo les indicó dónde había tocado aquello que era un brazo pero más duro.
     Era la muerta más guapa de toda mi vida. Había visto a la niña de los Romero y a Rosalía la Dolorosa y las dos parecían figuras de cera. Ninguna como aquella. Más que un cadáver, era un fósil. Toda ella endurecida y conservada como si hubiese estado en salmuera. Sin ropa, enseguida la cubrieron con una sábana antes de que llegara la juez a levantar el cadáver. Soledad, así se llamaba. Era de la familia de los Garrido, en pugna con los Barrancos por una cuestión de lindes de tierras.
     Ese día no nos separamos de los mayores, que hacían corrillos en la playa y se acercaban al lugar de donde la habían sacado, para comentar el hallazgo de la joven. Así nos enteramos de que llevaba tiempo desaparecida y de que su familia recelaba de uno de los hijos de los Barrancos. Aquello era un culebrón como los que veía mi madre en la televisión, todas las tardes de invierno mientras hacía jerséis de lana y tapetes de ganchillo. El joven se llamaba Emilio, quería a Soledad y Soledad quería a Emilio. Romeo y Julieta modernos, dijo mi padre que se las daba de intelectual.
    ¡Criatura!— suspiraba un bañista.
    ¡Pobrecilla!— se apiadaba la niña de los Olmedo.
    Dicen que estuvo dentro de una gruta— aportaba una vecina de los Garrido—, y que se conservó tan bien por no sé qué de las condiciones físicas.
    ¡Anda ya! ¡Si la encontraron fuera, enganchada en una rama o algo así!— terció otra vecina del lugar.
    La sacaría una corriente— insistió la primera.
    ¡Qué corriente ni qué leches!— dijo la segunda en tono despectivo.
     Todo parecía augurar una pelea entre las dos cuando los gritos y llantos llamaron nuestra atención.
     Unos metros más lejos, los Garrido y los Barrancos se enfrentaban. Emilio, navaja en mano, le gritaba al padre de Soledad que todo había sido por su culpa, que él había matado a la hija por no dejarlos en paz, mientras intentaba rajarle algo más que la camisa.
      Alguien avisó a la Guardia Civil. Entre tanto, algunos valientes (más o menos diez hombres), redujeron a Emilio y consiguieron abrir una brecha entre las dos familias.
     A nuestro pesar, nos fuimos del pueblo a la mañana siguiente. De lo que ocurrió en los días posteriores me enteré por mi madre quien, para saciar su curiosidad, llamó a la dueña de la pensión donde nos habíamos alojado. Por ella supe que el cadáver de Soledad se descompuso rápidamente por lo que agilizaron la práctica de la autopsia. Determinaron que había muerto ahogada y entregaron el cuerpo, o lo que quedaba de él, a la familia, que se apresuró a enterrarla ese mismo día.
     En el silencio de la siesta del verano moribundo, tumbado sobre mi cama, imaginaba a Emilio depositando un ramo de flores en la tumba de Soledad, a la caída de la tarde. Y sufría ataques de melancolía.

    
    

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