Me levanto al amanecer.
Limpio, pongo el lavavajillas, la lavadora, plancho y cocino. Luego quito la
lazada al delantal y lo cuelgo en la percha de la cocina. Elijo la ropa y me
visto. Todo preparado con sumo cuidado. Observo la puerta de mi vecino a través
de la mirilla. A las siete en punto la abre, sale y echa el cierre. Yo hago lo
mismo. Buenos días, Manuel. Buenos días, Antón. Nos saludamos. Suelo quedarme a
su lado hasta que llega el ascensor. Entonces me coloco detrás de él, cierro
los ojos y aspiro el olor de su cuerpo, en un instante de plenitud. Mientras
bajamos, juega con las llaves del coche, carraspea, levanta los ojos al techo, se
rasca el mentón, pero nunca me mira. Excepto hoy. Al llegar al bajo, me ha
obsequiado con la mejor de sus sonrisas y se han cruzado nuestras miradas. La
mía lleva con orgullo el fruto de la pasión. La suya, el indicio de una
promesa.
qué bien juegas con la ambigüedad en el principio. Y con la esperanza, al final. Lo que no se debe perder nunca.
ResponderEliminarAbrazos
Agradecida quedo, querida Elena.
ResponderEliminarAbrazos flojitos por la calor.
Pero flojitos que hay que ver lo que se suda en Valencia, hija.
ResponderEliminarBesicos
En Valencia debe ser lo más grande, con el calor húmedo pegado a la chepa.
ResponderEliminarTe mando un soplo de aire fresquito.