Tomada de la red. |
Podía haber
elegido el avión. Pero para ella el tren era la mejor manera de viajar. Sacó un
billete de ida. No sabía cuánto iba a estar en aquella casa que una vez fue
suya y que era un recuerdo de mil prismas. Porque a Solange le gustaba
renovarlo todo con frecuencia. Paredes que cambiaba de colores a menudo.
Cortinas y colchas que transformaba en la vieja máquina de coser, heredada de
la abuela. Muebles que repintaba o vendía para comprar otros en los mercadillos
de la capital. Lámparas y apliques que aparecían y desaparecían como por arte
de magia. Y una niña a la que le asustaba no reconocer su habitación cuando
volvía del colegio, cada vez que a su mamá le entraba la pulsión del cambio.
Lloraba al no encontrar a su lobo feroz de felpa. El mismo que Solange había
hecho para la hija. Le costaba encariñarse con el lagarto que lo había
sustituido. La mamá decía que Esperanza tenía rabietas. Que no sabía apreciar
lo que ella le daba. Pero que acabaría gustándole. ¿A quién no le puede agradar
tener cosas diferentes cada cierto tiempo?, se preguntaba. Solange cambiaba las
cosas pero no podía cambiar lo que ella era.
Esperanza guarda el bocadillo que
acaba de comprar en el bar de la estación en el bolso y sube al tren. Frente a
ella se sientan dos chicos de risa fácil. Se hablan al oído y sueltan
carcajadas insolentes. Visten camisetas salpicadas de colores, con la manga a
la sisa y pantalones verdes muy cortos y deshilachados. Ella habría preferido
viajar sola para poner en orden su revoltijo interior. No fue fácil aceptar la
marcha de su padre, con quien le unía no solo el amor filial, también la
incapacidad de ambos para captar la atención de Solange.
Mientras el tren culebrea por campos
amarillos y borrachos de luz y sol, recuerda el rencor que la envenenó por
dentro y la lanzó a una guerra continuada con la madre. Gritos, llantos,
portazos y un dolor rebobinado una y otra vez, que convirtió la casa cambiante
en un lugar imposible de habitar. Rememora la noche en vela, después de una
bronca, madre e hija frente a frente, en la mesa de la cocina, y su decisión
inamovible de escapar de aquella pesadilla. Cómo metió cuatro cosas en una
bolsa de viaje y salió por la ventana de su habitación sin despedirse siquiera.
Supo camuflarse muy bien entre el
gentío de la ciudad, viviendo de cualquier manera, en habitaciones compartidas
y no siempre con buena compañía. Pero tenía claro que no iba a volver con su
madre y estuvo dispuesta a pasar por situaciones y a hacer cosas de las que no
se siente muy orgullosa.
Solange denunció su desaparición y
la buscó durante mucho tiempo. Viajó a la capital y pegó ella misma carteles
con la fotografía de la hija. Esperanza sabe todo esto por Maira que rescató a
su madre del frío y la desesperación una noche de nieve intensa con lluvia de
lágrimas. La invitó a su casa. Le sirvió una sopa y le calentó las manos,
dentro de las suyas. Maira y Solange. Cuando alguien les pregunta, ellas dicen
que llevan toda la vida juntas. Pero Esperanza cree que Solange nunca la
perdonó. O tal vez sí. Se acobardó y un día tras otro, un año tras año, pospuso
el momento de llamarla, de ir a verla. Todo lo que sabe la hija es a través de
Maira. La conoció cuando quedaron una tarde de principios de primavera con
lluvia, sol y arco iris en la plaza de Las Acacias, después de que Maira la
encontrara a través de Internet. Y desde ese día no han dejado de estar en
contacto. Su madre escuchaba lo que Maira le contaba de la hija y le hacía
preguntas sobre ella. Y temblaba de emoción, como hoja movida por el viento,
ante la promesa de Maira de que la hija pronto se decidiría y volvería a verla.
Los chicos enlazan los dedos de sus
manos, se besan, separan sus cabezas y la miran con un brillo de orgullo en los
ojos. Son felices, decide Esperanza. Y siente una punzada de envidia en el
pecho. No es que ella sea desgraciada, pero su felicidad no es el restallido
del rayo que ilumina y prende un campo de amapolas. Lo suyo es la cotidianidad,
el bienestar sin sobresaltos al lado de Fran y Lucía. Aunque ella supo lo que
era la pasión y la alegría que desborda y embelesa los días y las noches. Todo
tiene su tiempo. Todo su límite. Sonríe a los jóvenes y ellos le devuelven la
sonrisa. Consulta el reloj: es hora de comer. Saca el bocadillo, lo
desenvuelve. Ellos la miran. De repente han recordado que no se vive solo de
besos. Tienen hambre y nada que llevarse a la boca. Esperanza corta con las
manos dos trozos y se los ofrece. Comen los tres en silencio. El tren hace una
parada breve. La siguiente será la de ella. Se pregunta si estará Maira
esperándola en la estación. Lo ha dado por hecho, sin pensar que la enfermedad
de mamá Solange tal vez la mantenga prendida a su lado. Debería haber llamado a
Beni hijo, el taxista. Hay tantas cosas que debería haber hecho, se dice. El
primer paso ya está dado. Abrazará a su madre, le contará todo sobre ella. Y si
la vida le alcanza, volverá con Fran y la niña, para que los conozca, para que pueda
alegrarse y demorarse en juegos y risas con su nieta antes de la última
despedida.
La dureza de lo no aceptado, gracias que ya parece que algo cambia. Como siempre, tus letras hacen que sea una lectura que se disfruta.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Mil gracias, Nina.
ResponderEliminarPar de abrazos.
Qué gusto siempre leerte, Lola.
ResponderEliminarBesos.
Gracias, mi niño.
ResponderEliminarUn abrazo inmenso.
Este no lo había leído todavía. Pero me ha encantado. Siempre sabes dar en el clavo de los sentimientos y de las situaciones complicadas.
ResponderEliminarMuchos abrazos
Mil gracias, Elena. Me alegro de que te haya gustado.
ResponderEliminarAbrazos, mil.