26/6/17

ROJO PÁLIDO, CASI ROSA


Tomada de la red.


Las veo al atardecer, en bandadas. Las grullas vuelven siempre, majestuosas, a la laguna. Yo también he regresado, atraída por la evocación de aquel verano. Abrir un álbum tan antiguo que sus pastas se quejen ante la violación de la mano que descubre sus secretos. Y dentro, en sepia resquebrajada, los dos frente al agua gris perla, con las grullas a nuestra espalda volando.
     La abuela Raquel tenía una casa grande cerca de la laguna. Siempre llena de gente que entraba y salía durante todos los meses del año: aves migratorias que recalaban para hacer un alto en el camino, descansar del ajetreo de las ciudades, buscar el bálsamo que calmara heridas recientes, o vivir unos días de besos y caricias.
      Conocí a mi primo Ramón en esa casa, cuando mamá me llevó buscando una tregua en la guerra diaria que mantenía con mi padre. Se echó en la hamaca que había en la parte de atrás de la casa y en los días que pasamos allí apenas se levantó.
     Yo escuchaba las conversaciones a medio gas de las mujeres, cuando se sentaban al atardecer en las mecedoras frente a la laguna. Bebían limonada, té, y algo más fuerte que les ponía la risa fácil al anochecer. Hablaban de hombres. De lo que les hacían o les dejaban de hacer. Yo me ovillaba en cualquier lado y ni se enteraban de mi presencia.
     Una de aquellas tardes un coche paró en el camino de la entrada. De él se bajaron una señora con aspecto agotado y un chico desgarbado y huesudo, más o menos de mi edad. La abuela salió apresurada a recibirlos. Este es tu primo Ramón, dijo, descubriéndome una parte de la familia de la que hasta el momento no había tenido noticia. Mi madre tampoco entró en explicaciones. Me despachó con un ¡ah, esos!, son de parte de tu padre, yo no tengo nada que ver con ellos.
     Mi primo y yo nos hicimos inseparables. Íbamos a primeras horas de la mañana, después del desayuno, con palos y el cazamariposas hasta la orilla de la laguna y lo metíamos en el agua hasta donde nos alcanzaba el brazo, luego lo sacábamos con algunas especies minúsculas moviéndose entre el fango. ¡Bichos!, gritábamos. Nos quedábamos mirándolos sin parpadear hasta que el líquido había escurrido tanto que sólo quedaba aquel barrillo que poco a poco iba ahogando cualquier signo de vida.
     Algunas veces Ramón caminaba, yo detrás, hasta los campos de azafrán donde los hombres sembraban los bulbos en las zanjas. Iban agachados y mi primo se unía al duro trabajo, yo detrás, como si estuviera cumpliendo una penitencia. Pero enseguida se cansaba y se iba, yo detrás, lloriqueando y con una mano en la cintura. De espaldas, parecía una chica.
     Mientras cenábamos, la madre de Ramón nos sometía a un interrogatorio. Qué habéis hecho, dónde habéis estado, con quién... Él le hablaba siempre de la siembra del azafrán y de lo mucho que le gustaba el trabajo. Su madre sonreía mientras repetía: Como un hombre, como un hombre.
      Si a mí se me ocurría meter los pies en la laguna, Ramón me seguía y los dos chapoteábamos y reíamos hasta hartarnos. Si él quería cazar un pato, yo lo seguía, los dos armados con un palo, aunque al final lo único que golpeábamos era el agua.
     Por eso y porque pensé que me quería de igual forma que yo a él, aquella tarde acerqué mi cara, los labios fruncidos y los ojos entornados, con la intención de besarlo.
—¿Qué haces?— me preguntó, esquivándome.
—Creí que me querías...— balbuceé yo.
—Y te quiero, tonta. Tú eres mi alma gemela. Soy como tú, como tú...—y levantó la cabeza con orgullo.
      Esa noche cenamos en silencio. Ramón no habló de los campos de azafrán a su madre y ella tampoco hizo preguntas. Mi madre salió de su letargo y volvieron las malas caras. Mi padre había venido a recogernos.
     Por la mañana, antes de subirnos al coche, mi padre sacó la cámara y nos hizo aquella fotografía, cuando Ramón aún era un chico y yo soñaba con casarnos y vivir para siempre frente a la laguna.

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