Caminaba
todas las tardes con un nido de gracia en el hueco de sus caderas. El
cántaro de agua sobre el rodete de su cabeza y una nube de muchachos deseando
perderse en el calor de sus piernas. Morena, de pelo largo trenzado hasta la cintura,
la piel tostada por soles de años de vendimia, detenía a sus admiradores con el
poder de su mirada. Los domingos, tiznaba el contorno de sus ojos con un
carboncillo y dibujaba un corazón rojo en sus labios. Un suéter de cuello de
barco, falda de tubo, marcando un culo prieto y respingón, levantado sobre unos
tacones de aguja y un olor a canela la
acompañaban hasta el salón donde alternaba el baile con algún mozo que se le
apretaba, encendido, cuando tocaban un bolero, con el twist en solitario, descalza,
en el centro de un corro que la jaleaba mientras ella subía y bajaba,
arremangándose la estrechez de la falda, su cuerpo pequeño y sinuoso. Reía con
ganas, mostrando dos dientes grandes y separados que blanqueaban en los paseos
de las noches de verano, bajo un cielo azulón corrido de estrellas. «Pide un
deseo», le decía su acompañante. Y ella pedía un buen novio.
Aquella manera de mirarla a la cara y rodearle
la estrechez de su cintura trastornó su equilibrio y le fue minando la
seguridad, hasta dejar las riendas de su existencia en manos de aquel tratante
de ganado que se cruzó un día en su camino a la fuente. Achicó su alma en los
cuatro rincones de la casa a donde él la llevó, lejos de su familia, donde se
sentía en igualdad con sus hermanos. Un dedo, una mano, la flexibilidad de la
rodilla al caminar: poco a poco fue perdiendo la propiedad de su cuerpo. «Que
te cortes el pelo», ordenaba él, y ella se trasquilaba como las ovejas que él
acarreaba de los caminos. «Cúbrete las tetas bien, que no eres una puta», y
cruzaba una toquilla de lana sobre la hondura de su respiración. Arrastraba así
una caída que la llevó a no reconocerse en aquella mujer que le devolvía una
mirada turbia en el espejo. Días de luto, meses dentro de una mortaja de pasión
antigua, años desdibujándose, hasta moverse como una sombra de contornos
indefinidos a la que nadie miraba al pasar por la calle.
Lo trajo él. Dijo que necesitaba que le
ayudara a trasladar unas ovejas. Era alto, fuerte, miraba con pasión y trataba
con ternura a los animales. Dormía y comía en la casa, a la espera de que el
cielo se cerrara y pudieran mover el rebaño. Miradas de fuego y roces de seda,
y ella volvió a palpar un cuerpo y una risa arrebatados. «Pide un deseo», y en
las noches cargadas de agua, ella pedía a las estrellas ocultas por las nubes,
días interminables de lluvia. Y el campo siguió mojándose mientras alimentaba
un nuevo ser en su interior que iba creciendo y se hacía fuerte y hermoso. Un
día no necesitó más lluvias y pidió soles que secaron sus lágrimas. Entró de
nuevo, de la mano de aquel hombre, al camino de la vida.
Duro pero hermoso a la vez.
ResponderEliminarFelices días de sol y letras.
Suerte.
Mil gracias, Yolanda.
ResponderEliminarBuen día y buena cosecha de letras también para ti.