Para
María José. Por todo lo recorrido, por lo mucho que queda por recorrer.
Aunque
parezcan ajadas, en realidad dan fe de experiencia. Las limpia con frecuencia y
las nutre con crema para que las arrugas no se abran en grietas. Hace un tiempo
decidió darles un nombre oficial. Ese con el que de vez en cuando las llamaba.
Así que la de la derecha es Filomena como una vela y la de la izquierda Felisa
anda bien lista. Se las pone a diario, nada más canta el amanecer en el cielo.
Y sale al Paseo. No importa si el día revienta de gris lluvia o de luz solar.
Porque a esa hora el frío lo combate con gorros, bufandas y anorak y el calor
aún no ha caído a plomo sobre las aceras aún húmedas de riego. Comienza a andar
y ya está Felisa anda bien lista con el cordón desatado. Es díscola y no le
gusta que le anuden la lengüeta. Se sienta en un banco y se agacha para hacer
la lazada mientras, por lo bajini le vuelve a recriminar su egoísmo. Porque,
¿qué ocurriría si lo pisara? Podría caerse y romperse la crisma. Pero Felisa se
pone muy digna y ni contesta. «¡Claro, como eres una zapatilla no tienes
sentimientos!», le dice, sólo para hacerla saltar. Y lo consigue. «¿Ah, no?
¿Quién te libró de que patinaras en aquel barrizal, eh? Mi menda lirenda con
esta suela que tengo que se agarra al asfalto como una lapa. ¿Y quién te hizo
correr como una bala buscando refugio en el café de Pepón del aguacero del
domingo?» Mientras Dora abraza un lazo con la otra punta, le da la razón,
aunque puntualiza que Filomena como una vela también hizo lo suyo. Ahí no se da
cuenta y un día un señor con abrigo de mezclilla y sombrero a lo Bogart, una
joven con el ombligo al aire y un chicle de fresa en la boca, o una niña con un
calcetín comido por su sandalia y dos ojazos muy vivos detrás de unas gafas, le
preguntan si le pasa algo, si tiene algún problema y le pueden ayudar, o por
qué habla sola. Ella dice que no le pasa nada, les da las gracias y retoma el
paseo. Nadie tiene que saber que conversa con sus zapatillas. La tomarían por
loca.
Hace una semana, cuando recriminaba a
la díscola Felisa anda bien lista su manía de deshacer el abrazo de los
cordones, una vocecilla aguda como silbato, le dijo, mostrándole un pie derecho
dentro de una zapatilla con dibujos de osos: «Son unas pesadas. A mí me pasa lo
mismo con Enriqueta». Dora alzó la cabeza y se encontró con unos pelos de
pincho del color de las zanahorias, una cara de panecillo moteado de pecas y
una boquita roja como un fresón. Se llamaba Fita y había dejado atrás a su
abuela que la llevaba a la escuela. Cuando la alcanzó, Fita cruzó los labios
con un dedo rematado en una uña mordida y Dora hizo lo mismo. «No molestes a la
señora», dijo la abuela. «No me molesta», contestó. Y decidió acompañarlas un
trecho del camino. Hablaron de cosas triviales y por lo tanto importantes. A la
abuela le gustaba pellizcar la miga del pan y dejarlo hueco. Fita guardaba los
tirabuzones, que salían de los sacapuntas cuando afilaba los lápices de colores,
en una caja vacía de galletas. A Dora le encantaba chapotear en los charcos
pequeños, un chas, chas, que no llegaba a mojarle los pies por dentro.
Con el tiempo, dejaron que Fita fuera
a visitar a Dora a su casa y, mientras merendaban, hablaban con y de sus
zapatillas. Incluso las dejaban corretear por el piso. A veces pasaban algún
apuro cuando la abuela venía a buscar a la nieta, pues se escondían debajo de
la cama, dentro de un armario, detrás de una cortina y tenían que buscarlas, llamándolas
muy bajito. Porque la anciana no entendería que no supieran dónde habían dejado
el calzado. Ni que decir tiene que el día que la mamá de Fita decidió comprarle
otras zapatillas, llevó las viejas a casa de Dora que también tuvo que
desprenderse de las suyas. Juntas conviven en el zapatero. De vez en cuando se
las oye pelearse, o tirarse de puntera con la intención de darse una vuelta.
Tanto Dora como Fita, las dejan salir y charlan un rato con ellas. Pero siempre
cuando están solas.
Por estas fechas, querida Lola, siempre tengo la esperanza de que escribas algún relato para esa afortunada María José.
ResponderEliminarPorque su lectura consigue, como en este caso, trasladarme a un placentero lugar imaginario, tierno y conmovedor, donde todo se torna posible: las relaciones entre criaturas pequeñas y mayores, con esa complicidad y naturalidad que solo puede darle quien, como en ti, conviven un corazón muy sabio y un talento multicolor.
Gratitud.... de lectora.
Un placer recibir tus, siempre generosos, comentarios, querida Cora. La gratitud es también mía.
ResponderEliminarAbrazos grandes y pequeños.