En Navidad, nunca faltaban peladillas, turrones ni polvorones
en la mesa. Y aunque los Reyes Magos no lo traían todo, siempre me echaban
alguno de los regalos que había pedido en mi carta. Eso fue antes de que papá
se quedara en casa, sin trabajo ni horizonte de que lo tuviera, como decía
mamá. Después las cosas cambiaron. Estaba presente en el momento de mi
decepción, cuando desenvolvía el papel de payasos y me encontraba con un par de
calcetines, unos calzoncillos, o, como mucho, una caja de lápices de colores
que mamá me quitaba enseguida y guardaba para el colegio en un cajón de su
cómoda. ¿Ves? — decía papá, viendo mis lágrimas— ya te han dado otra vez el
cambiazo. Aseguraba que yo era un buen chico, que me merecía todo lo que había
pedido pero que otros niños, no tan buenos, me cambiaban los regalos. Mucha
envidia y mucha mala leche, eso es lo que hay, decía mientras me abrazaba.
A mamá no le
gustaba oírlo hablar así. No le digas esas cosas al niño que se las va a creer,
le recriminaba. Y luego me sonaba los mocos y me daba un mantecado para que me
conformara. Esos pobres niños africanos no tienen ni un mendrugo que comer. Tú
tienes suerte. A lo mejor los Reyes Magos les han dejado tus juguetes, decía
ella. Y yo sorbía los mocos y cabeceaba como dándole la razón. Pero yo odiaba a
los niños africanos que se llevaban mis juguetes.
Estaba en segundo
de Primaria cuando llegaron aquellos vecinos de rellano. Tenían un hijo de mi
edad y enseguida vinieron a casa a traérmelo para que lo distrajera. Era un
niño bobo, siempre con los calcetines limpios, los zapatos de espejo y la raya
en mitad de la cabeza, separando su pelo relamido. No me cayó bien. Pero mamá
se empeñó en que fuera amable con él, en que lo ayudara con los deberes. Mira,
Julito, que su papá es inspector de sanidad y siempre le dan merluzas en el
Mercado de Abastos. A ver si cae alguna. Yo hacía de tripas corazón, aunque
nunca vi una merluza en nuestra mesa. El caso fue que tuve que cargar con el
pánfilo del Arturito a todas horas, porque mi madre me calló la boca ante un
nuevo intento de rebelión diciéndome que a lo mejor nos caían unas gambas o
unos langostinos de esos que requisaba el padre por no cumplir alguna
normativa.
Unos días antes de
Reyes, veía la televisión con mi vecino en mi casa. No paraban de echar
anuncios de juguetes. ¡Me lo pido!, decía él a todo. No puedes, le aclaré en un
momento. ¿Por qué no?, dijo de mal humor. Porque los Reyes tienen que repartir,
no te vas a quedar tú con todo, le aseguré. Me quedaré con lo que me dé la gana
que para eso mi padre es inspector, me gritó. Nos peleamos y él se marchó muy enfadado.
Yo había sido el
más bueno de todos los niños buenos. Un campeón. Eso no me lo podían negar los
Reyes Magos. Aguantar a aquel pelmazo, era motivo más que suficiente para que
me trajeran lo que me había pedido frente al televisor la tarde de la riña. Una
Santa Fe. Sólo eso. Así que estaba convencido de que ese año harían una
excepción y no se la regalarían a los niños africanos.
La mañana del día
seis de enero ocurrió lo de otros años. En lugar de la Santa Fe, me encontré
con un papel de pelotas de colores envolviendo un par de calcetines y un jersey
que yo creía haber visto tejer a mi madre, pero que estaba claro que no podía
ser porque ella no era reina ni maga, ni nada de eso. Se me atragantaron las
lágrimas y el mantecado. Un amasijo en la garganta que a poco me ahoga. Papá no
estaba en casa porque había ido al pueblo, a ver si la tía Eulalia le pasaba
unos huevos para el roscón. Mamá se puso muy nerviosa y me arrastró a la casa
de los vecinos. El padre de Arturito me dio un guantazo en la espalda con la
mano abierta, y no sé si fue por eso o por lo que vi a los pies del Árbol de
Navidad, pero se me quitó el ahogo de golpe. La Santa Fe, MI SANTA FE, para el
bobo de su hijo. Así que papá tenía razón.
¿De quién es
eso?, fue lo primero que dijo mamá en cuanto me vio jugar en mi cuarto con la
máquina de tren. Mío, dije yo tranquilamente. ¿Cómo que tuyo? Yo no te he
comprado ese juguete. Y tu padre tampoco, de eso estoy segura. ¿No será el
regalo de Reyes de Arturito? Acabó la pregunta
con la voz entrecortada. Es mía,
aseguré mientras abrazaba la máquina contra mi pecho. Él me ha dado el
cambiazo. Mamá perdió los nervios. Ni recuerdo todo lo que dijo, ni podría
recordarlo aunque quisiera porque hablaba tan deprisa que sólo entendí palabras
sueltas como deshonra, ladrón, cabrón de tu padre y cosas así. En cuanto
apareció papá por la puerta, se enzarzaron en una pelea, durante la cual hubo
hasta huevos rotos. Mamá le echaba la culpa de todo y él se la echaba a ella.
Cuando me harté de oírlos me puse a jugar con mi Santa Fe. Fue un día
inolvidable. Después vino lo de la explicación de los Reyes Magos y, lo más
penoso, decidir qué iban a hacer con la máquina de tren. Por supuesto que ni me
escucharon cuando les supliqué a moco tendido, que me dejaran quedármela, que
la mantendría oculta en mi habitación y nunca la descubrirían los vecinos. Al
final optaron por deshacerse de la prueba del delito tirándola a la basura.
Estuve toda la noche asomado a la ventana, mirando la bolsa de plástico hasta
que se la llevó el camión de la basura.