En el número 262, sobre trenes, arte y literatura, de la revista Litoral, comparto espacio con Rosana Alonso y otros grandes escritores, pintores fotógrafos e ilustradores. Un lujo de letras e imágenes.
3/12/16
20/11/16
IMPRESIONISMO. RELATO GANADOR DE LA SEMANA EN WONDERLAND
Si queréis escuchar el relato, a partir del minuto 43:33, pinchad aquí
IMPRESIONISMO
Hasta que volvimos a
colgarla, estuvo de pie, en el suelo, contra los ladrillos del desván.
Suspirábamos, melancólicos, añorando sus colores azules y blancos, cómo
iluminaba el comedor, la alegría con la que nos sentábamos a la
mesa. Mi marido dijo que había sellado hasta el último poro, que no
había peligro de otro escape. Hemos pasado el día mirándola, colgada,
recta, de una alcayata. Es noche cerrada y la pintura se está
desangrando. No deja de caer agua de mar por una esquina.
A mí me llega a la barbilla. A la niña hace rato que no la oigo.
13/11/16
ENTREGA DEL SEGUNDO PREMIO DEL XI CERTAMEN LITERARIO CONVOCADO POR LA CADENA SER SUR MADRID
Fotografías tomadas de la red. |
Este viernes se entregaron los premios del XI Certamen Literario convocado por la Cadena Ser Sur Madrid.
Sería uno más sin mayor trascendencia para mí si no fuera porque este relato, que ganó el segundo premio, mete el dedo en la llaga abierta por aquellos que, con tal de llenar sus bolsillos, promueven guerras, las atizan y las alimentan sin el menor escrúpulo, matando con bombas, de frío, hambre y enfermedades a millones de inocentes.
Dedico este relato a todas las madres a las que la codicia de estos depredadores, les ha matado a algún hijo.
Con Raúl Clavero (a mi izquierda) ganador del certamen. |
EVITACIÓN
I
Falta
una hora para que amanezca. Se estira. Comprueba sus botas. Ajusta la correa
del casco. Carga con la mochila y el fusil. Comienza a caminar en la oscuridad,
ni el primero ni el último, siempre en medio. Marcos tose. El sargento mueve la
cabeza. Es por él que han salido de la seguridad de la trinchera. A campo
descubierto. Sin esperar al helicóptero. Marcos lleva días que escupe sangre.
Necesita llegar al hospital. Los terrones de tierra reseca se deshacen bajo las
suelas como pan tostado. Rony está atento al leve crujido de una rama bajo el
peso de la última ave nocturna. Se detiene. Nunca última, palabra maldita.
Borro esto, lo destierro de mi cabeza. Rony retoma la marcha. La claridad
comienza a dar sustancia a las cosas. Están en el huerto. Entre manzanos y
perales. Y una pequeña figura, translúcida al principio, toma consistencia,
alarga una mano morena, intenta coger una fruta. Un niño. Con hambre. No
alcanza, salta... ¡Pero no debo distraerme con estas cosas! Podría ser un error
fatal abandonar un solo segundo a Rony. Él sigue caminando detrás de Jimmy, su
amigo desde la infancia. Dejan atrás el huerto. Tierra en barbecho. ¡Ahí está,
a un paso de la bota! Le doy un empellón que casi lo tiro. Se desplaza hacia su
izquierda. Tal vez se sorprenda y busque de dónde vino ese golpe súbito, qué
aire se movió con tanta fuerza; o quizá el calor que lo obliga a limpiarse el
sudor que escurre del casco lo empuje a seguir adelante sin hacerse preguntas,
sin mirar siquiera a su derecha para descubrir la amenaza, la explosión que se
pospone, que se encontrará con la bota de otro soldado. Pero no será Rony. Él
no. A lo lejos comienzan a verse los tejados del pueblo.
El sol está alto cuando entran en la calle
principal. El calor desploma una cortina de sudor desde la frente, que chorrea
por los ojos, dificulta la visión y humedece la guerrera. Rony se detiene unos
segundos. Se seca la cara y el cuello, abre la cantimplora y bebe agua. No debe
quedarse atrás. Un soplo en el cogote lo hace girarse un momento. Se vuelve a
poner en marcha. Van desplegados para no ofrecer un blanco fácil, arrimados a
las paredes de las casas que parecen vacías. De vez en cuando, una mella en la
hilera de viviendas, ruinas que dejó el impacto de un obús. Marcos tose, le
lloran los ojos, camina encogido. Jimmy se vuelve hacia Rony, intenta sonreír.
Casi llegan al final. Casi atraviesan el pueblo. Y allí está, eligiendo blanco
desde el agujero irregular que una vez fue ventana. Ninguno lo ve. Siguen
avanzando. Saco mi espejito, juego con él y los rayos del sol hasta que uno de
ellos incide sobre la mira telescópica, arrancando un brillo delator. El
sargento da la voz de alarma. Todos buscan refugio en los chaflanes, detrás de
un árbol, ocultándose en las calles vecinas. Jimmy se desorienta, da unos pasos
hacia el centro. Está en mitad de la vía. Un disparo le pasa rozando. Se tira
al suelo. El silencio se quiebra con el fuego cruzado. Un minuto, tal vez dos.
Cesa. Se oye un escándalo de alas batiendo el aire, pájaros que huyen de los
árboles. Luego la quietud y el silencio. El sargento ordena con señas desde el
otro lado de la calle. Los que se hallan en la línea del francotirador se van
acercando a la casa, pegados a las paredes Un tirón mío de su brazo y Rony se queda
atrás, suben Jimmy y Robert primero. Bajan enseguida. ¡Despejado! Cargan con el
arma del muerto.
Cuando llegan a las afueras hacen un alto
entre las ruinas de lo que fue un granero. Se turnan para la vigilancia. Abren
latas y comen deprisa. Cerca pasa el río. Cualquier cosa, darían cualquier cosa
por poder refrescarse. Pesa tanto el calor que olvidan lo que ocurrió con la
compañía B, cómo fueron sorprendidos bañándose unos kilómetros más arriba y el
agua se tiñó de sangre. Zarandeo el árbol. Caen dos hojas rojas a los pies del
sargento. Recuerda. Seguimos adelante, ordena. Y los demás protestan pero se
ponen en marcha.
A medida que avanzan, cae el sol y les
alivia el calor una brisa como de abanico que mueve el aire. Rony siente el
dolor. Los pies le arden. Sigue andando. Sabe que cuando lleguen a su destino y
se quite las botas, tendrá los calcetines ensangrentados. Agua con sal,
recuerda que le dije, si no hay otra cosa. Se toca la mochila. Aún le queda un
poco, no la gastó toda. En cuanto pueda, se anima. Y la sola recreación del
alivio que sentirá cuando acabe aquella marcha, lo anima a seguir adelante.
Marcos está cada vez peor, no deja de toser, se queja de dolor en el pecho, se
dobla, anda arrastrando los pies. Los demás deciden turnarse para llevarle la
mochila. Deben acelerar el paso, no dejar que la noche los alcance y los
exponga a una emboscada. No conocen bien el terreno.
Apura el día su luz y las sombras
comienzan a caer en grises ceniza cuando avistan las tiendas, el viejo
edificio. Marcos avanza apoyado en Robert, con los ojos cerrados y un ronquido
de respiración que compite con el crujido de la tierra bajo las botas de los
soldados. El sargento coloca las dos manos alrededor de la boca. Imita el canto
de un búho. Dos enfermeros salen a
recibirlos. La médico da órdenes. Tiene ojos de sueño, pero su voz suena firme.
Rony se acerca a Jimmy, se dan palmadas en la espalda, ríen. Entran juntos en
el hospital. Se despojan de las botas. Les curan sus heridas. Se lavan. Beben agua.
Comen poco. Están agotados. En unos minutos duermen en las literas.
II
Y ahora que Sara ha dejado a su hijo en
lugar seguro, se levanta de la cama y va
a la cocina. Pone la cafetera al fuego y observa por la ventana el alboroto de
los gorriones en las magnolias. Un canto a la vida. Se apoya con las dos manos
en la encimera de mármol y aspira el olor del café saliendo a borbotones. La
madre de Jimmy cruza la calle, vuelve del trabajo en el Centro de Refugiados,
parece agotada. Sara la saluda con la mano. Pronto volverán los chicos,
murmura, aunque sabe que ella no puede oírla. Le devuelve el saludo. Un
movimiento cansado. Más tarde la visitará y compartirán té y pastas. O mejor
aún: hará una tarta de limón. Hoy libra. Hoy no tiene que ir a trabajar a la
fábrica. Se estira para alcanzar su taza de la estantería. Le gusta pasar los
dedos por el dibujo de Piolín. Un regalo de Rony cuando era pequeño y aún vivía
su padre y le dio dinero para comprarla. ¿Todavía no se te ha roto?, le preguntaba
el hijo a menudo. Nota una presión a la altura del esternón que la amenaza con
el ahogo y el llanto. Respira hondo. No va a estropear un día tan hermoso. Todo
está bien. Él duerme seguro. Café y leche. Tostada con mantequilla y mermelada.
Desayunaría en el porche, pero aún anda en camisón. Se sienta en una silla,
arrimada a la mesa. De la cabeza de Piolín brota vapor con aroma a regaliz.
Dos, tres cucharaditas de azúcar. Remueve. Escucha los sonidos de la calle
mientras da el primer sorbo. Los niños de Lena, la vecina que vive dos casas
más abajo, gritan alegría. Y sus voces mueven la cortina a cuadros y los
recuerdos de Sara. Muerde la tostada y ve a Rony y a Jimmy corriendo uno detrás
del otro, con las mochilas a la espalda, de camino al colegio. Jimmy, más
veloz, siempre terminaba dándole alcance a Rony. Y los dos se reponían de la
fatiga doblados, con las manos sobre las rodillas. Luego seguían, esta vez
andando juntos, dándoles las espaldas a Sara y a Mona, la madre de Jimmy.
Jimmy, pequeño y delgado. Rony, alto y más robusto. Las dos esperaban a que los
pies, las piernas, los brazos y las cabezas de sus hijos desaparecieran en la
hondura de la calle que bajaba, bajaba, bajaba...
El llanto de un crío la hace levantarse de
la silla y volver a la ventana. Una caída, un raspón en la rodilla por la que
comienza a bajar un hilo de sangre que culebrea en la pierna. Y el chico
arrecia su lamento. Por ahí se te va el alma chica, decía la madre de Sara cada
vez que ella se caía. Y repetía lo mismo a Rony mientras mojaba la punta de los
dedos en saliva y los pasaba por la herida. Pequeños tropiezos en la vida.
Menos aquella vez. Aquello fue serio. Jimmy entró en la calle gritando, apenas
sin resuello. La rama del árbol donde estaba subido Rony se rompió y, al
caer, se había golpeado la cabeza con
una piedra. Su padre lo llevó al hospital con una brecha unos centímetros por
encima del ojo izquierdo. Una herida de guerra, solía decir él. ¡La guerra! La
mamá del niño lo coge en brazos, lo besa, le dice que no es nada. Nada parecía
ser lo de Rony padre, pero aquel dolor en el pecho acabó parándole el
corazón. Y más tarde murió la madre de
Sara. Se fue con la promesa de la hija de que la llevaría a descansar en su
tierra, junto a la tumba de los abuelos, entre cipreses, cerca de los olivos y
las viñas que tanto añoraba. Aún tiene esa espina clavada, porque no pudo
cumplirla. ¡Tan lejos!, ¿de dónde iba a sacar el dinero, con un sueldo menos y
un hijo pequeño? Pero lo haría antes de morirse. Rony la ayudaría cuando volviera
y encontrase un trabajo, porque ya no retomaría los estudios, demasiado tarde
para eso, demasiados gastos.
Sara le da la espalda a la ventana, hay
algo extraño ahí fuera. Enciende el pequeño televisor. Pasan una serie antigua
de una familia: abuelo, padre, madre, dos hijos, una hija y perro. La madre
sirve un guiso. El padre bendice la mesa. Luego todos comen. La estancia apenas
tiene muebles. Las ropas que visten están limpias pero ajadas. Lucen una gran
sonrisa.
Rony y ella se quedaron solos. El chico
pasaba más tiempo fuera. Había crecido, tenía su vida más allá de las paredes
de la casa. Más allá de su madre. Su novia, Rosa, una belleza morena de piel
tostada y ojos como carbón encendido, tiraba de él. Casi acaba la amistad entre
Rony y Jimmy, porque los dos la querían, si no llega a ser porque Mona y Sara
organizaron aquel picnic para propiciar su reconciliación. A Sara no le gustaba
Rosa al principio y si llamaba a la puerta
cuando él no estaba en casa, no
le abría. Por ella, su hijo le levantó la voz la única vez en su vida. Sólo
porque le reprochó su enfado con el amigo por una chica. ¡Déjalo ya!, le gritó Rony antes de salir dando un
portazo. Estuvo llorando toda la noche, convencida de que lo había perdido.
Pero por la mañana él se presentó con Rosa de la mano y pasaron el día en el
patio trasero, asando salchichas y carne en la barbacoa. La chica era cariñosa
y simpática y a él se le veía feliz. Acabó aceptándola.
Cuando Rony se fue, Rosa la visitaba a
menudo y las dos pasaban las tardes sentadas en el porche bebiendo café, té o
limonada. Sara le contaba cosas de cuando Rony era un crío y Rosa le hablaba de
los proyectos que tenían para cuando él volviera. Pero poco a poco, las visitas
de Rosa se fueron distanciando y los silencios eran más largos y pesados
durante el tiempo que pasaban juntas. Hasta que no volvió más. Mona dijo una
mañana que la había visto cuando iba esa noche al trabajo, de la mano de otro
chico paseando por el centro. Sara no se lo ha contado a Rony, cuando regrese
lo sabrá. Entonces lo tendrá cerca y podrá consolarlo. Se le pasará. ¡Hay
tantas chicas, tanta vida por delante!.
Sara apaga el televisor y recoge la taza y
el plato de la mesa. Echa unas gotas de lavavajillas en el estropajo y lo
humedece con el agua del grifo. Restriega. Sara enjuaga. Sara seca. En la calle
reina ahora un silencio de cristal a punto de estallar, picado por el ruido
lejano de una cortadora de césped. Sara se vuelve y mira por la ventana. A su
izquierda, el lado contrario por donde el pelo rubio paja de su hijo
desaparecía para ir a la escuela, ve avanzar una figura, diminuta desde la
distancia, pero familiar en su andar algo arrastrado, como si le pesaran los
pies. Sara estira el cuello, guiña los ojos, escruta. Y conforme el hombre se
acerca, reconoce la tensión en la boca apretada, en los músculos de los brazos,
en la mano donde porta la comunicación envenenada. Hace un tiempo llamó a la
puerta de Aina. Dos veces, una por cada hijo. Pero no puede detenerse ahí, la
casa está cerrada, no hay chicos, Aina ya no vive allí, volvió a su país. Sola.
El hombre avanza despacio, comprobando, una a una, la numeración de las casas,
con el telegrama en la mano. Sara se retira de la ventana. Camina hacia la
puerta de atrás. Debería recoger la ropa del tendedero. Ya está seca y tal vez
llueva. Mira al cielo. Ni una nube. Acerca la nariz a la camiseta vieja de
Rony, esa que se ponía cuando iba a reparar algo de la casa. Le asusta verla
así, deshabitada de su hijo. Vuelve sobre sus pasos. Entra en la cocina. Sale.
Va a la habitación de Rony. Sobre la
cama esperan su regreso el pantalón vaquero y la camisa limpios y planchados.
Cada semana cambia la ropa. A los pies, las zapatillas blancas y amarillas, con
los calcetines dentro. Sus revistas de deporte, sus libros, ordenados y sin
polvo en la estantería. El aparato de música con el CD que él dejó en su
interior. Coge la fotografía de Rony que está sobre la mesilla y la estrecha
contra su pecho. Tal vez no cuidó bien de Jimmy. Tal vez aquella bala del
francotirador no pasó rozándole. Pero ella no podía ocuparse de los dos. Se
sienta en la cama. Se mece. ¡Pobre Mona, pobre Mona, pobre Mona!, repite como
un mantra. Y tras la cortina de humedad de sus ojos aparece un espejo enorme,
imaginario, dividido en todos los recuadros, como viñetas, donde escribió día a
día, las historias que protegían a su
hijo. Escucha los pasos en el porche. El timbre de la entrada se cuela con un
zumbido punzante y raja el cristal: la cara, el cuerpo, las piernas de Rony se
dividen. Sara sacude la imagen, la saca de la cabeza antes de que se destruya,
antes de que se desmorone y no quede nada por salvar. Porque no puede ser. Se
ha equivocado de puerta. Ella ha dejado a su hijo durmiendo en una litera de un
país ajeno. Allí estará seguro hasta que amanezca. Y cuando esto ocurra su
madre guiará sus pasos, evitará los tiroteos, sorteará las minas, curará sus
heridas, borrará las pesadillas que llevan a la locura, no dejará que lo
apresen, ni que enferme con aguas infectadas. Y él volverá sano y salvo como le prometió mientras la
abrazaba, al pie de la escalera. Así que se quedará allí hasta que el
repartidor de malas noticias se dé cuenta del error y deje de llamar a su
puerta.
6/11/16
EL JUEGO. RELATO GANADOR DE LA SEMANA EN WONDERLAND
Fotografía tomada de la red. |
EL JUEGO
Día de pasar visita en el
hospital. Me esperan la bata blanca y los locos de siempre a por sus recetas.
Dejo de patear el andén, arriba y abajo. Tengo delante una cabeza rapada, otras
con coleta, media melena, con rizos, sin rizos... Cazadora, blazer, abrigo...
Pantalón, falda... Zapatos planos, de tacones, deportivas... Elijo a la chica
de la coleta rubia, cazadora negra, pantalón vaquero y zapatillas. El tren
asoma el morro por el túnel. Unos pasos, y me pego a ella. Acaricio su espalda
con el dorso de la mano. Gira la cabeza
y mírame; si sonríes, te perdono.
LOS DESHEREDADOS
De niña, paralizaba, como hielo congelando los pies, aquel silencio invernal. Me asomaba a la puerta y respiraba humo y grisura en la calle. Pasaba al lado del cementerio donde los muertos, sin apenas poder moverse, hablaban en susurros, con la humedad de la tierra metida en los huesos, y quería alboroto. Pero ahora que soy mayor, escucho un ruido ensordecedor de iras y leyes que amordazan; ahora, digo, echo de menos unos muertos más vivos que toda esta jauría que grita, empuja, arroja al mar y deja que millones de seres humanos pierdan la palabra mientras tiritan de frío.
EN EL PATIO TRASERO
FINALISTAS
De niña, paralizaba, como hielo congelando los pies, aquel silencio invernal. Me asomaba a la puerta y respiraba humo y grisura en la calle. Pasaba al lado del cementerio donde los muertos, sin apenas poder moverse, hablaban en susurros, con la humedad de la tierra metida en los huesos, y quería alboroto. Pero ahora que soy mayor, escucho un ruido ensordecedor de iras y leyes que amordazan; ahora, digo, echo de menos unos muertos más vivos que toda esta jauría que grita, empuja, arroja al mar y deja que millones de seres humanos pierdan la palabra mientras tiritan de frío.
EN EL PATIO TRASERO
Le gusta el rebullir de la vida. El grano de arroz de la paella del
domingo arrastrado por la hormiga. La vibración delicada de las alas de
la abeja cortejando la eclosión de la flor. La brisa moteada de sol
cimbreando el vello del brazo. La frescura del manantial al otro lado
del muro. La dulzura de las mimosas del Paseo de las Ánimas. Y cuando la
noche exterior entra con sus fogatas en el cielo, la oye venir. Coge el
bastón y tanteando, va y atranca la puerta. Aún no estoy preparada, le
dice a la de la guadaña.
EL REGALO
Ayer fue mi cumpleaños. Vinieron mis hijos y también mis nietos. Una excepción, pero dadas las circunstancias, seguro que los obligaron. Ellos creen que los necesito, pero no es así. En cuanto se fueron, lo recogí todo y me fui a mi sillón y puse la radio. Justo a tiempo de escuchar tu dedicatoria, Manuel. Y nuestra canción tirando del hilo de los recuerdos. Aquel verano bañándonos en la laguna, la ropa mojada, nuestras risas, el primer beso. No sé cuántos años habrás dejado dispuesto tu regalo, seguro que tantos como me queden de vida. Tú siempre cuidaste los detalles.
Ayer fue mi cumpleaños. Vinieron mis hijos y también mis nietos. Una excepción, pero dadas las circunstancias, seguro que los obligaron. Ellos creen que los necesito, pero no es así. En cuanto se fueron, lo recogí todo y me fui a mi sillón y puse la radio. Justo a tiempo de escuchar tu dedicatoria, Manuel. Y nuestra canción tirando del hilo de los recuerdos. Aquel verano bañándonos en la laguna, la ropa mojada, nuestras risas, el primer beso. No sé cuántos años habrás dejado dispuesto tu regalo, seguro que tantos como me queden de vida. Tú siempre cuidaste los detalles.
24/9/16
DUELO. RELATO GANADOR DE LA SEMANA EN WONDERLAND
Fotografía tomada de la red. |
A partir del minuto 46:19 podéis escuchar el relato. Clicad aquí.
DUELO
¿Una caída, un golpe,
una china en el zapato? Tan inocente como es, ella no lo entiende. ¿Quizás esa
fiebre que te rompe los huesos y acelera el pulso? Tan tierna, ella. Me agarra
una mano, demasiado grande en la barca de las dos suyas, y las cierra con mimo,
como un libro. Y la frota para darle calor. ¿Frío?, sigue preguntando, con
ganas de obtener una respuesta. Sería inútil explicarle que el abandono produce
la mayor de las quemaduras y, por ende, el gran dolor. Lo comprenderá algún
día, cuando sufra su primer desamor, pero antes, mi niña, no.
30/8/16
MODORRA
Henri Fantin-Latour |
Aquel veraneo comenzó
con «La barbacoa» sonando a todo volumen en la radio del coche de mis padres, y
se cerró con la aparición del cadáver, la reyerta en la playa y la detención
que llenó el calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil, donde se reavivó la
trifulca y tuvieron que mandarlos a todos a sus casas.
Mis padres no se resignaban a dejarme
crecer. Y aunque yo me rebelaba y daba muestras claras de que les iba a amargar
el verano, hasta una edad tardía me arrastraron con ellos a aquel pueblo de la
costa donde el mayor aliciente para el Rata, el Comadreja, el Escuerzo y yo,
era incordiar a los mayores. Mientras los demás le daban conversación a una
familia, uno abría la bolsa y se llevaba los bocadillos. Luego nos escondíamos
detrás de las rocas para reírnos de la exasperación de los padres y de sus
niños llorones, que reclamaban la comida a gritos. Otras veces cogíamos
cangrejos y los soltábamos cerca de los cuerpos que se achicharraban al sol,
con una visera de marinero o una pamela de paja y lazo de colores anudado
debajo de la barbilla. En cuanto los veían, se levantaban lo más deprisa que
sus tripas cerveceras y otros estragos provocados por la edad les permitían y,
toallas en mano, les sacudían a los pobres bichos que huían o quedaban
sepultados por la arena.
Pero lo que más nos gustaba era, después
de cenar, escabullirnos para ir a tirarnos de cabeza, de pies, o abrazándonos
las piernas, con las manos entrelazadas debajo de las rodillas, muy cerca del
acantilado de los Suicidas, sin más luz que el camino que se abría en la
superficie del agua cuando había luna llena. Si estaba en cuarto menguante, o,
peor aún, en novilunio, era un reto tirarse sin más guía que los reflejos de
las luces del pueblo. Escuchábamos el batir de las olas allí abajo y nos
acobardábamos. Aquella noche se lanzó el Escuerzo, espoleado por un coro de
¡gallina, gallina! Escuchamos el plof, y después de un breve silencio, lo oímos
gritar y corrimos entre las rocas hasta llegar
al borde del mar. Él ya nos esperaba fuera del agua, sin resuello.
— He
tocado algo ahí abajo— dijo entre castañeo de dientes.
— ¿Qué?—
preguntó el Comadreja con su mal tono de siempre.
— Algo.
¡Yo qué sé tío!
— Serán
algas, o un trozo de madera ¿no?— terció el Rata— ¿Tú qué opinas, Lobezno?
— No
sé. Cualquier cosa— dije yo. Me encogí de hombros y di media vuelta, en
dirección al pueblo.
— Parecía un brazo— siguió el Escuerzo, sin
dejar de mirar hacia atrás mientras nos alejábamos—. Pero más duro.
— ¡Déjalo ya!— se enfadó el
Comadreja. Y el resto del camino lo hicimos callados.
No lo dejó. Se lo contó, entre hipidos, a
sus padres y estos lo notificaron, por si acaso, sólo por tranquilizar al niño,
a la Guardia Civil. Mandaron a un equipo de buceo y el Escuerzo les indicó
dónde había tocado aquello que era un brazo pero más duro.
Era la muerta más guapa de toda mi vida.
Había visto a la niña de los Romero y a Rosalía la Dolorosa y las dos parecían
figuras de cera. Ninguna como aquella. Más que un cadáver, era un fósil. Toda
ella endurecida y conservada como si hubiese estado en salmuera. Sin ropa,
enseguida la cubrieron con una sábana antes de que llegara la juez a levantar
el cadáver. Soledad, así se llamaba. Era de la familia de los Garrido, en pugna
con los Barrancos por una cuestión de lindes de tierras.
Ese día no nos separamos de los mayores,
que hacían corrillos en la playa y se acercaban al lugar de donde la habían
sacado, para comentar el hallazgo de la joven. Así nos enteramos de que llevaba
tiempo desaparecida y de que su familia recelaba de uno de los hijos de los
Barrancos. Aquello era un culebrón como los que veía mi madre en la televisión,
todas las tardes de invierno mientras hacía jerséis de lana y tapetes de
ganchillo. El joven se llamaba Emilio, quería a Soledad y Soledad quería a
Emilio. Romeo y Julieta modernos, dijo mi padre que se las daba de intelectual.
— ¡Criatura!—
suspiraba un bañista.
— ¡Pobrecilla!—
se apiadaba la niña de los Olmedo.
— Dicen
que estuvo dentro de una gruta— aportaba una vecina de los Garrido—, y
que se conservó tan bien por no sé qué de las condiciones físicas.
— ¡Anda
ya! ¡Si la encontraron fuera, enganchada en una rama o algo así!— terció otra
vecina del lugar.
— La
sacaría una corriente— insistió la primera.
— ¡Qué
corriente ni qué leches!— dijo la segunda en tono despectivo.
Todo parecía augurar una pelea entre las
dos cuando los gritos y llantos llamaron nuestra atención.
Unos metros más lejos, los Garrido y los
Barrancos se enfrentaban. Emilio, navaja en mano, le gritaba al padre de
Soledad que todo había sido por su culpa, que él había matado a la hija por no
dejarlos en paz, mientras intentaba rajarle algo más que la camisa.
Alguien avisó a la Guardia Civil. Entre
tanto, algunos valientes (más o menos diez hombres), redujeron a Emilio y
consiguieron abrir una brecha entre las dos familias.
A nuestro pesar, nos fuimos del pueblo a
la mañana siguiente. De lo que ocurrió en los días posteriores me enteré por mi
madre quien, para saciar su curiosidad, llamó a la dueña de la pensión donde
nos habíamos alojado. Por ella supe que el cadáver de Soledad se descompuso
rápidamente por lo que agilizaron la práctica de la autopsia. Determinaron que
había muerto ahogada y entregaron el cuerpo, o lo que quedaba de él, a la
familia, que se apresuró a enterrarla ese mismo día.
En el silencio de la siesta del verano
moribundo, tumbado sobre mi cama, imaginaba a Emilio depositando un ramo de
flores en la tumba de Soledad, a la caída de la tarde. Y sufría ataques de
melancolía.