LA PALOMA
Perdón señorita, pero mi úlcera no
puede con tanto sufrimiento, dijo mientras se incorporaba para bajar una maleta
pequeña del guarda equipajes. La puso sobre la mesa supletoria y la abrió.
Luego volvió a cerrarla y la dejó en su sitio. Destapó el frasco que había
sacado del botiquín de viaje que llevaba siempre consigo, y echó una pastilla
dentro de un vaso de plástico. Mientras subían a la superficie del agua las
burbujas de la tableta efervescente, regresó su mirada compasiva hacia la mujer
que tenía a su lado. Ella contenía el llanto en hipidos pequeños, sin dejar de
disculparse.
—
Usted no ha hecho nada. ¿Verdad que
no ha sido usted, señorita? No tiene que pedir disculpas— dijo el compañero de
asiento de Adoración Parra, con la voz dulce y persuasiva de un cura escuchando
una confesión.
—
Ya lo sé. Pero le estoy dando el
viaje con mis problemas. Lo siento de veras— siguió ella lamentándose.
—
¡No, por Dios! Lo que ocurre,
señorita, es que a mí me educaron en la piedad. Mi abuela, señorita. Porque me
quedé solo muy chiquito y ella tuvo que sacarme adelante. Fue mi madre y
también mi padre. De él no tuve noticias hasta hace poco. La abuela Trini tenía prohibido mencionarlo en la casa.
Luego supe cosas, señorita, pero esa es otra historia. — Dejó de hablar para beberse
el agua blanquecina donde se había disuelto el medicamento. — ¡Mucho mejor
ahora! Ande, pare de llorar que es usted muy guapa y va a estropearse un cutis
de porcelana. Porque tiene usted una piel preciosa.
Beni del Corral le tendió un pañuelo de hilo con sus iniciales bordadas.
A mano, eh, señorita, por la abuela Trini, le aclaró mientras no dejaba de
mirarla. Ella le dio las gracias y después de enjugarse las lágrimas, estrujó
el pañuelo dentro de su puño derecho. Los dos se quedaron callados durante unos
instantes. Él se pasaba la mano por la corbata. Ella miraba la lluvia
estrellarse contra la ventanilla mientras recordaba, como una pesadilla, las
últimas horas. No era posible. No podía haberle ocurrido una cosa así. La más
guapa, eso decía Ramón Ramos a menudo, la mejor, me llevo la mejor. Después de
tanto tiempo cortejándola, recibiendo un no por respuesta a sus pretensiones,
después de merodear como lobo en celo por el portal de ella, al acecho,
esperando su regreso del cine con las amigas, de la discoteca, del paseo y el
batido en la heladería «Menta fresca», ella se rindió al fin a los halagos, al
te voy a querer más que nadie te puede querer en el mundo. ¡Qué prisas con el
casamiento!, decía su madre. ¿No será...? Que no madre, que no, que Ramón está
impaciente por tenerme, le contestaba ella. Y sí, tenía mucha prisa, pero para
dejarla plantada el mismo día de la boda, no sin antes haber dado el sí ante el
cura. Ahora vas a saber lo que se siente, susurró Ramón a su oído, cuando te
desprecian. Después se dio la vuelta y salió de la iglesia silbando una canción
de moda.
Adoración Parra no podía quedarse allí. Una vergüenza así necesitaba una
distancia grande. Tuvo aquel impulso de tirar del bolso de Paquita Maravillas y
correr, correr, hasta verse frente a la taquilla. Vestida de novia y en la
estación. No vertió ni una lágrima hasta que el tren se puso en marcha.
Entonces dio rienda suelta a su rabia. Porque lo que la hacía llorar sin
término era el desplante de aquel miserable. Amor, amor, lo que se dice amor,
debía reconocer que tampoco le tenía mucho; había sido seducida por los halagos
continuos, las flores, el perfume, las promesas de una vida sin penalidades. Y
allí estaba Beni, todo un caballero a la antigua usanza, para consolarla.
El sol salió de repente y entre las nubes se abrió el arco iris. Sin
duda era una señal. Tal vez fuera mejor, después de todo, lo ocurrido, se dijo
Adoración. Tendría otras oportunidades. Pero qué oportunidades iba a tener una
mujer casada con apenas dieciocho años y sin un trabajo. Volvió al llanto. Esta
vez fuerte, amargo y desesperado.
—
¡No, no, señorita, no me haga esto!—
se quejó Beni— Ahora que se había tranquilizado. Usted vale mucho, señorita. No
hay nada más que verla. ¡Si parece un ángel caído del cielo! Sólo le faltan las
alas. ¡Bellísima, criatura!, ese novio suyo...
—
¡Marido, marido!— lo corrigió
Adoración mientras retorcía el pañuelo con las dos manos como si escurriera una
bayeta de fregar.
—
Bueno, sí, pero no se ha consumado
el matrimonio ¿no es así, señorita?
—
No ha dado tiempo.
—
Por eso, por eso. Se puede anular.
Todo se arreglará, ya lo verá. ¡Pero qué guapa es usted, señorita! Ese canalla,
permítame la expresión, no se la merece. ¡Dejarla así, tirada! ¿Quiere un
refresco? Voy al bar y se lo traigo. ¿No, seguro? Ya sabe que no tiene nada más
que pedírmelo. Tengo dinero. He vendido la casa. También la tierra. El burro
que daba vueltas a la noria. Todo, señorita. La vida en el campo es muy dura.
La abuela Trini me educó en el trabajo y la disciplina. Me levantaba cuando aún
no había amanecido. Tazón de café con sopas de pan y a trabajar. — Hizo una
pausa para beber un trago de agua sin dejar de observarla. — En cuanto a las
mujeres, siempre me decía: «No tengas prisa. Ya encontrarás a una buena mujer a
quien respetar cuando llegue el momento.
Mientras tanto, a tus asuntos». El caso es que aún no la he encontrado,
señorita.
A través de la megafonía anunciaron la siguiente parada. Adoración
volvió la cabeza y vio su imagen reflejada en la ventanilla. El tocado
de florecillas, el vestido de organza, todo blanco. Ella a punto de
desaparecer, engullida por el tejido vaporoso. Cuánto le habría gustado tener
una falda sencilla y un jersey de algodón para cambiarse.
—
Está muy guapa así, señorita— dijo
Beni sobresaltándola. Sintió como si pudiera leerle la mente y eso la inquietó.
—
Me gustaría tener otra ropa para
cambiarme. No me encuentro a gusto en traje de novia.
—
¡Ah!, por eso no debe preocuparse,
señorita. Como ya le dije, tengo dinero y puedo comprarle lo que necesite.
—
¡No, no, de ninguna manera puedo
aceptarlo!
—
Usted tranquila. Sería sólo un
préstamo. Ya tendría ocasión de devolverme el dinero, señorita. Su papá... —
dejó sin acabar la frase mientras la miraba con atención.
—
No tengo padre. Murió hace dos años—
aclaró Adoración con una nueva llantina.
—
Son cosas de la vida, señorita.
Usted pudo contar con él cuando era una niña, recibir sus consejos, caricias;
también, seguro, algún castigo cuando se portara mal... ¡Lo que debe hacer un
padre! En cambio yo, fíjese bien, señorita, no tuve nada de eso cuando era un
chaval, sólo lo que me dio la abuela Trini, que a veces, en confianza, era
escaso porque la pobre bastante tenía con sacarme adelante. Ha tenido que ser
de mayor.
—
¿Conoció al fin a su padre?—
Adoración Parra había dejado de llorar. Formuló la pregunta después de beber de
la botella de agua de Beni.
—
¡Beba, beba, señorita!— la animó él—
Conocerlo, conocerlo, poco. Vino a visitarme al poco de morir la abuela. Un
señor bien trajeado, con corbatas de colores y camisas floreadas; zapatos y
botas de piel de cabritilla y cocodrilo; pulsera, anillo y cadena de oro al
cuello. Un dandi con el pelo engominado y un bigotito bien cuidado. Sin
embargo, señorita, aunque el envoltorio era excelente, por dentro las cosas no
marchaban bien. Para decirlo en plata: se estaba muriendo. Y, lo que son las
cosas, en el último repechón de vida quiso venir a verme para hablarme de su
testamento. Me dejaba todos sus negocios de la capital. Pero conforme el tumor
avanzaba, se fue volviendo blando. No dejaba de lloriquear y acordarse de mi
madre. Incluso fue a confesar sus pecados. Y no sé si fue idea suya o de don
Pascual, pero quería liquidar sus bienes para entregarlos a la iglesia,
señorita. Ellos ya tienen bastante, padre, le decía yo, pero él erre que erre.
Un día tras otro, iba retrasando el momento de llevarlo al notario para anular
el testamento y ordenar las ventas, porque él no estaba en condiciones de dar
un paso sin mi ayuda. Hasta que le llegó su hora.
Beni dejó de hablar y la miró detenidamente. Ella parecía a punto de
dormirse de agotamiento y había parado de llorar. El tren dejó atrás los campos
y avanzó rápido entre las primeras construcciones. Por megafonía anunciaron la
inminente entrada en la estación. Beni consultó el reloj: puntual como siempre.
—
Regreso de firmar los últimos
papeles para acabar con las propiedades de
la abuela Trini. Porque yo, señorita, me trasladé a la ciudad, a
regentar los negocios que heredé de mi padre. Y, créame, dan el dinero
suficiente para vivir de ellos el resto de mi vida... ¿Cuántos años cree que
tengo? ¡Ande, dígalo sin miedo!
—
¿Cuarenta?— aventuró ella.
—
No tantos, señorita, no tantos. Es
el campo que envejece mucho. Pero voy a cuidarme en adelante. Buena comida,
buena bebida, masajes y... lo que venga. — Se calló un instante, luego se lanzó— ¿Tiene usted donde pasar la noche? Si no
quiere, no me responda, yo sólo quiero ayudarla.
—
No conozco a nadie— dijo ella
agachando la cabeza.
—
¡Pobrecilla! Pero, señorita, usted
no tiene que preocuparse. Yo le puedo dar alojamiento.
—
No tengo dinero para pagarle.
—
Ni trabajo.
—
Tampoco— confesó ella con un hilo de
voz.
—
Pues ya lo tiene. Como le dije, mi
padre me dejó unos locales muy bonitos,
decorados con luces de neón de colores que se apagan y se encienden; con muchas
señoritas que cantan y bailan. ¿Tiene usted buena voz? ¿No? ¿Y algo de baile,
se le da bien? ¿Tampoco? ¡No importa, no importa! Puede hacer de... de
camarera, ¡vamos, servir bebidas y todo eso! ¿Sí? Es un trabajo fácil y pago
bien, porque como me dijo mi padre, en estos negocios hay que tener al personal
contento.
El tren entró suave en la estación y se detuvo. Beni del Corral se
levantó para bajar su maleta sin perder de vista a Adoración Parra que
permanecía sin moverse de su asiento. Después, con una sonrisa que mostró unos
colmillos afilados y amarillentos, le ofreció apoyo para incorporarse. Ella
dudó unos segundos antes de entregarse, pasando una mano por el hueco de su brazo. Bajaron
enlazados, como una pareja estrafalaria.
—
Ya verá como le va bien, señorita.
Estará contenta. Puede ocupar el cuarto de arriba del «Arrabal», mi club más
distinguido. Y lo arregla como usted quiera, porque he de confesarle que la
inquilina que ocupó la habitación con anterioridad era, como diría la abuela
Trini, un poco espesa. Así la dejó, hecha un asco. Ahora, si no quiere
estropearse unas manos tan finas como las que tiene, puedo encargar que se la
limpien, luego se lo descuento de la paga mensual. Usted, señorita, en adelante
estará siempre bajo mi protección. No tiene que preocuparse por nada.
Enhorabuena Lola. Genial tu aproximación a cómo se va tejiendo esa tela de araña que acaba atrapando a mujeres desesperadas.
ResponderEliminarBesos.
Gracias,Juan.
ResponderEliminarUn abrazo con muchas alas.
Me encantó el relato, Lola. Es curioso como los manipuladores siempre localizan a los débiles con su radar interior.
ResponderEliminarCierto, Luz, son depredadores.
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado.
Un abrazo calentito.
ResponderEliminarCómo me gusta como describes ese proceso de seducción hacia la víctima desamparada, a quien se le ofrece la sujeción en forma de vida tranquila y segura. Concluyentes las dos últimas frases.
Magnífico relato, Lola.
Un abrazo. Y enhorabuena.
Me alegro un montón de que te haya gustado, Nénufar.
ResponderEliminarAbrazos renovados.