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Tomada de la red. |
A María Jesús que hoy
tiene mucho que celebrar.
Había que verlo.
Antonio el Pimientito, engallado y con el coraje en los tacones, se empleaba a
fondo en el tablao. La dueña del local temía dos cosas: que el zapateado del
prodigio hundiera las tablas donde la carcoma había decidido arruinar el arte a
dentelladas, y que el palmeo y los vivas de la concurrencia, entregada al arte,
agrandaran la grieta que recorría, como culebrilla de rayo, la pared de los
abanicos y los mantones. No era capaz de discernir cuántas lágrimas se debían
al arte del Pimientito, que ya había perdido la conciencia de dónde estaba y
cuántas fuerzas le quedaban para desplomarse allí mismo, ahíto de gloria, y se
dedicaba con devoción a las bulerías, las soleares y los tarantos, sin tomarse
un descanso, rojo como un tomate maduro y sudando litros de líquido saturado de
sal y vino, y cuántas a la imagen apocalíptica de su maltrecho garito
derrumbándose sobre las cabezas de los clientes. Sacó un pañuelo de encaje del
canalillo de sus hermosos pechos y enjugó las lágrimas. « ¡Cálmate, Mariquita,
y disfruta del espectáculo!», se repetía mientras lamentaba no poder
abofetearse como había hecho otras veces en privado. Eso la habría calmado,
pero allí, en público, era un disparate. La tomarían por loca. Violeta la de la
Parrilla vino a rescatarla con la premura de que se les estaba acabando la
absenta y a ver qué hacían. Mariquita maldijo la nueva moda que había rescatado
del pasado aquella bebida no hecha para hígados algo tocados, y se dispuso a
crear, en vivo y directo, un cóctel que ríete tú del molotov. Los iba a tumbar
a todos, ya verían cómo se les acababan las palmas y los gritos de un plumazo.
Reme la del Geranio estaba hasta la
mismísima peineta del Pimientito. Tenía las manos escocidas de tanto palmear, y
por mucho que buscara acomodo en la silla de anea, la vejiga hacía rato que la
estaba avisando de que, o hacía un mutis por el foro, o desaguaba en el lugar.
Paquito el Chocolatinas estaba a punto de quedarse sin voz. Tenía las cuerdas
vocales en un tris de decirle vete a la mierda ya, y dejar de emitir sonido
alguno durante una temporada. Aguantaba, golpeando con un pie el entarimado
para darse ánimos. Pero de todos los acompañantes, el peor era Toñín el Venao, atento
a las evoluciones del Pimientito, con la pierna a punto, buscando el momento
propicio para ponerle la zancadilla y acabar con el espectáculo.
Pasaba la una de la madrugada cuando se
abrió la puerta de la entrada. Y, como una imagen divina radiando haces de luz
de neones reumáticos y mortecinos, apareció ella, enfundada en traje negro
cosido al cuerpo, como una Marilyn Monroe renacida, el pelo en un recogido de
apariencia descuidada, con bucles cayendo sobre sus hombros desnudos, un mantón
cuyos flecos descansaban en un culo prieto como balón de cuero, y el abanico
abriéndose y cerrándose a voluntad de reinona.
El local enmudeció. Durante unos segundos,
no se escuchó ni el vuelo de una mosca. Luego, mientras el cuadro flamenco se
deshacía, cada cual tirando para donde podía, la niña del Caracol comenzó a
andar, bamboleando las caderas a ritmo de palmas y gritos de guapa, maciza y
otras lindezas que la acompañaron en su desplazamiento hasta la barra donde,
mientras se daba aire con el abanico, pidió un gin-tonic bien cargadito, que la
juerga acababa de empezar y quería acogerla con alegría.
Mariquita se apresuró a preparárselo; ese
y todos los que hicieran falta, consciente de que, si había alguien que pudiera
salvar su negocio, esa era la niña del Caracol, cuyo poder de convocatoria se
hizo patente cuando comenzaron a llegar nuevos clientes. En un rato estaría el
local hasta la bandera, se dijo mientras rallaba jengibre. Pudo vislumbrarlo
con las grietas restañadas, un tablao nuevo y sillas con el tapizado de
terciopelo bermellón renovado, y una lágrima de agradecimiento hacia la
estrella, que en breve pondría el vello de punta a todo dios con la potencia de
su voz, hizo un caminito en el maquillaje hasta perderse en las honduras de tan
generoso escote.