Fotografía tomada de la red. |
A mi cuña querida. A
ella, y sus años sabios.
Amanece un día sin
sol. El cielo, cubierto de ceniza, amenaza lluvia. Acodada en la barandilla del
balcón, aspira la humedad del riego, apenas media hora antes, en el Paseo.
Román regaña a su perro Torky. No te alejes o te pongo la correa, le dice. Y él
cabriolea a su alrededor, contento de su espacio en libertad. Libertad, aunque
no sepamos a veces qué hacer con ella, piensa. Pero libertad a fin de cuentas,
concluye antes de volver a la habitación y prepararse para salir.
Mientras se toma un café con leche, hojea
un libro de reciente salida al mercado. Mete la nariz entre sus páginas y huele
la tinta, tan reciente su marca en el papel que aún brilla fresca. Pero hoy no
ha ido allí a comprar libros, por mucho que la llamen. Deja la taza vacía,
devuelve el volumen a su lugar en el anaquel y busca en la papelería. Las
libretas se alinean en montoncitos de colores sobre un mueble gris metálico. Se
decide por una de tono tostado. En la portada tiene un recuadro en negro.
Dentro puede escribir su nombre. Dentro pueden ir las palabras que den cuenta
de qué te puedes encontrar en su interior. O nada. Será su decisión.
Cubiletes morados, rojos, verdes, azules y
amarillos le ofrecen un abanico de lápices, plumas y bolígrafos. Elige uno azul
cobalto. Presiona la bola. Hace una raya en la palma de su mano. Elige una
pluma verde musgo. Traza otra raya al lado de la que hizo con el bolígrafo. La
tinta palpita viva en su piel.
Con la compra dentro de una bolsa
acharolada, moteada de corazones pequeños, sube al autobús que la lleva de
vuelta a casa. Durante el trayecto, comienza la lluvia; al principio cae tímida,
luego las nubes se abren en un aguacero. Al llegar a su parada, chapotea en los
charcos que ya se están formando. Abriría los brazos, dejaría que el agua corriera
por su cara, que le empapara el pelo, pero teme un catarro; aligera el paso
hasta llegar al portal.
Una ducha, ropa cómoda y se sienta frente
a su escritorio. Elige el bolígrafo, mañana será la pluma. Abre la libreta por
la primera hoja y escribe:
Querida yo:
Sé que te he tenido algo abandonada. Una
desidia que habría podido acabar en desastre. Porque dime cómo podría haber
vivido sin ti. O contigo como una sombra, lejos de la luz que nos hace brillar
en plenitud. El quererse no es algo que deba darse por sentado; hay que
cuidarlo con mimo diario para que la duda no entre como carcoma y corroa
nuestros cimientos. ¡Qué sería yo sin amor! Un cascarón, algo vacío de
sustancia. Porque es ese cariño a una misma lo que hace que la piel tenga
color, que los labios sepan a agua dulce cuando pasas la lengua, que las manos
se muevan ligeras y reconozcan la suavidad del pelo, cada rincón del cuerpo.
Hoy he decidido escribir esta carta, a la
que se sumarán, día a día, otras, para que quede constancia de que, a pesar de
haberte vuelto la espalda en ocasiones, aturdida por voces que no eran la mía,
yo te quiero.
¡Jo! Que bonito regalo. Con moraleja de la buena.
ResponderEliminarBesos para las dos.
Y un beso de quitar el hipo para ti, Juan.
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ResponderEliminarCuánto amor hay en todos los textos que le dedicas a tu cuña. Qué maravilla de escritos. Este es otra belleza de fina factura. Y además el final es magnífico. Me encanta.
Enhorabuena por el relato, Lola, y felicidades a tu cuña por sus años sabios.
Abrazos.
¡Ya lo creo, Nenúfar! Mucho cariño.
ResponderEliminarUn abrazo grande, grande.
Me faltan las palabras, que tantas veces empleo de forma inútil. Cómo puedo expresar lo que significa este regalo tuyo para la vida mía de ahora mismo. Es tan bello y esperanzador.
ResponderEliminarA la escritora dúctil y generosa. A mi cuña. Gracias. Gracias.
Tú siempre me inspiras, querida Cora.
ResponderEliminarAbrazos cálidos.