Mi agradecimiento al jurado de Pozo Alcón y especialmente a Francisco José Rodríguez Torrecillas, concejal de cultura que, con su buen hacer, consiguió que fuera una visita inolvidable.
Tomado de la red. |
Ayer retiraron el cartel. Una reliquia, dijo el dueño de la sala. Hay que renovarse, siguió él justificando el destrozo. Ni tiempo me dio a pedir que me lo dieran. El joven tiró de una esquina y separó a James Estewart de Kim Novak con una línea quebrada y blanca. Quedó el hermoso rostro de ella colgando como un despojo antes de que la mano del chico del mono azul acabara de rematar la faena arrancando el trozo más grande y James arrastrara a Kim en su caída. Luego rascó y rascó hasta hacer desaparecer cualquier rastro de aquel Vértigo que tanto me emocionó. En el suelo quedaron amontonados los restos, como testigos mudos de tantos pases como vi con la cabeza asomada, oculta detrás de los pesados cortinajes de la entrada. ¡Anda, entra!, me decía Antonio, el portero, cuando ya las luces interiores se habían apagado, porque no tenía dinero para ver todo el cine que yo quería. Entonces daban grandes películas, sin tantos artificios como ahora, historias que llegaban muy adentro. Y la sala se llenaba. A mí no me importaba quedarme de pie todo el rato, casi ni me daba cuenta de cuánto me dolían los pies de estar todo el día trajinando. Vivía. Era un sitio acogedor y seguro. Aunque echaran una película del oeste, con muchos tiros y serpientes de cascabel, a mí no me daba miedo. Me asustaba lo que había fuera: niños que alimentar, facturas por pagar, y él. Mi Ricardo. Lo quería mucho, pero daba tanta pena que envolvía la alegría en una suerte de sudario. Así que mi vida era el cine. Un mercado donde coger las mejores frutas, las más sabrosas, las más refrescantes y dulces.
Por las mañanas era diferente. Todos aquellos carteles, encerrando tantas historias, mudos, planos, algunos descoloridos, otros brillantes, estaban ahí sólo para mí. Yo deslizaba mi mano por la cara de Gary Cooper, los colmillos de King Kong, la boquilla de Audrey Hepburn, el vuelo de la falda de Marilyn Monroe, la sonrisa de Glenn Ford, el pelo de Rita Hayworth... Cuidaba de ellos. Pasaba suave el trapo del polvo para no dañarlos. Y luego, cuando decidían cambiarlos, siempre estaba yo para recogerlos y llevármelos a casa. ¿Lo quiere, Felisa?, Marcos nunca se olvidaba de preguntarme. Este era el último cartel de los de antes. Me habría gustado tanto quedármelo. Las paredes de mi casa están llenas de ellos, pero le habría buscado un huequecito. Tal vez en la habitación de Marina. Ya no volverá a casa. Habrá hecho su vida por esos mundos de Dios. Uno a uno, todos se han ido. También mi Ricardo, después de penar lo suyo, el pobre. Estoy sola. Hace tiempo que lo estoy. Pero fue ayer cuando me di cuenta. De eso y de lo poquito que me queda de estar aquí. Mañanas enteras pasando el aspirador por las butacas, barriendo palomitas y recogiendo vasos de papel. Y luego la fregona. Un brillo sacado a fuerza de agua que dejaba los pasillos, las escaleras, todo, como un espejo. Mi reino. Y entre tanto chapoteo de agua y restregón, reverberaban las despedidas y los encuentros, los llantos y las alegrías, los nacimientos y las muertes. Aprendí de memoria más de un diálogo que el tiempo ha ido borrando de mi cabeza.
Ahora soy yo la que se va. Jubilación lo llaman. Un merecido descanso, dicen. Pero ¿qué voy a hacer yo todo el día, mano sobre mano, si los recuerdos se me están yendo? A veces me asusta quedarme frente a un cartel donde una mujer y un hombre se despiden, con un avión al fondo, y no saber de qué película se trata, ni cómo se llamaban los actores, ni qué historia vivieron. Me está desapareciendo mi vida, como tragada por un desagüe. ¿Y qué me quedará entonces? La nada. Así que lo tengo decidido. Yo de esta sala no me muevo. Me quedaré aquí, día y noche, alimentándome de chocolatinas y palomitas, hasta que mi cuerpo lo absorba la tapicería de una butaca. Veré todas las películas que quieran pasar. Las antiguas, mis favoritas, no creo que vuelvan, me tendré que conformar con las nuevas, esas que no me gustan mucho, pero distraen. Formaré parte de este cine hasta que lo derriben para hacer un centro comercial, o lo dividan en multisalas, cualquier cosa. Entonces desapareceré con él para siempre.
¡Enhorabuena, Lola! Siempre es un placer que te reconozcan tu trabajo y si encima te tratan como una reina, qué más quieres Catalina.
ResponderEliminarA veces, no nos damos cuenta del apego que sentimos por los lugares hasta que nos toca marcharnos, y a la inversa sucede lo mismo. Ni ella ni el cine volverán a ser los mismos.
Una buena historia y muy bien hilvanada.
Abrazos de cine, del bueno, eh.
Enhorabuena, Lola. Me has ganado desde esa referencia a una de las películas de mi vida.
ResponderEliminarUn abrazo.
Enhorabuena. El relato es precioso Lola. Menudo homenaje al cine y de paso, toda una vida se visualiza al leerte. Me ha encantado, felicidades.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Vaya, vaya, qué pequeño es el mundo...
ResponderEliminarHemos perdido una buena oportunidad de coincidir, al final no pude estar.
Magnífico texto, magnífico.
Abrazos, siempre
Enhorabuena, Lola. Qué gran historia entre butacas, llena de carteles. Qué bien queda retratada Felisa, oh. Y cómo me gusta ese principio de separar a los amantes con "una línea quebrada y blanca". De vértigo, vamos.
ResponderEliminarUn besazo, Sanabria.
Felicidades Lola.
ResponderEliminarDentro de los variopintos temas que tocas en lo que haces, este es un relato de los que me encantan, con ese aroma de gran reserva y los colores vivos, muy vivos.
Me pasa como a tu personaje, me he quedado en los cines de mi adolescencia y ya no me gustan los actuales.
Besos.
No quiero nada más, Nicolás. Y sí que hay añoranza de esas películas donde brillaban los diálogos y los personajes.
ResponderEliminar¿A quién no le puede gustar Vértigo, Carlos? Un peliculón.
Gracias, Nani, me alegro de que te haya gustado.
Ya me enteré, Amando, de que tú eras el que faltaba. A ver si coincidimos la próxima vez.
Me encanta que te guste, Miguel Ángel.
A mí también me gustan aquellas grandes películas de la adolescencia, aunque reconozco, Juan, que ahora también se hacen buenas.
Abrazos a repartir.
Cierto que hacían mejores películas,al cine lo creaban artistas y no mercadólogos con sus inventados ídolos del momento.Gente impuesta y sin carisma pero producto de un nepotismo que los enmantequilla para que cobren.
ResponderEliminarUna película en sí leer tu exqisito relato.
Hola, pasada la página del fin de semana en Pozo Alcón y, apagada la rojiza reverberación de la emoción; ya en Valladolid
ResponderEliminar-bajo la luz de julio- aún me llega el eco de los mágicos momentos compartidos. Es cierto que estamos sometidos a la inevitable fugacidad de las sensaciones, pero debo decir que jamás olvidaré los momentos compartidos y la calidad humana de cada uno de vosotros. ¡Gracias! Y, puesto que no lo hice, aprovecho la audiencia de tu blog para felicitarte por tu relato públicamente.
Gracias, Lola.
Jose Luis.
Me encantó ese nepotismo que los enmantequilla, Carlos. Gracias.
ResponderEliminarHola, José Luis. Gracias a ti por haber sido tan buena compañía. Efectivamente es un recuerdo muy grato que nos acompañará siempre. Espero que podamos coincidir en otra ocasión.
Mil besos agradecidos.
ResponderEliminarHermosa y entrañable relación la de esta mujer con el cine, tanto con el espacio físico (su reino), que limpia con esmero, como con las películas (su vida).
Es pasión lo que Felisa siente por el cine. Con qué dolor describe la retirada del último cartel antiguo. Con qué mimo los cuida, cómo quiere protegerlos y disfrutarlos y empapela las paredes de su casa con ellos. Es conmovedor cómo no le importa ver las películas a hurtadillas y de pie, aún dolorida por el duro trabajo.
El cine es para ella mucho más que cine. Es compañía, refugio, emoción…, evasión de su vida que imagino estrecha y con pocas luces. Es la esencia de su vida o quizás lo que le da sentido. Por eso la jubilación y el olvido de los recuerdos (que no me queda muy claro si se debe al deterioro propio de la edad o a alguna enfermedad degenerativa) la deben de producir un profundo sentimiento de pérdida y vacío.
Ella y el cine son uno, y sin el cine es nada.
Me gustó este relato, Lola, que me parece un bello homenaje al cine y a las salas de antaño.
Abrazos. Y enhorabuena por el premio.
Muchísimas gracias, Nenúfar, por entrar en la vida de Felisa tan bien, por un comentario tan trabajado, y por tus felicitaciones.
ResponderEliminarAbrazos flojitos por la calor.