Fotografía tomada de la red. |
La abuela decía, dedo índice enhiesto, que aquello ni tocarlo. Era para las mujeres de la casa. Cuando les dolía la barriga, iban con un vasito y vertían dentro un dedal de licor y se lo tomaban. Luego sacaban las cerezas con un tenedor y se las comían. Pasaban un tiempo con el hueso dando vueltas dentro de sus bocas. Y después lo lanzaban lejos para poder cantar mientras cosían vestidos y pantalones en el patio. Contentas porque el dolor había desaparecido. ¿Cuándo seremos mujeres como ellas?, nos preguntábamos mientras, tumbadas en el suelo, admirábamos aquel frasco de cristal con panza grande, donde brillaban los frutos rojos como las cuentas del collar granate de mamá. Yo soy ya tan alta como la tía Felisa, dijo un día mi hermana. Yo también, grité. Y fuimos a la cocina por sendos tenedores. Deliciosas aquellas cerezas borrachas de aguardiente. Ninguna de las mayores supo la razón de una alegría tan desbocada ni de las rosas rojas en nuestras caras.
Ayyyyy cuántos recuerdos me ha traído este fabuloso micro tuyo. Ahora cuando pinche una cereza de esas, me acordaré de ti.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Tenemos muchos recuerdos en común, Nani.
ResponderEliminarAbrazos compañeros.
Quitapenas no llaman en el pueblo de mi padre. En cambio, mi madre, muy urbana ella, se pegaba lingotazos de ginebra bajo la mirada comprensiva de su madre y la envidia de sus hermanos y hermanas.
ResponderEliminarAhora... con las pastillas.
Voto, sin lugar a dudas, por el alcohol.
Besos.
Un beso borracho, que dirías tú.
También estaba el Quina Santa Catalina que daba unas ganas de comeeer.
ResponderEliminarAbrazos sobrios, Luisa.
Retratas como nadie lo cotidiano. Excelente.
ResponderEliminarUn abrazo.
Al final, la única alegría que no resulta ficticia, las únicas rosas que nos se marchitan en el recuerdo.
ResponderEliminarAbrazos, siempre
En lo cotidiano, Yolanda, están a veces las grandes historias.
ResponderEliminarEsas que permanecen, son las que tienen su peso, Amando.
Abrazos a pares.
No deberían desaparecer nunca estos brebajes mágicos, que encerraban toda la sabiduría de nuestras abuelas, que tampoco deberían haberse ausentado para siempre. Al menos la mía, que también me quitaba los males con Agua del Carmen.
ResponderEliminarAcabo de colocarme las cerezas de tu relato, Lola, sobre la oreja de los recuerdos.
Besos
¡Ajá!, así que tú también, querida Cora-Zón, le dabas a la cereza aguardentosa.
ResponderEliminarAbrazos muy serenos.
Siento deseos de probarlas: se leen tan "apetitosamante" prohibidas.
ResponderEliminarA cambio disfruto tu impecable escritura. Placer de lectora bien ganado.
Un fuerte abrazo, Lola
Un relato muy tierno, que trasmite entre sus líneas, la bella evocación de una época del pasado y toda esa dulce inocencia que tiene la niñez.
ResponderEliminarEs un hermoso trabajo literario.
¡Felicidades!
Patricia, te envío un tarrito virtual de cerezas en aguardiente para que las pruebes.
ResponderEliminarMuchas gracias, Juan Carlos. Bienvenido al blog.
Abrazos a pares.
que manjar y que alivio para aquellos dolores. Mi madre me daba ginebra en ayunas antes de irme al cole. Así iba yo luego,
ResponderEliminarMe gustan muchos estos relatos que nos hacen volar hacia el pasado.
Un abrazo muy grande
Elena, no hemos salido alcohólicas de milagro. Eso sí, alegría, a raudales.
ResponderEliminarAbrazos soleados.
Tantas veces me recuerdas a mi casa. Te lo he dicho alguna vez? Pues es.
ResponderEliminarOtro, Maestra.