Mientras el “Pata pata” de Miriam Makeba suena en el tocadiscos, Nadine y John bailan con las cabezas juntas y los cuerpos separados. Nadine observa el hilo que asoma por uno de los agujeros del botón de la camisa de John, a punto de caer. Si John sube los brazos y los coloca en cruz, se abrirá el ojal y la tensión de la tela hará que se suelte. Habrá de nuevo gallinas en la granja y uvas en las vides. Ella lo ayudará y juntos construirán una nueva historia.
Su madre guarda una caja de galletas llena de botones encima del armario de su habitación. “Los botones, niña, son como miguitas de pan que señalan el camino de la vida”, le decía cuando, en las tardes de calor, se sentaban a la puerta de la granja para refrescarse con el aire que venía del mar. Le enseñaba el botón con forma de flor que recordaba su nacimiento, el de perla que adornó su chaqueta celeste el día en que ingresó en la escuela, o el que llevó en su primer cumpleaños. Pero la historia que más le gustaba, era la del inicio del noviazgo de sus padres. La abuela de Nadine era costurera. Hacía chaquetas, pantalones, vestidos y faldas para los granjeros, a cambio de alimentos la mayoría de las veces, y las menos de algo de dinero. La hija le ayudaba con el sobrehilado o los botones, mientras observaba desde la ventana a su vecino trabajando la tierra. En cierta ocasión él encargó una chaqueta, y cuando se presentó a recogerla, la madre de Nadine le pidió que esperase a que terminara de coserle los botones. Él la miraba de reojo mientras ella subía y bajaba la aguja, rodeaba el botón con el hilo, hacía una lazada y lo cortaba con los dientes. Aseguraba el último botón, cuando se pinchó en un dedo. Entonces él se levantó de la silla y se llevó el dedo a la boca.
Nadine los imaginaba en la puerta de la granja, frente a la tierra apelmazada. Veía después a su padre airear la tierra y cuidar las cepas que darían aquellas uvas tan dulces que a ella tanto le gustaban; y a su madre echándoles de comer a las gallinas, los dos juntos y felices, y soñaba con una historia semejante para ella.
Pero en el fondo de la caja, siempre había un envoltorio de papel de periódico que la madre apartaba y del que no quería hablar a pesar de la insistencia de la hija. Ella esperó a que uno de esos días se ausentara para deshacerlo con cuidado y no romper el papel amarillento. Entonces descubrió un botón de nácar. Lo levantó entre los dedos índice y corazón y lo estuvo mirando. Luego lo puso a un lado, alisó el papel y leyó una noticia del 21 de marzo del año 1960 que hablaba de muertos en Shaperville. Al volver su madre, quiso saber la historia de aquel botón y ella le contó que lo llevaba el padre el día en que murió atropellado cuando visitaba a unos parientes de Vereening. Nadine le pidió más detalles sobre su muerte, pero la madre dijo: “Deja de remover historias tristes, niña”. Le puso la tapa a la caja y con ella bajo el brazo, se metió en la granja. La brusquedad de la madre, siempre dispuesta a relatar cada trocito de vida atrapada en un botón, la había dejado con la sospecha de que le ocultaba algo. Miró hacia el gallinero vacío donde las sombras iban avanzando, y recordó las noches en que su padre salía con sigilo de la casa y volvía de madrugada; las reuniones con los vecinos en la cocina; los puñetazos en la mesa, las palabras de un discurso que entonces no entendía, el silencio al entrar ella; el susurro de una conversación prolongada hasta el amanecer en el cuarto cercano a su habitación, la víspera del viaje; el abrazo de sus padres y las veces que la madre dijo que tuviera mucho cuidado antes de que él subiera en el tren. Construyó entonces una historia diferente y entendió que la madre sólo quería protegerla.
Se pregunta si le gustará a John el vestido que su madre confeccionó para ella. Si habrá merecido la pena el esfuerzo que hizo para comprar la tela, las horas de costura, el dolor de espalda después de tantas puntadas; la paciencia con la que trenzó su pelo mientras ella veía a través de la ventana las cepas retorcidas, como si agacharan la cabeza, humilladas y exhaustas, abandonadas desde que la mano de su padre no cortaba los maderamen, ni podaba las ramitas de sarmiento para que los brotes tiernos dieran nuevos racimos.
Mira a John. Está guapo con el traje blanco. Le gustaría entrar en su cabeza, ahora que las dos están unidas, para pedirle que levante los brazos y los coloque en cruz para que el botón caiga. Miriam Makeba sigue cantando y ella tiene la certeza de que cuando el disco deje de girar, él se irá hacia el otro lado de la sala de baile, donde está la niña boba que lo persigue por las aceras y se hace la encontradiza. “Sube los brazos en cruz, tonto, que no te das cuenta de nada”. Le llega un rumor de palabras y está a punto de entender lo que él está pensando, cuando se acaba la canción. Sabe que si no hace algo ahora, lo perderá para siempre. Adelanta las manos, enlaza las suyas, levanta los brazos y el botón se suelta, rueda bajo una silla, rebota en la pared y se detiene después de un balanceo. Entonces la puerta se abre de golpe. Nadine da unos pasos hacia el lugar donde el altavoz ha enmudecido. John coloca las manos cruzadas en la nuca, como le han ordenado los policías. Uno de ellos registra a los chicos, de cara a la pared, mientras el otro vigila a las chicas. Nadine observa el temblor de las manos de John; manos de piel tan suave que no puede imaginarlas cuidando la tierra. Retira la mirada y la fija en el botón que blanquea bajo la silla. John repite que no ha hecho nada y su voz suena como un balbuceo apenas comprensible. El labio inferior de Nadine tiembla y los ojos se le empañan con el recuerdo de su padre en un ataúd junto al del granjero vecino. Los dos en el mismo tren de vuelta. La familia enterrando a sus muertos en silencio. Su padre un héroe y John a punto de llorar. Nadine escucha los golpes y las amenazas de los policías y se muerde el labio inferior con fuerza. Cuando los policías se marchan después de ordenarles que abandonen el local, John suelta los brazos y los deja caer a lo largo del cuerpo, luego sube una mano y acaricia la cara de Nadine con sus dedos suaves que nunca tocarán la tierra ni echarán de comer a las gallinas. Ella agacha la cabeza y mira sus pies descalzos. Él saca un pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta, levanta su barbilla y le limpia la sangre del labio. Entonces Nadine lo mira a los ojos y ve en ellos el reflejo de su padre que la lleva en brazos para que no se canse hasta el autobús que va a la escuela, y antes de bajarla al suelo, le da un beso y le susurra: “Nadine, mi niña”.
Los chicos abandonan el tocadiscos con su brazo torcido y el disco roto de Míriam Makeba, y van saliendo del local en silencio. Nadine se pone los zapatos y recoge el botón que está debajo de la silla. Luego levanta la cabeza y lo deja caer en la profundidad del escote.