DOBLE INFARTO
Mi padre escribía gruesos volúmenes de auto ayuda que se amontonaban en su escritorio. Mi madre, libros interminables de recetas de cocina que formaban una pila sobre su mesa de trabajo. Los libros eran una muralla infranqueable entre ellos y yo. Cada vez que me llamaban para comentar mis notas o comunicarme dónde iría de campamento ese verano, mis ojos apenas asomaban por encima de las torres de sus enciclopedias. Ellos se dedicaban a lo suyo, mientras yo hacía mis pinitos con la escritura. Todo iba bien hasta que la tía Clotilde nos hizo una visita. “¿Y tú qué quieres ser de mayor?”, me preguntó con una sonrisa manchada de carmín, la muy bruja. “Yo, microrrelatista”, dije sin un asomo de duda”.