26/11/08
De acuerdo con las bases de participación, no es posible publicar el texto del relato con el que participó Lola Sanabria y cuyo título es : "RÍOS Y AFLUENTES". Quedan pues, algunas imágenes del acto con la entrega de premios y lectura del relato ganador.
Presentación del acto a cargo de Ana García-Siñeríz.
Lola recogiendo el premio de finalista.
El actor Miguel Rellán hace la lectura del relato ganador.
Miembros del jurado con los participantes.
José Antonio Abellá (Ganador del concurso), Miguel Rellán y Lola durante el vino que ofreció la organización.
La familia arropando: Basi y Mª Jose a los lados y servidor tirando la foto.
AUTORA: Lola Sanabria.
(Relato ganador del XVII concurso de narrativa "María Fuentetaja" Ayuntamiento de El Escorial)
Recuesta la cabeza en el respaldo y mira a través de la ventanilla. Haces empacados sobre la tierra de tallos amarillos, cortados a ras de suelo. Ni una nube en el cielo. De vez en cuando, un campesino marcha lento, subido en el tractor. Sol de mediodía. Julio. Una mujer en un camino, con la cabeza cubierta por un sombrero de paja, avanza despacio con una cesta de mimbre al brazo, cuatro picos de tela a cuadros descansando sobre el trenzado. Dos paradas y el tren se detendrá en la estación. En el andén, el padre con la piel cuarteada por muchos soles, más viejo; y la madre con sus enormes pechos sobre el mandil con volantes, más vieja. Besos y abrazos. “La maleta, déjame la maleta”, dirá él. Y ella le hablará de camino a la casa del conejo con tomate que le habrá preparado, ese que tanto le gusta. La misma escena repetida todas las vacaciones. Pero ahora ha vuelto para quedarse. Respira profundo y los pulmones se caldean con el aire del vagón. Vuelve para quedarse. En la misma habitación que dejó cuando se fue a estudiar Agrónomos. El padre estará satisfecho. Dejará la maleta sobre la colcha de ganchillo que hizo la madre y ella la abrirá para sacar sus ropas y protestar por los roces y el color. “Un poco de lejía, algo de azulete en el aclarado, hilo y aguja, y quedarán como nuevas”. Ella siempre tan dispuesta a aprovecharlo todo, a sacar partido de cualquier cosa. Sobras de cocido: ropavieja. Manzanas dañadas por el pedrisco: compota. Agujeros en los pantalones y las chaquetas: rodilleras y coderas. Así habían conseguido ahorrar dinero y enviar al hijo, su único hijo, a la Universidad. Agrónomo porque a su padre le vendrá muy bien para trabajar los campos. Experiencia y estudios, los dos unidos. Padre e hijo. Para siempre. El tren se detiene en la estación de Brozas. Se levanta y estira los brazos para sacudirse la modorra. Baja el cristal de la ventanilla. Una mano le ofrece una lata de cerveza y un sándwich. Antes era una botella de gaseosa y un bocadillo, y si era por la mañana temprano, media docena de churros ensartados en un junco como las cuentas de un collar. Ahora cervezas, Coca Colas y sándwichs. A Brozas solía ir con los amigos para las fiestas del pueblo. Volvían tarde a casa, algo bebidos. Y siempre lo esperaba la madre, sin pegar ojo. “Mira que ocurren muchas cosas malas a esas horas”, decía. “Mira que el muchacho de la Elisa se mató con la moto”. “Mira en qué estado vienes”. Así todos los años. La madre. Imposible escapar de su preocupación. El tren vuelve a arrancar. Extiende un pañuelo sobre el regazo, deja el sándwich envuelto en plástico y tira de la anilla de la cerveza. Bebe un trago largo. Desenvuelve el sándwich y le da un mordisco. Chorizo. No como el que hacían en casa todos los años por diciembre, cuando mataban al cerdo. Una fiesta el día de la matanza. Picaban la carne, la metían en las tripas, sacaban los jamones, los cubrían de sal, ponían en aceite los lomos fritos y guisaban en un gran caldero la carne con patatas, a fuego lento, para que se fueran haciendo hasta la hora de la cena. Y él subía a sierra Molera con los amigos y hacían hatillos con las ramas de arbustos y los arrastraban ladera abajo tirando de la cuerda. También traían romero para la carne, y tomillo para aliñar las aceitunas del verdeo. Después de la cena, hacían un candelorio a la puerta de la casa y cantaban y tocaban la zambomba que su padre hacía con la vejiga del cerdo, bien tensada sobre la boca de un cántaro pequeño y una pajita en el centro. Cuántas risas con los sahumerios. Cuántas lágrimas cuando el pimiento picante se quemaba en los braseros. Invierno. Y con el invierno volvían los sabañones en las manos y las orejas, y la recogida de las aceitunas, a veces medio enterradas por las heladas. El padre siempre quiso que fuera Agrónomo. Nos vendrán bien tus estudios para el campo. Asoma el cauce del río, seco, con las piedras rodadas brillando, limpias, sin un verdín que hable de aguas recientes. El tren va más despacio. Le cuesta subir el repechón de Los Negrales. Cuando remonten, cuando salgan de este paraje de pinos, entrará en la penúltima estación. Sacude el pañuelo y bebe el último trago de cerveza. Vuelve a recostar la cabeza en el respaldo y mira por la ventanilla. Coto de caza. Antes no había tanto coto de caza. Había campo abierto y escopetas y cazadores haciendo huir en bandadas a los pájaros con el estampido de los cartuchos. Conejo con tomate. Su madre siempre le prepara conejo con tomate. Pero a él no le gusta el conejo con tomate. Le gustaba hasta aquel día en que se encontró con uno de frente, los ojos raros, la cabeza rara, y su padre dijo ni se te ocurra matarlo. Le cogió asco al conejo. Le dio por pensar que tal vez se comió alguno así, tan raro, tan feo con esos ojos reventones. Y él nunca se atrevió a decirle a la madre que no quería más conejo, ni con tomate, ni de ninguna otra manera. Por no herirla. Por no defraudar al padre había estudiado Agrónomos. Le gustaba el campo en primavera, cuando los tallos de hinojo y los espárragos salían de la tierra. Cuando los días se estiraban y el sol caldeaba la humedad del río. Cuando los almendros florecían y sacaba las almendras de sus fundas verdes y eran tan tiernas que se hacían leche entre los dientes. Y daba gusto tumbarse en el patio y marearse con las estrellas que corrían de un lado a otro en las noches sin luna. Pide un deseo. “Ver mundo”, susurraba. “Que este pueblo es muy chiquito y asfixia”. Y eso que le gustaba mucho la hija de la Julia, una pecosa con trenzas de zanahoria. Pero a su madre no le hacía gracia verlo tontear con ella. Todo por una pelea antigua entre familias. Ángela empapando su camisa de llanto. Ángela. Baja los párpados y deja una rendija. Entre las pestañas se abre un arco iris en una gota que humedece un ojo. La alergia. Sólo ver las horcas aventando la parva y le entra ese polvillo que le pone la nariz de payaso, los ojos hinchados y llorosos, y le hace estornudar continuamente. Las consultas con el alergólogo le llevaron de visita a la ciudad. La primera vez que se bajó del tren y salió a la avenida, le asustó el caudal incesante de coches. Se sintió pequeño y desamparado. Su madre le agarró de la mano muy fuerte, tanto que le hizo daño, y anduvo sorteando coches como pudo, entre pitidos y gritos. Enseguida se acercó un guardia y le enseñó los semáforos y los pasos de peatones. La madre le dio las gracias y todo tipo de explicaciones sobre de dónde venían, a qué, y cómo se llamaba el doctor al que habían ido a visitar. El guardia fue muy amable, les indicó el camino para llegar a la consulta, y ella le ofreció su casa. “Si se anima a visitarnos, le haré un conejo con tomate, que me sale muy bueno, ¿verdad, hijo?”. Y el hijo movió la cabeza varias veces. Luego tiró de su mano y los dos se perdieron en un laberinto de calles y semáforos. La hija del médico era mayor que él. Despuntaban los pechos en su blusa de popelín, y recogía el pelo muy negro y espeso con un lazo en una coleta. Vestía el uniforme del colegio: una falda gris, tableada, que le llegaba a las rodillas, medias blancas y zapatos negros. Cuando salía de clase, iba a la consulta y esperaba a que terminara su padre para que la llevara a casa. Masticaba chicle de fresa y sacaba la punta de la lengua envuelta en una funda rosa. Soplaba y hacía un globo que estiraba y estiraba hasta estallarle en la cara y tocar la punta de su nariz. A él le gustaba verla hacer globos y a ella le divertía que él la observara. En una de aquellas visitas, la madre se quedó dentro hablando con el médico y ella aprovechó que estaban solos para llamarlo paleto. “¿Qué miras, paleto?”. No quería ser un paleto. Quería dejar el pueblo. Quería ser alguien tan importante como el padre de ella, tan sabio que le ponía unas inyecciones y le daba unas pastillas y adormecía la alergia. Si su padre no se hubiera empeñado en que hiciera Agrónomos, habría sido médico. El tren aminora la marcha en una curva que rodea una montaña. Él levanta los brazos y bosteza. Pronto habrá llegado. “¡Ahí está!”, dirá la madre señalando con un dedo la ventanilla. Y saludará con la mano y gritará: “¡Aquí, aquí!”, y aligerará el paso, siguiendo el cuadrado de cristal hasta que la locomotora se detenga. “Conejo con tomate, hijo, ya verás cómo te chupas los dedos”. “No lo agobies mujer, ¿no ves que viene cansado?”, dirá el padre cuando ella le coja la cabeza entre sus manos y le llene de besos la cara, alzada sobre las puntas de sus zapatillas de lona. “Nadie como su madre”, contestará. “Nadie como una madre”. El verano anterior a su partida, dejó de ir con Paco a la caída de la tarde para matar los pájaros que bajaban a beber al río, los dos emboscados entre los matorrales, silenciosos, la escopeta cargada, atentos a los trinos y vuelos. Paco era buen cazador y siempre volvía con el morral lleno a la espalda. Él menos. Pero le gustaba acompañarlo. Luego, de camino a casa, fumaban algún cigarro que Paco había comprado en el estanco con el dinero de la venta de los pájaros. A Paco le gustaba el campo y nunca pensó en hacer otra cosa que trabajar la tierra con el padre. Un poco terco, Paco. Dejó de hablarle cuando él se negó a acompañarlo más tardes. No aceptó que lo cambiara por Ángela, la hija pelirroja de la Julia. “Eres un cabrón, un mal amigo, un calzonazos”. Pero él no podía hacer otra cosa. No podía quedar con ella en la plaza, ni en el bar, ni en el salón de baile, ni en el cine. Sus padres lo habrían sabido enseguida. Quedaba con ella en el tejar derruido y entre tejas rotas y jaramagos apuraban las últimas horas del atardecer con los cuerpos enlazados. Cuando daban las diez campanadas en el reloj del Ayuntamiento, se vestían, sacudían sus ropas, las alisaban, pasaban las manos por el pelo, se quitaban las briznas de hierba seca y volvían a sus casas. Ella delante, él detrás, dejando pasar unos minutos para que hubiera distancia. Ángela. Muchacha sin terminar de hacer. Palitos de piernas, ojos enormes, pelo abundante, pechos pequeños con varias pecas alrededor de los pezones rosados, y unas caderas demasiado estrechas. Sin terminar de hacer. Ángela. Desvía la humedad hacia la boca y la traga. La locomotora entra en la estación. Acercándose, dos puntos que se agrandan y cogen formas y ya son dos cuerpos que levantan los brazos y saludan. Baja la maleta de la malla y espera a que el tren se pare para dejar el compartimento en el que ha viajado solo. “Esta línea la van a quitar”. Eso fue hace un año. “No interesa. La gente ya no viaja en tren por estos pueblos. Prefieren el autocar. O el coche. ¿Tú tienes coche, chaval?”. Al Jefe de Estación lo han jubilado. El reloj de la estación tiene el cristal roto y las agujas marcan siempre las dos y veinte. La pintura del banco está levantada en varios sitios, como si un cepillo de carpintero hubiera dejado sin desprender del todo sus virutas. Hace años el cobre del reloj de la estación brillaba y el banco estaba verde y liso, recién pintado. Y sus padres un poco más jóvenes. Ellos dos solos, llorosa ella, muy serio él. Ángela no. No había sitio para ella en esa despedida. Le empapó la camisa de llanto la tarde anterior. “No me olvides”. “No te olvidaré”. “Vuelve”. “Vendré para Navidad”. Pero ella no dejaba de llorar, la cara pegada al pecho de él, como un aguacero. La madre. Ella se daría cuenta. El aire caliente que bajaba del cerro de las cruces la secaría, pero quedarían las arrugas. Tarde. Hacía rato que dieron las diez en el reloj del Ayuntamiento. Y Ángela que no lo soltaba. Nunca la vio llorar, nunca hasta entonces. La dejó de pie, los brazos caídos a lo largo del cuerpo. “Una sonrisa, venga, hazlo por mí”. Y ella lo despidió así, con una sonrisa triste, los labios apretados, sin dejar salir las palabras, y los ojos rojos de tanto llanto. Ángela tenía el cuerpo de niña, a medio hacer, y poquito hueco entre sus caderas. “¿El viaje bien? Van a quitar la línea. No es rentable. Deja, deja que lleve la maleta”. El padre está más delgado, el pelo blanco, las arrugas más profundas. Y algo más encorvado. Lo observa cuando va delante hacia el Land Rover. ¿Cuántos años, setenta? “He hecho conejo con tomate, bien que lo habrás echado de menos. ¿Sabes lo de Paco? Mira que es bruto ese chico. ¡A quién se le ocurre liarse a patadas con el burro! Siete puntos y puede dar gracias de que la coz no le abriera la cabeza. Para haberlo matado”. Su madre no para de hablar mientras camina a su lado, agarrada de su brazo. Está más gorda, más vieja, más cansada. Le cuesta hablar y respirar al mismo tiempo, pero tiene que decirle muchas cosas al hijo. Lo supo en Navidad. No antes. No en las cartas, ni por teléfono. El padre le contaba las cosas del campo. Cómo iban las cosechas, cómo se habían empobrecido los olivos. “Habrá que arar la tierra y dejarla en barbecho”. La madre sólo quería saber cómo estaba. Aquella Navidad el frío fue más intenso que nunca. Se colaba por las rendijas de puertas y ventanas. Seco. Con escarchas que crujían bajo las botas de los campesinos y quemaban los campos. Un invierno duro. “Murió la hija de la Julia”. Lo soltó de repente, sin avisar, mientras le ponía delante el plato de conejo con tomate. “Se le fue la vida en un río de sangre. Tan chiquita, la pobre, con el niño a medio hacer dentro”. Pero él había regresado para abrazarla entre las tejas rotas y los jaramagos. Quería el temblor cuando acariciaba su piel de leche, quería respirar el olor a heno de su pelo de zanahoria, quería el sabor a nata de su vientre. No se lo creyó. No quiso. Hasta que bajó al cementerio y leyó en letras doradas su nombre, cinceladas en la piedra blanca, la que ponían a los niños muertos. Tan limpia, tan bien cuidada la lápida por la madre. Se encerró en su habitación. Solo, tumbado en la cama, mirando una grieta en el techo, ancha, por donde salían arañas grandes y pequeñas de abdómenes hinchados con el jugo de sus víctimas. Tejían las telas sobre su cabeza, con hilos finos y pegajosos donde caían las moscas. Cuanto más se movían intentando escapar, más se liaban en sus mortajas. La araña salía de su escondite, avanzaba hacia la mosca y la dejaba vacía y retorcida. Como él. La madre entraba, le retiraba el pelo de la frente, le pedía que saliera a comer, a saludar a los que venían a verlo. Pero no quería ver a nadie, ni comer, ni moverse, sólo ver las arañas salir de la grieta. “No hay grietas, ni arañas, hijo”. Ella no las veía, no las podía ver. Él sí, gordas, pequeñas, como un río. “Huye”, decía. “Huye”, imploraba. Pero la mosca siempre caía en la tela y allí se quedaba esperando la muerte. Cuando la fiebre lo dejó en un estado de sopor, la madre le hizo beber caldos y tragar pastillas. Y poco antes de que acabaran las vacaciones, apareció en la puerta de la habitación. Pálido, casi translúcido. La madre ahogó un sollozo tapando su boca con el pañuelo. El padre arrastró una silla y le indicó que se sentara dando unas palmadas en las aneas. Silencio. Pollo en Nochebuena, mantecados y peladillas. Villancicos, aguinaldos, voces y risas. El paso de los borrachos tambaleándose en las aceras. Ruido en la calle. Dentro, el silencio. La madre abre la maleta sobre la colcha de ganchillo, saca la ropa y se la lleva. “Todo esto para lavar, que tiene muy mal color. Ya verás lo bien que queda con algo de lejía y azulete. Bien planchadita y cosidos los puntos que se han escapado de los jerseys. Ya lo verás”. Él se tumba sobre la cama y mira al techo. Blanco, sin grietas, sin arañas ni moscas. Oye el ruido de los platos en la cocina y enseguida la voz de la madre, llamándolo. Sobre el hule, humeando, el tomate que cubre dos patas y unas costillas de conejo. El dornillo y los cuencos. Gazpacho. Se sienta en la mesa, retira el plato y se echa el caldo. El padre miga pan, la madre no se sienta. Va de un lado a otro, atareada, inquieta. “¡Mira qué sandía!, se ha abierto ella sola, de lo buena que es. Azúcar, puro azúcar”, dice, y la pone sobre la mesa. Un balón atravesado por una enorme raja. Él abandona la cuchara en el cuenco y mira la línea quebrada y ancha como una herida profunda. La madre calla. “Ha muerto la Julia”, dice de repente. El hijo aparta la vista de la sandía y la mira. Le tiembla la barbilla. Saca un pañuelo del bolsillo del mandil y lo pasa por los ojos, por la boca, por toda la cara. “No callará esta mujer”, dice el padre mientras sigue echando trozos de pan en el gazpacho. “No te apures, yo la cuidaré. Ayer quité las malas hierbas, le di una mano de pintura negra al aro y le puse flores frescas”, dice la madre. Se acerca al hijo y le retira un mechón de pelo de la frente. - Gracias, madre. Acaba el gazpacho y se levanta. - ¿No vas a comerte el conejo? - No, madre. No me gusta el conejo. - ¿Desde cuándo? - Desde hoy. Antonio sale al patio y se sienta en la mecedora vieja. Su padre se sienta a su lado y mientras fuma un cigarro, le habla de la cosecha de trigo, de la vendimia a dos pasos como quien dice, de los frutales que fumigó y han dado muy buenos melocotones y albaricoques ese año. Sabe más que él del campo. No lo necesita. Hay una algarabía de pájaros despidiendo la tarde. Cruza el aire una golondrina. Los vencejos se posan sobre el brocal del pozo un momento, luego remontan el vuelo y se achican hasta desaparecer detrás de una loma. Dos gorriones se arrullan entre las hojas de la parra. Y poco a poco llega la oscuridad. Un camino de luz cruza el cielo como un relámpago y cae detrás de los tejados. Pide un deseo. “Ver mundo”. Y sabe que esta vez su deseo se cumplirá.
20/11/08
ARRIBA, ABAJO.
AUTORA: Lola Sanabria
2º Premio del primer certamen de relatos breves "El Puente".
Esta mañana Alba salió temprano de casa. Ni siquiera la oí levantarse. A eso de las nueve, la peque me ha despertado. Se ha subido a la cama y me ha abierto los ojos tirando hacia arriba de los párpados. El sol entraba por las rendijas de los postigos dejando unas franjas de luz sobre las sábanas. He palpado con la mano el lado izquierdo y entonces me he dado cuenta de que Alba ya no estaba.
-¿Sabes dónde está tu madre?- le he preguntado a la peque. Ella se ha encogido de hombros y se ha puesto a saltar sobre la cama.
En la cocina, bajo un vaso de agua, Alba dejó una nota en la que decía que se fue de compras y volvería a mediodía. De compras. ¿Qué habría que devolver esta vez? Mientras llenaba la cafetera de agua, echaba cucharadas de café en el filtro, la enroscaba y ponía al fuego, he barajado varias posibilidades. Un vestido para una cena de gala, un patinete para la peque, un cuadro... De todo ello había hablado por la noche. Calenté la leche, le puse el Cola Cao y eché cereales en un cuenco. El café salió a borbotones y llenó la cocina de olor amargo. La peque arrimó su silla a la mesa y se puso a desayunar. Me senté a su lado y mientras untaba una tostada de mantequilla y mermelada, le pregunté qué quería hacer esa mañana.
- Saltar a la goma- dijo ella con la boca manchada de Cola Cao- saltar a la goma en el patio. Levantó el tazón con las dos manos y apuró la leche. Luego salió de la cocina.
“Gasolina” se asomaba por la ventana, esperando a que abriera el cristal para saltar dentro. Miré el comedero vacío. Como Alba no se acordara, el gato se iba a quedar sin comida. Sólo un puñado de pienso. Eso era lo que había. Pero se acordaría. Ella nunca se olvidaba de la peque ni de “Gasolina”.
Recogí las tazas y platos del desayuno y los fregué. “Supongo”, pensé, “que traerá algo para la comida”. En esa fase, Alba siempre compra algo bueno para comer. Demasiado bueno, demasiado caro seguro. Pero eso no importa, porque luego viene la mala racha y todo se vuelve ahorro. No porque se lo proponga, sino porque las fuerzas no le alcanzan para pensar en otra cosa que no sea un plato de acelgas y patatas. Por ejemplo. Así que era el tiempo de las nécoras, los percebes, las quisquillas, el buey de mar. Algo de eso traería.
Sequé los platos y dejé el paño de cocina colgado cerca del frigorífico donde Alba había sujetado con un imán con forma de raja de sandía, un dibujo de la peque. Sonreí a la familia que parecía levitar, sin suelo bajo sus pies. Así es. Despegamos del mundo de tanto en tanto, para luego quedarnos amarrados a la tierra como si ésta tuviera grilletes de barro.
La peque trajo la goma y salimos al patio. Yo me senté y ella me pidió que abriera un poco las piernas para pasármela por los tobillos. Luego enganchó el otro extremo a las patas de una silla, quedando dos lados tensados y paralelos a ras de suelo, y comenzó a saltar pisando uno y luego otro mientras cantaba una canción. Corría una brisa que entraba del mar, olorosa a algas y pescado fresco. Miré el reloj. Aún era temprano. El sol asomaba entre los repetidores anclados en un alto, no muy lejos de la ermita que blanqueaba entre el verde oscuro de los pinos. Al día siguiente tendría que deshacer el entuerto. Siempre es así. A veces me canso de recorrer tiendas para hacer devoluciones, de reponer el dinero en la cartilla, de anular letras. Pero en el pueblo todos colaboran. Excepto Sixto el que compra y vende terrenos, con ése no valen explicaciones. Con ése hay que tener cuidado porque no se echa atrás de ninguna manera. Así fue como se quedó con los seiscientos euros que Alba dejó de señal para un terreno para la peque. Allí pensaba hacer una casita, a pie de mar, para que cuando creciera, tuviera su lugar donde vivir. Seiscientos euros no eran mucho, pero no volví a hablarle a Sixto. No quiero cuentas con él. Ni Alba. Es al único al que evita.
Del sastre Julián, siempre esperando inútilmente en la puerta de su negocio, con la cinta métrica colgada al cuello, a que venga algún jeque, alguien importante para encargarle trajes hechos a medida, no tengo queja alguna, pues cuando Alba va por allí y elige telas y le hace tomar medidas para un vestido largo, un smoking o cualquier otra prenda que se le antoje, él la atiende con diligencia y se contagia del entusiasmo y la vitalidad de Alba. Durante el tiempo que ella está en su sastrería, él vive un sueño, así me dice cuando voy a anular los encargos.
Comprensiva, aunque menos entusiasta, es la dueña de la tienda para bebés por donde Alba pasa de vez en cuando a comprar cuna, cochecito, vestidor, bañera y todo el equipo para un recién nacido, porque, según dice, piensa tener otro niño, hecho a todas luces imposible ya que después de la peque, en un momento en el que sólo veía negro a través de la retina, como si un trapo sucio se hubiera colado dentro, se hizo una ligadura de trompas. Sin embargo, ella insiste en que es algo reversible y se entusiasma con ranitas y baberos antes de abandonar la tienda y el fastidio de doña Mariquita que en cuanto la ve salir respira aliviada.
Con el peluquero es algo más complicado porque no hay aplazamiento posible. “Quiero un corte a trasquilones”, dice Alba. Y él se afana en dejarle la cabeza como una diosa de ahora, de esas modernas, sin perder de vista que no le puede cortar tanto como ella quiere, que de algún modo debe convencerla para que se deje hacer. Y al final lo consigue. El problema es el color. “Flequillo morado, centro verde limón, y cogote rosa”, ordena. Y el pobre Luichi, como se hace llamar aunque en realidad su nombre es Luis, traga saliva antes de soltar que es un disparate. Alba se enfada un poco. Poco porque sus poros desbordan alegría. Y ahí es inflexible. Lo más que puede conseguir Luichi es que los tonos sean suaves o, en el mejor de los casos, que anule un color. Aún así, la primera vez que la vi llegar a casa con la cabeza como un arco iris, casi me desmayo. Luego me acostumbré y hasta me da algo de tristeza cuando se quita el colorido con un tinte oscuro.
Pero, en general, todo está más o menos controlado.
Alba llegó a mediodía como había dejado escrito. Traía bolsas con comida y regalos para todos. Una cuerda de saltar para la peque y un patinete; un ordenador portátil para mí, a ver si así dejas de usar ese lápiz diminuto y la libreta mordida por las esquinas; una pelota con cascabeles, la quinta o sexta, para “Gasolina”; unos zapatos con tacón de aguja, ella que no aguanta más de cinco centímetro de altura; el anuncio de varios encargos en tiendas y la compra, apalabrada, del barco del viejo Tomás. El pelo no lo había tocado.
Lo repartió todo y luego se fue a la cocina a preparar sobre lechos de lechuga y hojas de roble todo el marisco que había comprado. A la peque le hizo un lenguado a la plancha. La comida, tal y como yo había previsto, fue un festín. Y mientras abríamos ostras y dejábamos caparazones vacíos, Alba no paró de hablar del barco. La peque la escuchaba fascinada. Todo lo que su madre le cuenta son cuentos de hadas, así se lo expliqué un día, cuando se enfadó al ver desmoronarse ante sus ojos, como un castillo de arena de los que hacemos los dos en la playa, el sueño de un viaje al Amazonas. Le costó entenderlo pero la peque es lista, muy lista, tan lista como su madre, y pronto supo sacarle provecho a las historias que le relata. En las malas épocas, me hace repetírselas, no como proyectos, sino como historias completas, con sus anacondas, sus hombres invisibles, y todo aquello que yo pueda aprovechar de películas y documentales para hacer un cuento.
Después de comer la peque se echó la siesta. Alba y yo salimos al patio y nos tumbamos en las hamacas bajo el tejadillo. El sol estaba en lo alto y el aire estancado y oloroso a almizcle, aceite y fuel. Se oía la sirena de un barco llegar al puerto. Un barco de los grandes, de los de verdad, no como el cascarón de Tomás que se cae a trozos: una barca de pescador, dejada de la mano de Dios. La pe de Paloma desapareció hace tiempo desgastada por la sal, el agua y la arena. También por los vientos helados de los crudos inviernos. Todo fue carcomiendo la barca de Tomás. Como él, que achicó tanto que apenas parece un trozo de carbón con gorra bebiendo latas de cerveza dentro del barco. Paloma. Ahora es una aloma arañada, cuyo color verde se lo va tragando las grietas marrones. Pronto no quedará nada del nombre. Paloma, la mujer de Tomás. La añora y no hace otra cosa que beber cerveza y mirar el mar. La barca no tiene más valor que el que él le da. Y es mucho. De ninguna manera va a venderla. Así se lo dije a Alba. Ella, que seguía con los ojos medio cerrados, cegada por la luz, el vuelo de una gaviota haciendo círculos sobre nuestras cabezas, se volvió hacia mí.
- ¡Claro que lo hará! ¿Para qué la quiere?- dijo algo enfadada.
- ¿Y nosotros qué haríamos con ella?- le pregunté a sabiendas de que era una pregunta estúpida.
- Pintarla, lo primero. La pe tiene que volver. Quizá cambie el color, no sé, ya veremos. Y luego salir a alta mar. Tú podrás pescar atunes...
- Pescar atunes...
- Yo los limpiaré y cortaré en rodajas para hacerlos a la plancha, encebollados o con pisto. Y la peque tomará el sol que es muy bueno para crecer, mientras escribe en su cuaderno las historias esas tan divertidas que inventa.
- Ese barco... ese cascarón podrido- insistí yo en llevarle la contraria.
Ella dejó de hablar y se oyeron los graznidos de la gaviota y, otra vez, la sirena del barco.
- ¿Tomaste la medicación?
- Ah, eso...
Así que no la había tomado. Me levanté de la hamaca y entré en la casa. Volví con las pastillas y un vaso de agua. Alba se incorporó y las fue tragando sin decir nada. Luego volvió a tumbarse. Dejé el vaso sobre la mesa de mimbre y me eché a su lado.
- ¿Qué ves ahí?- dijo señalando la gaviota, con un ojo guiñado.
- Una gaviota, qué si no- dije yo.
- Un vuelo de colores, eso veo yo- y alternó el guiño de los ojos.
Achiqué los míos hasta casi cerrarlos. El sol humedeció el lagrimal y se extendió en pequeñas gotitas entre las pestañas. Entonces vi el rastro que iba dejando en el cielo el movimiento de unas alas, varias veces repetido, como un dibujo de colores en abanico. Cerré los ojos y apareció la barca de Tomás, verde y blanca, reluciente, nueva, con la pe de Paloma brillando bajo la luz anaranjada. Allí estábamos: Alba, la peque y yo. Pescando atunes. ¿Por qué no? Esa tarde todo era posible. Y soñando, me quedé dormido.
31/10/08
MORIR DE AMORES, PERO NO TANTO
Relato publicado en el libro «Más cuentos para sonreir» (Editorial Hipálage) y en el libro «Partículas en suspensión» (Editorial Talentura).
4/10/08
Mi señor Caballero de la Triste Figura: Me llena de rubor su ofrecimiento de dar la vida por mí, si yo así lo quisiera, pero no puedo pedirle tanto por el agravio que cree haberme causado a través de quien relata sus andanzas. En mis salidas, oculta mi identidad bajo capa, y dentro de un carruaje, llegó a parecerme mucho menos aburrida esa mujeruca que urdió con mi nombre. A fin de cuentas, una zagala restregando ropa en el lavadero y riendo los chascarrillos de los mancebos que por allí pasan, es un soplo de aire fresco, una florecilla silvestre, de esas que crecen en las praderas y que huelen a libre albedrío. No me quedo con los sabañones en las manos, ni con las ropas sucias y toscas. Tampoco con una supuesta fealdad que el tal don Miguel se empeña en filtrar con la tinta de sus escritos. Me emocionan otras cualidades que vuesa merced vio en mi persona. Nunca le pedí nada, aunque también es verdad que me pareció demasiado generoso por su parte, ofrecer una ínsula al necio de Sancho, que sólo piensa en comer y conservar su pellejo. Vuesa merced merece otro escudero más acorde con su linaje, a la altura de sus bellos sentimientos, de la bravura en defender a su amada. Es hora de que piense en mi primo Benito de Torquetuertos, que si bien le falta un ojo, le sobra valor para seguir a su señor a donde hiciere falta. Del pago, puede llegar a un acuerdo con él. Unos maravedíes, comida y techo y la ínsula que ofreció a Sancho, será suficiente. Pero, mi señor, tengo un padre anciano que vive casi en la indigencia. ¡Sería tan hermoso que se ocupara de él! Uno de esos castillos que refiere haber conquistado, podría salvarlo de la intemperie. Y un terreno donde plantar trigo para el pan, con sus prados y sus vacas que le dieran leche. Claro que sería menester algunos labradores y otros empleados para llevar a buen fin las tareas del campo. Porque a mi padre el reúma le tiene agarrotados los dedos de manos y pies y no puede hacer trabajo alguno. De unos tíos míos que viven en Corral de Calatrava, he tenido malas noticias últimamente. Parece ser que un rayo cayó sobre la zahurda y dejó al único cerdo que engordaban para la matanza, hecho carbón. Espero de su merced, que tenga a bien enviarle unos cuantos marranos para que puedan cubrir sus jamones con sal en las artesas y colgar los chorizos del techo de la cocina y que se curen con el humo de la candela. Sabrá apreciar unas lonchas de tocino y unas tajadas de carne con las que, estoy segura, le agasajarán mis tíos en cuanto dispongan de los cerdos. En cuanto a mí, sepa vuesa merced que ando harta del amancebamiento por unos cuantos maravedíes, con caballeros que no conocen el jabón y el agua. Insuficientes para comprar un bonito vestido, un sombrero con pluma de ave, unos botines acharolados. Menos aún para comprar remedios con los que curar las enfermedades que este oficio conlleva. Además que ya he pasado de los treinta y noto al masticar la carne, los primeros rigores de la edad en el malestar de mis dientes. Quisiera pedirle, pues, mi señor, no que me libere de esta vida llevándome consigo en sus aventuras, por otro lado harto fatigosas; lo mío es más sencillo. Bastará con una visita al vizconde Ronualdo de Tocho Mocho. Dicen todos que tiene un arcón lleno de monedas de oro. Dicen y es verdad. De ello puedo dar fe. Me engañó. Sedujo a la moza de trece años que yo era, prometiéndome una de aquellas monedas a cambio de yacer con él. Y una vez conseguido su propósito, me lanzó a la calle. En ella ando desde entonces. El arcón está en el doblado, tapado con una manta toledana. Vuesa merced ya sabe lo que debe hacer.
Su amada, Dulcinea del Toboso.
21/9/08
PERCEBES.
(Ganador del concurso de microrrelatos eróticos convocado por el Diario de Alcalá)
AUTORA: Lola Sanabria
En vacaciones, todas las mañanas iba con mi padre a la lonja. Comprábamos jureles, sardinas o caballas, y un puñado de los percebes de Estrella. Estrella tenía la piel tostada, el pelo largo y los ojos violeta. Cuando nos veía llegar, se mordía el labio inferior con sus dos paletas blancas, brillantes de saliva. "¡Qué chico tan guapo!", decía, dejando una caricia con olor a mar en mi pelo.
Mediado agosto, mi padre salía con Estrella; y una noche, la invitó cenar con nosotros.
Amontonábamos uñas y pieles vacías de pulpa de percebes sobre los platos; y mientras mi padre introducía un dedo en la boca de ella, de vez en cuando, yo exploraba con mi pie bajo su falda.
(Todos somos diferentes. Relato incluido en el libro)
AUTORA: Lola Sanabria
Le digo: “¡Ríndete!, no puedes ganar”. Pero Jerónimo continúa erguido en su caballo, con su penacho de plumas, a la cabeza de la fila enfrentada a los casacas azules. Esperan al niño que los dejó en el umbral de la habitación. “¡Ríndete!”, grito entre sueños, y mi marido me despierta de la pesadilla.
Mientras desayuno repaso esa escena que se ha quedado enquistada en el sueño pero que continuó en la realidad. Porque el niño volvió de su pelea con la muerte que lo mantuvo maltrecho días y noches interminables en una cama de hospital. Volvió y Jerónimo venció a los soldados guiados por su mano pequeña. Batalla ganada, aunque la historia se encargaría de que perdieran la guerra. Y ahí están, me digo, unos cuantos, en reservas como animales. Nada que hacer. Voy a la ducha y el agua se llena de espuma y limpia y se arremolina a mis pies. Pronto estaré en mi trabajo. Pronto la veré y la oiré decir: “No tengo plata suficiente para volver a mi país”. Y yo haré como el otro día, callar.
“Ríndete, mujer, tienes la batalla perdida”, susurro de camino al metro. Nadie le hará caso a ella. Nadie. Debería haber sido más discreta, pasar desapercibida. Una más. Pero no, tuvo que mostrar sus habilidades. “Miren ustedes qué fácil de hacer”. Y puso en marcha un taller de marionetas. Ella. Tonta. No sabe que no se puede perdonar que sea peruana y lista. Que tenga casa, que sus hijos vayan a la universidad, que trabaje duro para prosperar. “Qué rico esto, qué rico lo otro”, dice porque todo le gusta. Confiada. “No, mamita, yo no hice tal cosa”, se defendía. Pero el pico del pañuelo multicolor salía del bolsillo de su pantalón. Lo sé. Yo lo sé. Sé quién lo puso allí. No dije nada. Es un sitio pequeño y me dejarán sola, aislada, me digo mientras el metro abre sus puertas en la estación de Lago. Dos negras suben y se cogen de la barra. La chica que está a mi lado frunce la nariz y se retira. Pero huelen a sueño. “¡Será imbécil!”, digo entre dientes. “Soy imbécil”, concluyo.
Jerónimo ganó una batalla, mi niño ganó la guerra, las negras alzaron la cabeza con dignidad, Rosa, la peruana, tendrá quien la defienda. Entro en mi lugar de trabajo, ficho, y antes de que alguien me dirija la palabra, pregunto por la directora. No voy a callar.
NURIA
(Todos somos diferentes. Cuento seleccionado para su publicación en el libro)
AUTORA: Lola Sanabria
Ayer escuché a papá. Dijo que tenían que buscarme una residencia. Mamá sacó el plato de la espuma del fregadero y también dijo algo, pero con el ruido de la loza, no la oí. Luego se callaron. Volví la cabeza y los vi por la ventana de la cocina que daba al porche. Mamá sorbió fuerte y papá encendió un cigarro. Después miré al estanque. Me habría metido en él, como otras noches, para ahogar con mis manos a la luna en sus aguas negras, pero no tuve ganas.
Ya no volveré a verte cuando llegue el calor y cierren el Centro donde hago tapices. Y no quiero. Me gustaba cuando venías a buscarme de mañana y te entretenías con mamá mientras yo tomaba la leche con el Eko y los cereales. Con ella hablabas distinto y me llamabas por mi nombre. Mamá preguntaba por tu papá, que cuidaba los pinos y los animales para que no los mataran con escopetas, y tú le contestabas que seguía igual poniendo una cara larga, como cuando te enfadas. Luego nos íbamos, y por el camino que va a la charca, me decías: “Mongólica, no pises ahí”, o “La mongola ésta acabará cayéndose”. Y yo te recordaba que soy Nuria, y que me había dicho Irene que me llamaras por mi nombre. Tú enseñabas la mella de tus dientes y te reías a carcajadas. “Esa Irene es tonta”, decías. “No, ella no. Irene es la maestra”, te aclaraba, por si se te había olvidado. A veces tienes la cabeza ida como la abuela y no te acuerdas de nada de lo que te digo. Llegábamos a la charca y sacabas el colador con los renacuajos y los echabas al bote de cristal lleno de agua turbia. “Mira cuántos, mongólica”. A mí me gustan más los aclara aguas que van de un lado a otro, nerviosos, igual que me pongo yo cuando no me dan la pastilla. Dejan el agua limpia, bueno con algo de verdín en el fondo, pero limpia. A ti te gustan los renacuajos. Andabas raro, ayer. Metiste la mano en el agua, la movías muy fuerte, y molestabas a los aclara aguas. Nos peleamos y volví a casa con un raspón en la rodilla. Le dije a mamá que me había caído y me estuvo curando mientras lloraba un poco. Mamá está siempre pendiente de mí. Si no fuera por papá, nunca me habría dejado ir a la charca, ni a ningún sitio. Por eso tengo secretos. No sabe que algunas noches, cuando duerme, la luna me llama desde el estanque. Me levanto descalza, salgo sin hacer ruido y entro en el agua, con cuidado de no perder pie, porque no sé nadar y una vez casi me ahogo intentando alcanzar la luna y hundirla. Mamá no sabe nada, porque moví los brazos y cuando acordé ya pisaba el fondo.
“Si no hubiera nacido mal, habría hecho muchas cosas”, le dije ayer a Irene. “No has nacido mal. Eres diferente”, dijo ella mientras se ponía la bata. “Bueno. Si no hubiera nacido con el síndrome de Down, habría hecho muchas cosas”, le aclaré yo. “¿Cómo qué?”, quiso saber ella. “Podría estar sola en una calle y no sentir miedo como cuando mi prima se olvidó de mí y me dejó en el supermercado”. Irene sonrió y dijo que eso tenía solución. Y me llevaba fuera del Centro, a una plaza cercana, luego se iba y yo volvía sola. Mamá teme que me pierda y yo temo perderte a ti. Mamá dijo durante la cena que acompañó a tu padre al cementerio. Ahora él vive allí y se alimenta de bichos y culebras. Te lo dije ayer cuando cogías renacuajos en la charca y yo jugaba con los aclara aguas. Me miraste raro y cerraste los puños como si fueras a pegarme otra vez, pero no lo hiciste. “Eres tonta”. Escupiste en la palma de tu mano y me la pasaste por el raspón de la rodilla.
Ayer cayó una tormenta y llovió mucho. Parecía que en el cielo hubiera fuegos artificiales. Nos pilló en la charca y tú dijiste: “No tengas miedo, mongólica”, y me abrazaste. A mí no me dan miedo las tormentas, pero no dije nada porque me gusta que me abraces. Cuando cayeron trozos de hielo, dije: “Ahora sí, que sí”, me solté y corrí para casa. Tú detrás. Nos encontramos con mamá por el camino con un paraguas. Yo estaba contenta, ella asustada. Luego nos hizo chocolate y jugamos al parchís. No te gustó que me comiera tus fichas, ni que me contara veinte. “Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez”. “¿Qué haces, mongólica. Quién te enseñó a contar así?”. “Irene”. “Irene es tonta”. “No, Irene es la maestra”. “Pues es tonta”. Y te fuiste enfadado a tu casa. Pero yo estaba contenta porque me habías abrazado para que no tuviera miedo de la tormenta. Por la noche dejó de llover y de encenderse el cielo. Se fueron las nubes y yo me metí en el agua a hundir la luna en sus aguas negras.
Ayer a mamá se le olvidó darme la pastilla y a mí recordárselo. Me puse muy nerviosa y te arañé en la cara. “¿Cuándo dices que te dijo eso la maestra?”, insistías. “Ayer”. “Ayer no pudo ser porque el Centro está cerrado. Ahora es verano”, seguías tú. “Ahora sí”, decía yo. “Entonces no pudo ser ayer. Ayer fue la pelea con los hermanos ¿te acuerdas?”. Claro que me acordaba. Ellos gritaron: “¡Eh, mongólica! ¿qué haces en nuestra charca ?”. Tú te enfadaste mucho y os disteis puñetazos y luego los echaste a pedradas. A ti no te gusta que los demás me llamen mongólica, sólo tú. “Entonces ayer fue lo de la pelea ¿no?”. “Claro, ayer lo de los hermanos y la pelea”, dije yo, sin querer pegarte. “Y lo de tu maestra fue...” “Ayer”, contesté yo. “Eres tonta del culo, mongólica”. Culo es una palabra fea y no pude controlarme. Te hice daño, lo sé. Cuando se me sube la niña de mi ojo derecho y se mete detrás del párpado, no veo dónde doy. Y eso pasa si no tomo la pastilla.
Ayer mi padre le dijo a mamá que había buscado una residencia. Fue por lo del olvido de la pastilla, pero la culpa no es de mamá, es mía porque no se lo recordé. No quiero irme. Me gusta estar contigo cuando hace calor, ir a la charca, y no me importa que me llames mongólica o mongola, aunque mi nombre es Nuria, ni que me hagas preguntas tontas sobre ayer, y no te guste mi manera de contar, ni que te coma las fichas, ni diga que tu padre vive en el cementerio y se alimenta de bichos y culebras, ni que no entiendes lo que escribo.
Pero esta carta sí quería que la entendieras. Por eso le dije a Irene que la escribiera ella. “¿Qué haces?”, me preguntaste una vez. Y yo te dije que escribía mis pensamientos. “A ver, déjame leer lo que has puesto”. Miraste el papel de arriba abajo y luego me lo devolviste enfadado. “No has escrito nada, mongólica, sólo garabatos y letras sueltas”. Eso dijiste. “Claro que sí. Ahí están mis pensamientos”, te dije. “¿Ah, sí? ¿Y cuáles son tus pensamientos?”, quisiste saber, pero yo no te los dije porque los pensamientos no se cuentan a las personas que te miran raro, y tú me mirabas raro, con cara de no creerte nada de lo que te dijera. Me habría gustado decirte que hay veces en las que se cruza un pájaro muy negro y me deja dentro cosas muy feas, como que mejor no hubiera nacido. Una vez se lo escuché a la abuela. La abuela me quería mucho, y lo dijo sin pensar, cuando me tuvieron que coger el corazón y arreglarlo. Luego vino lo del azúcar, y esto de los ojos, que veo mal y se me vuelve la bolita del derecho hacia atrás como si quisiera ver por dentro. A veces me dan ganas de no soltar la luna y hundirme con ella y vivir allí abajo, en el estanque, donde está mi muñeca rota, y unos patines que me regaló Irene y mamá tiró porque me iba a caer si me los ponía. Cuando escribo mis pensamientos, salen fuera y ya no me hacen daño.
Pondré la carta en el hueco del árbol donde guardábamos nuestras cosas para que tú la leas y si quieres, vengas a visitarme a la residencia. Porque ayer, papá y mamá, hicieron mis maletas y hoy me despido de Irene y de mis compañeras.
Cuando vayas a la charca, acuérdate de mí y deja en paz a los aclara aguas que son muy buenos y no hacen daño a tus renacuajos.
Tu amiga, Nuria.
8/8/08
GANAR EL CIELO
Relato publicado en el libro “A contrarreloj II” (Editorial Hipálage)
25/6/08
ESTRELLAS FUGACES
(Relato ganador del IV concurso de microcuentos El Planeta de los libros)
AUTORA: Lola Sanabria.
A mi madre le gustaban las radionovelas. Sobrehilaba las costuras de saharianas y pantalones, mientras el negrito del África tropical introducía a Ama Rosa. A mi, en cambio, me gustaban las aventuras de “El Capitán Trueno”.
Aquel año, una maestra joven llegó al pueblo y nos mandó leer “La metamorfosis” de Kafka. Nadie le hizo caso, excepto yo. Era un libro raro, como decían de mí. Así que mientras mi madre simpatizaba con Ama Rosa, yo lo hacía con Gregorio Samsa.
Llegué a la conclusión de que todos éramos prescindibles y quise ser otra cosa. Terminé el libro, el curso acabó, y cerraron la escuela. El calor era sofocante y los niños jugaban cerca del nogal que había en la fuente del Caño. También los novios se cobijaban del calor bajo sus ramas; y los campesinos, y las mujeres con los cántaros de agua. Todo el pueblo buscaba su sombra en algún momento del día. “Una parra, eso quiero ser”, deseé una noche de estrellas corridas, sentada en el patio de mi casa.
Mi madre lloró mi ausencia mientras yo sentía el cosquilleo de los primeros brotes, el olor profundo de la tierra, la sed de mis raíces de árbol.
Sigo dando sombra y uvas, cuando ya el tiempo ha doblado la espalda de mi madre y apenas ve coser un botón. Siempre el mismo. Porque ella no me olvidó. A veces, echo de menos la palabra para decirle que estoy aquí, muy cerca, rozando su cara cuando la brisa mueve mis hojas. Aunque creo que ella escucha mi rumor, y por eso viene a sentarse todas las tardes bajo mis ramas; y mientras escucha la radio, cose y descose el botón que se soltó de mi chaqueta azul, hace mucho tiempo, cuando yo era niña.
16/2/08
Fallo del Antonio Villalba de Cartas de Amor.
El concurso de cartas de amor más popular entre los internautas hispanos ya tiene ganador: Lola Sanabria se alzó con su texto ante los 2130 relatos y cartas participantes. La séptima convocatoria de este certamen organizado por Escuela de Escritores otorgaba un premio de 500 euros y un "Lote Romántico Casablanca". El objetivo de este concurso: escribir sobre el amor "sin resultar tópico ni cursi", y lo cierto es que solo podemos decir "misión cumplida".
Asado de ternera, de Lola Sanabria.
Tengo reservada para ti, guapa, una tapilla", así me decías nada más acercarme al cristal del mostrador. Entrabas en la cámara frigorífica y volvías con la carne, roja y brillante, como si acabaran de matar al animal. La soltabas sobre la bandeja, tecleabas el código y aparecía el precio en la ventanita.
Demasiado cara para mi bolsillo, pero yo prefería ahorrar en tomates y jamón, antes que renunciar a la tapilla. "¿Cómo la quieres, guapa?", preguntabas mientras la recorrías con la mano como si la acariciaras. Y sin esperar mi contestación, porque tú la sabías de otras veces, afilabas el cuchillo y la ibas limpiando. Yo te dejaba hacer sin hablar, no fueras a cortarte; y tú encogías los dedos de la mano izquierda, presentando los nudillos al filo del acero. Agarrabas el mango del cuchillo con la otra mano y lo movías con precisión para no llevarte ni un gramo de carne. Sólo la piel y la grasa. Me gustaba verte trabajar para mí con tanto mimo. "¿Te la meto en la malla, guapa?", preguntabas guiñándome un ojo. Y yo me ponía roja. "No, que encoge", te decía. Y tú: "¡Cuánto sabes, guapa! ¿Y cómo la preparas?". Entonces yo volvía a darte la receta: "Sal; unas vueltas en el aceite de oliva, hasta que se dore; una cebolla en aros; orégano; un vaso de vino blanco, y veinte minutos en la olla. Luego enfriar y cortar en filetes". "¡Qué bien lo haces, guapa! Tu marido debe de estar muy satisfecho", decías. Pero no, a mi marido le daba igual. "Algunos no saben apreciar lo que tienen en casa. Toma, guapa". Al entregarme la carne envuelta, nuestras manos se tocaban. Tú tardabas unos segundos en retirar la tuya y a mí se me aflojaban las piernas y tenía que hacer un esfuerzo para moverme de allí. Pasaba por la frutería a por las naranjas y los tomates baratos, luego por la charcutería a comprar la mortadela de aceitunas y el chorizo de guisar, y por último a la pescadería a por los chicharros y las sardinas. Cuando ya no tenía nada que comprar, remoloneaba un poco entre los puestos, haciendo como si mirase la mercancía, y después, a mi pesar, volvía a casa. Agustín llegaba del trabajo y todo eran quejas. Que si estoy agotado, que si vaya vida, siempre trabajando, que si a ver si preparas pronto la cena para irme a dormir. A mí ni preguntarme qué tal me había ido. Luego se quedaba transpuesto en el sillón mientras yo ponía el vídeo con la película de Hilda y lloraba un poco, a lo tonto, con aquella bofetada del protagonista a su chica. A veces Agustín se iba a la cama antes de que terminase y cuando yo entraba en la habitación, él ya estaba roncando. Otras, las menos, se espabilaba un poco y nada más meternos entre las sábanas, se me ponía encima con esa respiración de asmático que tanto odiaba. Yo cerraba los ojos y eras tú el que me abrazaba, y eran tus manos las que subían por mi espalda y se enredaban en mi pelo, pero más suave, porque Agustín, más que acariciar, restregaba y daba tirones. Luego él se retiraba de golpe y se daba la vuelta con un buenas noches, como si nada, dejándome a dos velas y sin sueño. Antes de que tus piropos, tus guiños y tus miradas, me animaran a vestirme con mi mejor falda y mi mejor jersey; antes de que aguantara el suplicio de los tacones; antes de que me pusiera la raya negra en los ojos y el carmín en los labios; antes de que tú me dijeras tengo reservada para ti, guapa, una tapilla , yo lloraba en silencio hasta que el sueño me rendía. Pero fue conocerte, y pasar la noche soñando con que eras tú el que dormía a mi lado. Y no me dabas la espalda. Me abrazabas y me decías esas cosas tan bonitas que sabes decir. Yo volvía a la mañana siguiente al mercado, bien arreglada para ti, con el carrito de la compra, aunque muchos días no tenía nada que comprar y sólo lo paseaba de un lado a otro mientras te miraba, y tú a mí, por el rabillo del ojo. A veces me gritabas: "¿Hoy no me quieres, guapa?". Y yo que no, que tengo carne en el frigorífico, que mañana. "Algunos hombres no saben apreciar lo que tienen. ¡Ay si no fuera porque estás casada!", dijiste el viernes antes de darme la tapilla. Y yo sentí más que nunca tener que dejarte detrás del mostrador para volver a casa. Se me hizo insoportable la sola presencia de Agustín. Se me hizo insoportable no poder verte durante el fin de semana. El mercado tenía echado el cierre y yo paseé por la acera, arriba y abajo, taconeando con rabia, como un animal al que le niegan la comida. Porque tú me alimentabas con tus guiños y tus piropos y esa manera de decir: "Tengo reservada para ti, guapa, una tapilla". El sábado se hizo interminable, a pesar de Hilda y de mis paseos. El domingo fue menos cruel. Cada minuto que avanzaba en la esfera del reloj, era uno menos para volver a verte. Un alivio mirar por la ventana y ver el sol desaparecer detrás de los edificios. Esperé en un duermevela a que la noche se consumiera, con Agustín al lado, roncando y diciendo palabras sin sentido. Lo movía un poco y él: "¿Qué pasa?". "¡Qué va a pasar!, que roncas". Se daba la vuelta y en seguida otra vez. No soportaba su sueño de cavernícola, no soportaba su despertar con el aliento a saliva rancia. Lo estuve mirando mientras se afeitaba, con los cordones del pijama colgando debajo de la tripa, y sus brazos fofos y velludos saliendo de la camiseta de tirantes. Me dio como un mareo, una náusea seca, de esas tan malas porque no tienes nada que echar. Pero yo si tenía algo que echar aunque no era comida. Me puse mi mejor vestido, ese azul que dijiste que te gustaba tanto, y unos zapatos de tacón muy alto. Pasé mucho tiempo delante del espejo cubriendo con una capa de maquillaje las bolsas de los ojos de tan poco y mal dormir; di color a mis mejillas sin jugo; pinté mis labios de rojo pasión, y me fui al mercado sin carrito. Me acerqué al mostrador, y antes de que tú hablaras, te dije: "Voy a dejar a mi marido". Te quedaste callado y miraste a un lado y a otro como si buscaras algo, luego dijiste que lo sentías mucho y yo me quedé frente a una paletilla de cordero, un pollo y un conejo, sin poder esconderme. Luego, me preguntaste muy serio qué quería, y yo te contesté sujetando el llanto: "¡Qué voy a querer! La tapilla".
10/1/08
Segundo Premio del Certamen:
9/1/08
Autor: Lola Sanabria García
"Ni idea", responde el hombre mirando sonriente el trozo de plástico sobre el césped mojado.