CONEJO CON TOMATE.
AUTORA: Lola Sanabria.
(Relato ganador del XVII concurso de narrativa "María Fuentetaja" Ayuntamiento de El Escorial)
Recuesta la cabeza en el respaldo y mira a través de la ventanilla. Haces empacados sobre la tierra de tallos amarillos, cortados a ras de suelo. Ni una nube en el cielo. De vez en cuando, un campesino marcha lento, subido en el tractor. Sol de mediodía. Julio. Una mujer en un camino, con la cabeza cubierta por un sombrero de paja, avanza despacio con una cesta de mimbre al brazo, cuatro picos de tela a cuadros descansando sobre el trenzado. Dos paradas y el tren se detendrá en la estación. En el andén, el padre con la piel cuarteada por muchos soles, más viejo; y la madre con sus enormes pechos sobre el mandil con volantes, más vieja. Besos y abrazos. “La maleta, déjame la maleta”, dirá él. Y ella le hablará de camino a la casa del conejo con tomate que le habrá preparado, ese que tanto le gusta. La misma escena repetida todas las vacaciones. Pero ahora ha vuelto para quedarse. Respira profundo y los pulmones se caldean con el aire del vagón. Vuelve para quedarse. En la misma habitación que dejó cuando se fue a estudiar Agrónomos. El padre estará satisfecho. Dejará la maleta sobre la colcha de ganchillo que hizo la madre y ella la abrirá para sacar sus ropas y protestar por los roces y el color. “Un poco de lejía, algo de azulete en el aclarado, hilo y aguja, y quedarán como nuevas”. Ella siempre tan dispuesta a aprovecharlo todo, a sacar partido de cualquier cosa. Sobras de cocido: ropavieja. Manzanas dañadas por el pedrisco: compota. Agujeros en los pantalones y las chaquetas: rodilleras y coderas. Así habían conseguido ahorrar dinero y enviar al hijo, su único hijo, a la Universidad. Agrónomo porque a su padre le vendrá muy bien para trabajar los campos. Experiencia y estudios, los dos unidos. Padre e hijo. Para siempre. El tren se detiene en la estación de Brozas. Se levanta y estira los brazos para sacudirse la modorra. Baja el cristal de la ventanilla. Una mano le ofrece una lata de cerveza y un sándwich. Antes era una botella de gaseosa y un bocadillo, y si era por la mañana temprano, media docena de churros ensartados en un junco como las cuentas de un collar. Ahora cervezas, Coca Colas y sándwichs. A Brozas solía ir con los amigos para las fiestas del pueblo. Volvían tarde a casa, algo bebidos. Y siempre lo esperaba la madre, sin pegar ojo. “Mira que ocurren muchas cosas malas a esas horas”, decía. “Mira que el muchacho de la Elisa se mató con la moto”. “Mira en qué estado vienes”. Así todos los años. La madre. Imposible escapar de su preocupación. El tren vuelve a arrancar. Extiende un pañuelo sobre el regazo, deja el sándwich envuelto en plástico y tira de la anilla de la cerveza. Bebe un trago largo. Desenvuelve el sándwich y le da un mordisco. Chorizo. No como el que hacían en casa todos los años por diciembre, cuando mataban al cerdo. Una fiesta el día de la matanza. Picaban la carne, la metían en las tripas, sacaban los jamones, los cubrían de sal, ponían en aceite los lomos fritos y guisaban en un gran caldero la carne con patatas, a fuego lento, para que se fueran haciendo hasta la hora de la cena. Y él subía a sierra Molera con los amigos y hacían hatillos con las ramas de arbustos y los arrastraban ladera abajo tirando de la cuerda. También traían romero para la carne, y tomillo para aliñar las aceitunas del verdeo. Después de la cena, hacían un candelorio a la puerta de la casa y cantaban y tocaban la zambomba que su padre hacía con la vejiga del cerdo, bien tensada sobre la boca de un cántaro pequeño y una pajita en el centro. Cuántas risas con los sahumerios. Cuántas lágrimas cuando el pimiento picante se quemaba en los braseros. Invierno. Y con el invierno volvían los sabañones en las manos y las orejas, y la recogida de las aceitunas, a veces medio enterradas por las heladas. El padre siempre quiso que fuera Agrónomo. Nos vendrán bien tus estudios para el campo. Asoma el cauce del río, seco, con las piedras rodadas brillando, limpias, sin un verdín que hable de aguas recientes. El tren va más despacio. Le cuesta subir el repechón de Los Negrales. Cuando remonten, cuando salgan de este paraje de pinos, entrará en la penúltima estación. Sacude el pañuelo y bebe el último trago de cerveza. Vuelve a recostar la cabeza en el respaldo y mira por la ventanilla. Coto de caza. Antes no había tanto coto de caza. Había campo abierto y escopetas y cazadores haciendo huir en bandadas a los pájaros con el estampido de los cartuchos. Conejo con tomate. Su madre siempre le prepara conejo con tomate. Pero a él no le gusta el conejo con tomate. Le gustaba hasta aquel día en que se encontró con uno de frente, los ojos raros, la cabeza rara, y su padre dijo ni se te ocurra matarlo. Le cogió asco al conejo. Le dio por pensar que tal vez se comió alguno así, tan raro, tan feo con esos ojos reventones. Y él nunca se atrevió a decirle a la madre que no quería más conejo, ni con tomate, ni de ninguna otra manera. Por no herirla. Por no defraudar al padre había estudiado Agrónomos. Le gustaba el campo en primavera, cuando los tallos de hinojo y los espárragos salían de la tierra. Cuando los días se estiraban y el sol caldeaba la humedad del río. Cuando los almendros florecían y sacaba las almendras de sus fundas verdes y eran tan tiernas que se hacían leche entre los dientes. Y daba gusto tumbarse en el patio y marearse con las estrellas que corrían de un lado a otro en las noches sin luna. Pide un deseo. “Ver mundo”, susurraba. “Que este pueblo es muy chiquito y asfixia”. Y eso que le gustaba mucho la hija de la Julia, una pecosa con trenzas de zanahoria. Pero a su madre no le hacía gracia verlo tontear con ella. Todo por una pelea antigua entre familias. Ángela empapando su camisa de llanto. Ángela. Baja los párpados y deja una rendija. Entre las pestañas se abre un arco iris en una gota que humedece un ojo. La alergia. Sólo ver las horcas aventando la parva y le entra ese polvillo que le pone la nariz de payaso, los ojos hinchados y llorosos, y le hace estornudar continuamente. Las consultas con el alergólogo le llevaron de visita a la ciudad. La primera vez que se bajó del tren y salió a la avenida, le asustó el caudal incesante de coches. Se sintió pequeño y desamparado. Su madre le agarró de la mano muy fuerte, tanto que le hizo daño, y anduvo sorteando coches como pudo, entre pitidos y gritos. Enseguida se acercó un guardia y le enseñó los semáforos y los pasos de peatones. La madre le dio las gracias y todo tipo de explicaciones sobre de dónde venían, a qué, y cómo se llamaba el doctor al que habían ido a visitar. El guardia fue muy amable, les indicó el camino para llegar a la consulta, y ella le ofreció su casa. “Si se anima a visitarnos, le haré un conejo con tomate, que me sale muy bueno, ¿verdad, hijo?”. Y el hijo movió la cabeza varias veces. Luego tiró de su mano y los dos se perdieron en un laberinto de calles y semáforos. La hija del médico era mayor que él. Despuntaban los pechos en su blusa de popelín, y recogía el pelo muy negro y espeso con un lazo en una coleta. Vestía el uniforme del colegio: una falda gris, tableada, que le llegaba a las rodillas, medias blancas y zapatos negros. Cuando salía de clase, iba a la consulta y esperaba a que terminara su padre para que la llevara a casa. Masticaba chicle de fresa y sacaba la punta de la lengua envuelta en una funda rosa. Soplaba y hacía un globo que estiraba y estiraba hasta estallarle en la cara y tocar la punta de su nariz. A él le gustaba verla hacer globos y a ella le divertía que él la observara. En una de aquellas visitas, la madre se quedó dentro hablando con el médico y ella aprovechó que estaban solos para llamarlo paleto. “¿Qué miras, paleto?”. No quería ser un paleto. Quería dejar el pueblo. Quería ser alguien tan importante como el padre de ella, tan sabio que le ponía unas inyecciones y le daba unas pastillas y adormecía la alergia. Si su padre no se hubiera empeñado en que hiciera Agrónomos, habría sido médico. El tren aminora la marcha en una curva que rodea una montaña. Él levanta los brazos y bosteza. Pronto habrá llegado. “¡Ahí está!”, dirá la madre señalando con un dedo la ventanilla. Y saludará con la mano y gritará: “¡Aquí, aquí!”, y aligerará el paso, siguiendo el cuadrado de cristal hasta que la locomotora se detenga. “Conejo con tomate, hijo, ya verás cómo te chupas los dedos”. “No lo agobies mujer, ¿no ves que viene cansado?”, dirá el padre cuando ella le coja la cabeza entre sus manos y le llene de besos la cara, alzada sobre las puntas de sus zapatillas de lona. “Nadie como su madre”, contestará. “Nadie como una madre”. El verano anterior a su partida, dejó de ir con Paco a la caída de la tarde para matar los pájaros que bajaban a beber al río, los dos emboscados entre los matorrales, silenciosos, la escopeta cargada, atentos a los trinos y vuelos. Paco era buen cazador y siempre volvía con el morral lleno a la espalda. Él menos. Pero le gustaba acompañarlo. Luego, de camino a casa, fumaban algún cigarro que Paco había comprado en el estanco con el dinero de la venta de los pájaros. A Paco le gustaba el campo y nunca pensó en hacer otra cosa que trabajar la tierra con el padre. Un poco terco, Paco. Dejó de hablarle cuando él se negó a acompañarlo más tardes. No aceptó que lo cambiara por Ángela, la hija pelirroja de la Julia. “Eres un cabrón, un mal amigo, un calzonazos”. Pero él no podía hacer otra cosa. No podía quedar con ella en la plaza, ni en el bar, ni en el salón de baile, ni en el cine. Sus padres lo habrían sabido enseguida. Quedaba con ella en el tejar derruido y entre tejas rotas y jaramagos apuraban las últimas horas del atardecer con los cuerpos enlazados. Cuando daban las diez campanadas en el reloj del Ayuntamiento, se vestían, sacudían sus ropas, las alisaban, pasaban las manos por el pelo, se quitaban las briznas de hierba seca y volvían a sus casas. Ella delante, él detrás, dejando pasar unos minutos para que hubiera distancia. Ángela. Muchacha sin terminar de hacer. Palitos de piernas, ojos enormes, pelo abundante, pechos pequeños con varias pecas alrededor de los pezones rosados, y unas caderas demasiado estrechas. Sin terminar de hacer. Ángela. Desvía la humedad hacia la boca y la traga. La locomotora entra en la estación. Acercándose, dos puntos que se agrandan y cogen formas y ya son dos cuerpos que levantan los brazos y saludan. Baja la maleta de la malla y espera a que el tren se pare para dejar el compartimento en el que ha viajado solo. “Esta línea la van a quitar”. Eso fue hace un año. “No interesa. La gente ya no viaja en tren por estos pueblos. Prefieren el autocar. O el coche. ¿Tú tienes coche, chaval?”. Al Jefe de Estación lo han jubilado. El reloj de la estación tiene el cristal roto y las agujas marcan siempre las dos y veinte. La pintura del banco está levantada en varios sitios, como si un cepillo de carpintero hubiera dejado sin desprender del todo sus virutas. Hace años el cobre del reloj de la estación brillaba y el banco estaba verde y liso, recién pintado. Y sus padres un poco más jóvenes. Ellos dos solos, llorosa ella, muy serio él. Ángela no. No había sitio para ella en esa despedida. Le empapó la camisa de llanto la tarde anterior. “No me olvides”. “No te olvidaré”. “Vuelve”. “Vendré para Navidad”. Pero ella no dejaba de llorar, la cara pegada al pecho de él, como un aguacero. La madre. Ella se daría cuenta. El aire caliente que bajaba del cerro de las cruces la secaría, pero quedarían las arrugas. Tarde. Hacía rato que dieron las diez en el reloj del Ayuntamiento. Y Ángela que no lo soltaba. Nunca la vio llorar, nunca hasta entonces. La dejó de pie, los brazos caídos a lo largo del cuerpo. “Una sonrisa, venga, hazlo por mí”. Y ella lo despidió así, con una sonrisa triste, los labios apretados, sin dejar salir las palabras, y los ojos rojos de tanto llanto. Ángela tenía el cuerpo de niña, a medio hacer, y poquito hueco entre sus caderas. “¿El viaje bien? Van a quitar la línea. No es rentable. Deja, deja que lleve la maleta”. El padre está más delgado, el pelo blanco, las arrugas más profundas. Y algo más encorvado. Lo observa cuando va delante hacia el Land Rover. ¿Cuántos años, setenta? “He hecho conejo con tomate, bien que lo habrás echado de menos. ¿Sabes lo de Paco? Mira que es bruto ese chico. ¡A quién se le ocurre liarse a patadas con el burro! Siete puntos y puede dar gracias de que la coz no le abriera la cabeza. Para haberlo matado”. Su madre no para de hablar mientras camina a su lado, agarrada de su brazo. Está más gorda, más vieja, más cansada. Le cuesta hablar y respirar al mismo tiempo, pero tiene que decirle muchas cosas al hijo. Lo supo en Navidad. No antes. No en las cartas, ni por teléfono. El padre le contaba las cosas del campo. Cómo iban las cosechas, cómo se habían empobrecido los olivos. “Habrá que arar la tierra y dejarla en barbecho”. La madre sólo quería saber cómo estaba. Aquella Navidad el frío fue más intenso que nunca. Se colaba por las rendijas de puertas y ventanas. Seco. Con escarchas que crujían bajo las botas de los campesinos y quemaban los campos. Un invierno duro. “Murió la hija de la Julia”. Lo soltó de repente, sin avisar, mientras le ponía delante el plato de conejo con tomate. “Se le fue la vida en un río de sangre. Tan chiquita, la pobre, con el niño a medio hacer dentro”. Pero él había regresado para abrazarla entre las tejas rotas y los jaramagos. Quería el temblor cuando acariciaba su piel de leche, quería respirar el olor a heno de su pelo de zanahoria, quería el sabor a nata de su vientre. No se lo creyó. No quiso. Hasta que bajó al cementerio y leyó en letras doradas su nombre, cinceladas en la piedra blanca, la que ponían a los niños muertos. Tan limpia, tan bien cuidada la lápida por la madre. Se encerró en su habitación. Solo, tumbado en la cama, mirando una grieta en el techo, ancha, por donde salían arañas grandes y pequeñas de abdómenes hinchados con el jugo de sus víctimas. Tejían las telas sobre su cabeza, con hilos finos y pegajosos donde caían las moscas. Cuanto más se movían intentando escapar, más se liaban en sus mortajas. La araña salía de su escondite, avanzaba hacia la mosca y la dejaba vacía y retorcida. Como él. La madre entraba, le retiraba el pelo de la frente, le pedía que saliera a comer, a saludar a los que venían a verlo. Pero no quería ver a nadie, ni comer, ni moverse, sólo ver las arañas salir de la grieta. “No hay grietas, ni arañas, hijo”. Ella no las veía, no las podía ver. Él sí, gordas, pequeñas, como un río. “Huye”, decía. “Huye”, imploraba. Pero la mosca siempre caía en la tela y allí se quedaba esperando la muerte. Cuando la fiebre lo dejó en un estado de sopor, la madre le hizo beber caldos y tragar pastillas. Y poco antes de que acabaran las vacaciones, apareció en la puerta de la habitación. Pálido, casi translúcido. La madre ahogó un sollozo tapando su boca con el pañuelo. El padre arrastró una silla y le indicó que se sentara dando unas palmadas en las aneas. Silencio. Pollo en Nochebuena, mantecados y peladillas. Villancicos, aguinaldos, voces y risas. El paso de los borrachos tambaleándose en las aceras. Ruido en la calle. Dentro, el silencio. La madre abre la maleta sobre la colcha de ganchillo, saca la ropa y se la lleva. “Todo esto para lavar, que tiene muy mal color. Ya verás lo bien que queda con algo de lejía y azulete. Bien planchadita y cosidos los puntos que se han escapado de los jerseys. Ya lo verás”. Él se tumba sobre la cama y mira al techo. Blanco, sin grietas, sin arañas ni moscas. Oye el ruido de los platos en la cocina y enseguida la voz de la madre, llamándolo. Sobre el hule, humeando, el tomate que cubre dos patas y unas costillas de conejo. El dornillo y los cuencos. Gazpacho. Se sienta en la mesa, retira el plato y se echa el caldo. El padre miga pan, la madre no se sienta. Va de un lado a otro, atareada, inquieta. “¡Mira qué sandía!, se ha abierto ella sola, de lo buena que es. Azúcar, puro azúcar”, dice, y la pone sobre la mesa. Un balón atravesado por una enorme raja. Él abandona la cuchara en el cuenco y mira la línea quebrada y ancha como una herida profunda. La madre calla. “Ha muerto la Julia”, dice de repente. El hijo aparta la vista de la sandía y la mira. Le tiembla la barbilla. Saca un pañuelo del bolsillo del mandil y lo pasa por los ojos, por la boca, por toda la cara. “No callará esta mujer”, dice el padre mientras sigue echando trozos de pan en el gazpacho. “No te apures, yo la cuidaré. Ayer quité las malas hierbas, le di una mano de pintura negra al aro y le puse flores frescas”, dice la madre. Se acerca al hijo y le retira un mechón de pelo de la frente. - Gracias, madre. Acaba el gazpacho y se levanta. - ¿No vas a comerte el conejo? - No, madre. No me gusta el conejo. - ¿Desde cuándo? - Desde hoy. Antonio sale al patio y se sienta en la mecedora vieja. Su padre se sienta a su lado y mientras fuma un cigarro, le habla de la cosecha de trigo, de la vendimia a dos pasos como quien dice, de los frutales que fumigó y han dado muy buenos melocotones y albaricoques ese año. Sabe más que él del campo. No lo necesita. Hay una algarabía de pájaros despidiendo la tarde. Cruza el aire una golondrina. Los vencejos se posan sobre el brocal del pozo un momento, luego remontan el vuelo y se achican hasta desaparecer detrás de una loma. Dos gorriones se arrullan entre las hojas de la parra. Y poco a poco llega la oscuridad. Un camino de luz cruza el cielo como un relámpago y cae detrás de los tejados. Pide un deseo. “Ver mundo”. Y sabe que esta vez su deseo se cumplirá.
Este relato, transformado por mi imaginación lectora, en crónica que incita desde el primer momento a sentirse el sujeto activo, protagonista de esta historia seca, dura y bella, de encuentro con un destino imprevisible y no buscado, se confirma la sensación de que nunca es demasiado tarde para decir que no a una vida que no nos pertenece.
ResponderEliminarTe debo un buen momento. Gracias por ello.
Aitor Menta
Nunca es demasiado tarde, tú lo has dicho. Se puede decir no a un conejo con tomate.
ResponderEliminarMás besos.