10/7/07

JUEGOS DE VIDA. (Autora: Lola Sanabria)









GANADOR EN LA MODALIDAD DE RELATOS, DEL XII CONCURSO "TODOS SOMOS DIFERENTES" 2007.

Fayed tenía los ojos grandes y oscuros, y el cuerpo huesudo y pequeño. Cuando bajó del avión con la botella de agua abrazada contra su pecho, mi marido y yo intercambiamos una sonrisa. Fayed se arrodilló en el asiento trasero del coche y atrapó con la mirada, como el objetivo de una cámara fotográfica, una a una, todas las fuentes que había en el camino, hasta llegar a la última, en un parque cerca de nuestra casa.
Todo estaba preparado en su habitación. Le habíamos comprado un robot, una nave espacial y un balón de fútbol. Hizo caminar al robot, dio una vuelta por la casa con la nave alzada en su mano, y estrelló de una patada el balón contra la pared del pasillo. Enseguida lo abandonó todo. Entonces quiso beber el poquito de caldo caliente que quedaba en su botella de plástico. Lo llevamos a la cocina y después de saciarse con agua fresquita, pasó el resto de la mañana abriendo y cerrando la llave del grifo y cortando el chorro con el revés de la mano. Por la tarde, se subió a una banqueta, puso el tapón, llenó el fregadero, echó palillos y trocitos de papel y jugó con ellos hasta la hora de la cena. Desde de ese día, mi marido guardaba los corchos de las botellas de vino del restaurante donde trabajaba y a la vuelta, sentado con Fayed en el suelo de la terraza, le ayudaba a cortarlos, clavarles palillos y pegarles triángulos de papeles de colores. En poco tiempo, Fayed tuvo una flota de barcos.
Fayed se depertaba, iba a la cocina, se subía a su banqueta, llenaba la pila de agua y jugaba con sus barquitos mientras esperaba a que nos levantásemos. Pero una mañana, no encontramos a Fayed sobre la banqueta, tampoco en su cuarto, ni en el baño, ni en la terraza, ni en el salón. Yo comencé a llorar y mi marido abrió el grifo de la cocina para darme un vaso de agua, pero no salió ni una gota. La habían cortado. Tuve un presentimiento; corrí a la habitación de Fayed y comprobé que la botella de plástico también había desaparecido. Entonces supe dónde estaba y salimos a buscarlo. Caminaba por la acera, con la botella abrazada contra su pecho, aturdido por el ruido de los coches y algo asustado, pero decidido a llegar hasta la fuente del parque.
Cuando pasó el mes, llevamos a Fayed al aeropuerto, donde subiría al avión que lo devolvería a las caminatas para llegar a los pozos enfangados. No sonreímos cuando preguntó si podía quedarse con dos botellas de agua.

PIEL DE OLIVA. (Autora: Lola Sanabria)






Segundo premio del VIII concurso de narraciones "Cuando yo era joven" convocado por Kultur Leioa.

En agosto volvieron los gitanos. Entraron por Portocacho arrastrando los carros, cansados, con el polvo blanqueando sus cabezas de azabache. Fue un verano de calor sofocante y pájaros desplomándose del cielo. Yo estaba sentada en el umbral de mi casa, observando un gorrión que boqueaba, inmóvil, sobre el canalón de la fachada de la vecina, cuando él se cruzó en el camino de mi mirada. Pasó, erguido sobre una mula vieja, con la mano descansando sobre el muslo derecho, y un solitario de oro brillando en su anular. Tenía los ojos verdes, ribeteados por unas pestañas muy negras, como su pelo, la nariz ganchuda, la boca de labios finos, y la piel del color de las olivas que mi abuela machacaba con un mazo y ponía a endulzar en agua dentro de una orza. Vestía una chaqueta negra y raquítica, unos pantalones grises con rayitas de un tono más oscuro, y cubría su cabeza con un sombrero, también negro, del que asomaban los rizos del pelo. Me levanté y los seguí a distancia hasta la posada. Ataron sus mulas en las argollas ancladas a la pared de cal, y descargaron sus cosas. Estuve allí hasta que desaparecieron dentro de la posada, luego volví a casa. Por el camino, vi el cielo que ardía en llamaradas rojas detrás del cerro, y a Nicolasa, la niña de los vecinos, dando saltos a la vez que gritaba: "¡La Virgen está planchando!". Le sonreí y acaricié su pequeña cabeza, algo achatada en la nuca.
Se llamaba José y durante una quincena recorrió el pueblo con su muestrario de quincallas. Vendía collares de cuentas de cristal irisado, perlas falsas, zarcillos dorados y colgantes de piedras azules, verdes, lilas y ámbar. Camelaba a las mujeres con su palabrería de jarabe, siempre atento al piropo preciso, a la adulación de cuellos y muñecas que, aseguraba con mucha convicción, realzarían sus encantos con las pulseras y otros abalorios que él conseguía venderles sin esfuerzo. Antes de que llegaran los días de feria, había acabado con las existencias y se dedicaba a recorrer las calles del pueblo, y a tomar chatos y aceitunas todas las tardes, en el quiosco que había en la plaza del Ayuntamiento.
Mi madre se compró un collar que evitó enseñarle a mi padre, algo tacaño para esas cosas, y que escondió dentro del armario de su cuarto, entre las sábanas y junto al ramito de espliego y a la pastilla de jabón Heno de Pravia. Lo sacó para la procesión de la víspera de la feria. Se puso su vestido de florecitas oro viejo y lució su collar de cuentas de colores que brillaban con el último sol de la tarde. Mi padre refunfuñó un poco, pero al verla tan guapa, enseguida dejó de protestar y le ofreció el brazo para salir de casa y bajar la calle.
Cuando veníamos de la ermita, camino de la iglesia, con Santiago subido en su corcel blanco, las patas alzadas sobre dos moros que levantaban sus manos intentando protegerse de los cascos, lo vi acodado en la barra del quiosco, con un chato en la mano, hablando con el camarero. Apenas dirigió una mirada a la cabecera de la procesión, donde la señorita Dorina, la más devota del pueblo, gritaba vivas a Santiago bendito, que eran secundados por el resto de las mujeres; ni a los escopeteros que hacían restallar el aire con el estampido de los disparos de fogueo. Pero al pasar cerca de él, dejó de hablar unos momentos y miró hacia el lugar donde yo iba con mi vestido nuevo de crepé amarillo, al lado de mi madre, y cerca de Aurora, la viuda joven de Juan el minero. Entré en la iglesia pisando nubes de algodón dulce por aquella mirada, y frente al altar, de rodillas en el reclinatorio forrado de terciopelo morado, deseé crecer deprisa y hacerme una mujer tan guapa como mi madre.

A la viuda Aurora, jaquetona, de mirada encendida y andar orgulloso, se la veía en el mercado comprando una chuleta de cerdo, una lechuga, algo de leche; lo justo para ella sola. A la caída de la tarde, bajaba al cementerio y cambiaba las flores del jarrón metido en el círculo de hierro pintado de negro, a un lado de la lápida del marido recién muerto. Y por las noches, tomaba el fresco sentada a la puerta de su casa, enlutada de arriba abajo, en la misma mecedora donde el marido veía amanecer mientras intentaba atrapar el aire con sus pulmones atascados por el silicio de la mina. Buscaba el oxígeno, como aquellos pájaros derribados por una atmósfera espesa del peor verano que yo recordaba.
Los cuatro días de feria, la viuda Aurora se quedaba sola, meciendo su desgracia, mientras todos los vecinos recogían sillas y hamacas de la calle, y desfilaban con sus mejores trajes camino de la plaza del Ayuntamiento, donde una orquesta tocaba hasta el amanecer, pasodobles, cha-cha-chás, sevillanas y las canciones de moda, subidos en un tablado preparado para ellos, bajo hileras de luces de colores y banderines y globos que se cruzaban como un enramado sobre las cabezas.
Antes de que la orquesta comenzara a tocar, alrededor de las once y media de la noche, los gitanos hacían una representación, siempre la misma, en la que una mujer le pedía cantando a un betunero, que le limpiara los zapatos. Ponía su pie sobre una banqueta de madera y José le contestaba con otra canción que hablaba de su deseo de poseerla. Me gustaba la pantorrilla de ella, y su empeine asomando del zapato con tacón de aguja; envidiaba sus formas de mujer y el deseo que despertaba en él. No me perdía ninguna de sus representaciones, calcadas unas de otras, que siempre terminaban con la indiferencia de ella y la frustración de él. Al principio creí que se trataba de su mujer, pero pronto comprobé que no tenían más relación que la de formar parte de aquella caravana de gitanos que volvían al pueblo, puntuales, todos los meses de agosto. Una vez que terminaban su actuación, él se iba a beber chatos de vino, y ella se ponía frente al puesto de tiro con escopeta. Cambiaba pesetas por perdigones y daba cigarrillos a los que, a pesar del desvío del cañón, lograban derribar uno de los corchos alineados en estanterías.
Siempre contaba los días que faltaban para que terminara la feria con algo de tristeza, como si fueran oro líquido que se escapara entre los dedos de mis manos. Me gustaban los bailes en el salón "El Español", con música de Los Brincos, Los Bravos y The Moddy Blues, girando en el tocadiscos. Me gustaban las siestas de calor que empapaba las sábanas de la cama donde nos cruzábamos mi madre, mi hermana, mi padre y yo. Me gustaban las tardes enlazadas a la noche, como una tregua de sueño, pues las puertas no se abrían hasta más allá de las siete, después de reponer fuerzas para aguantar hasta la madrugada. Me gustaban las sesiones dobles de cine al aire libre, los bailes en la plaza, los concursos de la escoba, de la patata... Me gustaba beber Fanta de naranja y de limón, para apagar la sed que daban las gambas, los camarones y las quisquillas, conservadas con mucha sal, que traían los vendedores ambulantes: kilos y kilos de mercancía sobre plataformas de madera con ruedas que ayudaban a transportarla de una feria a otra. Me gustaban las madrugadas, cuando el aire venía fresco de sierra Boyera y había un respiro del calor agobiante del día, y ya los mayores se habían retirado, y nos quedábamos los niños y los jóvenes a mojar churros y porras en chocolate. Pero aquel año sentí una mayor tristeza cuando acabó la feria.
Llegó la noticia al día siguiente, cuando las calles mostraban la resaca de los cuatro días, cubiertas de confetis pisados, de banderines pendiendo de hilos rotos, y de bombillas apagadas. La trajo Engracia, la alcahueta oficial del pueblo. No esperó a que el sol subiera hasta la mitad del cielo, ni a que el canto del gallo dejara de oírse en los corrales, ni a que los últimos en recogerse por la mañana cogieran el primer sueño, ni a que las piedras de la calle se enfriaran del paso de los cascos de las mulas de los gitanos que remontaban Portocacho. Aporreó puertas, vociferó los nombres, contó la historia a través de postigos y ventanas. Aurora, la joven viuda, la mujer enlutada que cada tarde bajaba al cementerio a llorar a su marido muerto y a renovarle las flores, la que mecía su soledad en la mecedora cada noche, distrayendo el calor de agonía de aquel verano de infierno, se había marchado con José, piel de aceituna, ojos verdes, jarabe en la voz y mucha labia con las mujeres.
De cómo prosperó aquel amor prohibido, dio buena cuenta Engracia, que aprovechó la ocasión para quejarse de que su hija no le hizo caso cuando le contaba que una de aquellas tardes de chicharras enloquecidas, vio a Aurora caminar hacia el cementerio, con su ramo en el hueco del brazo, y a él detrás, a corta distancia, sorteando cardos y pisando matojos, siguiéndola como un enajenado. Eso contó mil y una vez la alcahueta del pueblo. Aseguró haberlos seguido hasta la misma cancela del cementerio, y desde allí los espió y fue testigo del sacrilegio, pues no podía ser otra cosa lo que hicieron, bajo un sol que resquebrajó la tierra de las tumbas, desnudos, sobre la lápida del muerto.
Durante mucho tiempo se habló de Aurora y del gitano en todos los corrillos. Las mujeres santiguándose, pero atentas al menor detalle; los hombres compadeciéndose del marido ultrajado, el pobre, tan joven y morir así, asfixiado, y con la deshonra sobre su tumba. A mí me dolió aquel primer desengaño, y al principio sentí mucho rencor hacia la viuda, pero cuando llegó septiembre y comenzaron las tormentas a refrescar el pueblo, el recuerdo amargo de José se fue diluyendo en el agua que corría por las calles hasta desaparecer por las alcantarillas y dejé de estar resentida.
Al año siguiente, en agosto, volvieron los gitanos, sin José, piel de oliva, ni Aurora, a quienes nunca más volvimos a ver por el pueblo. Fue el año en que Massiel ganó el Festival de Eurovisión, mi madre me hizo un vestido con el mismo volante en el bajo que ella lució, y conocí a Manuel, un chico de ciudad que vino a pasar las vacaciones con su tía.

EL ZAPATO Y EL CALCETÍN. (Autora: María Peño Díaz-Regañón)

PRIMER PREMIO DE RELATOS CORTOS DE LA FUNDACION ANADE CON LA COLABORACION DE LA COMUNIDAD DE MADRID.


Un zapato y un calcetín se encontraron en un armario y se preguntaron qué hacían allí. Cuando la señora abrió el armario, se encontró con que el zapato y el calcetín hablaban. Se quedó parada y gritó: "¡Será posible!. Pero esto no puede ser". Luego sacó el calcetín y el zapato del armario y los dejó en la habitación de su hija. La hija no se llevó ninguna sorpresa. Le pareció normal que hablaran porque ella iba al colegio con un amigo invisible con el que también hablaba. Se puso el calcetín y el zapato y se fue al colegio tan contenta.


P.D. Relato enviado a concurso por Lola Sanabria, técnico del Centro Ocupacional Magerit de la Comunidad de Madrid.

BUENA COMPAÑÍA. (Autora: Lola Sanabria)





(Finalista del concurso "El planeta de los libros" de Rádio Círculo)

BUENA COMPAÑÍA.

El día de mi cumpleaños me regalaron un pájaro. "Para que te haga compañía", dijeron. No deseaba tener un pájaro, pero era mejor regalo que la vitrocerámica, el lavavajillas y las cacerolas de años anteriores. Venía con un perchero incluido donde colgaron la jaula, cerca de la ventana. Después del café y la tarta se despidieron con diferentes excusas y me quedé sola. Cuando el menor de mis hijos se fue de casa, las habitaciones, antes llenas de gritos, música y peleas, se cargaron de silencio.. Sola y sin unos macarrones que guisar, ni una compra que hacer. Escuché los trinos del pájaro y me puse a su lado. "¡Eh, pájaro bobo! ¿Cantas estando preso? ", le dije. Después fui al cajón de la coqueta y saqué la labor de ganchillo. El pájaro montó una algarabía dentro de la jaula. "¿Qué te pasa? A lo mejor no eres tan bobo y quieres que te deje libre". Le abrí la jaula y él sobrevoló la salita, pero no salió por la ventana. Cogí la aguja y enredé el hilo en el gancho, pero el bobo no me dejó seguir. Se colocó sobre mi regazo y cuando me levanté para espantarlo, se puso delante y me indicó el camino. Aquella habitación estaba como la dejó el pequeño, con su ordenador y las estanterías repletas de libros. El bobo se posó sobre un estante y picoteó un lomo. Me acerqué y leí el título. Hacía tiempo que dejé de echar de menos la lectura. Saqué el libro, volví a la salita y lo abrí. El pájaro bobo se posó en mi hombro y allí se quedó mientras yo leía en voz alta. Pasaron las horas y el sol de la tarde se retiró del suelo de la terraza.





RELATO GANADOR DE LA SEMANA 10/11/06 DEL CONCURSO "EL MEJOR FINAL DE LA HISTORIA" Cadena Ser y Escuela de Escritores. (Comienzo de Juan José Millás)
Autora: Lola Sanabria.

El zapato izquierdo me venía pequeño, pero el derecho grande. Encendí la luz. Uno era el zapato de mi fiesta de graduación y el otro era de mi madre. Todo empezó cuando mi padre comenzó a llamarme con el nombre de ella. Luego metió en mi armario algunos de sus vestidos y por último aquel revuelto de zapatos. Esto no podía seguir así. Debía aceptar que mamá ya no estaba con nosotros. Dos golpecitos en la puerta y él asomó la cabeza y dijo: "María, el desayuno está listo". Abrí la boca para decirle que yo era su hija Rosa, pero me salió: "Ahora mismo bajo".












MICRORELATO GANADOR DE LA SEMANA 26/10/ 06 DEL CONCURSO "EL MEJOR FINAL DE LA HISTORIA" DE LA CADENA SER Y ESCUELA DE ESCRITORES. (Comienzo de Javier Reverte)

Autora: Lola Sanabria.

Le despertó un olor agrio a goma quemada; abrió la ventana, Madrid ardía por completo. Cerró la ventana, salió del apartamento y bajó un tramo de escalera. Un humo espeso subía del rellano. Iba a regresar cuando la vio. La cogió debajo de los sobacos y la arrastró hasta su piso. Puso toallas mojadas para tapar las rendijas de la puerta y después se sentó al lado de su vecina Mónica, que seguía desmayada. Cuantas veces, al cruzarse con ella en el portal, quiso invitarla a salir. Le gustaba su pelo rizado, que ahora veía seco y sin brillo, su piel blanca y suave, que de cerca mostraba pequeñas marcas de varicela, la boca de labios abultados que sin carmín se veían pálidos y finos. Cuando los bomberos consiguieron sacarlos de allí, ella seguía inconsciente y él ya no estaba enamorado.






GANADORA DEL VIII CERTAMEN DE CARTAS DE AMOR. AYUNTAMIENTO DE LEIOA.
Autora: Lola Sanabria.

Querido padre:Hasta hace poco, cuando me asomaba al pozo, del fondo subía ese remolino de agua enguantada al que tú tanto temías y que nos obligó a poner la tapa. Pero yo no tenía miedo. Olía a cuerdas, pirindolas y agujas de cobre: tus relojes desmembrados. Dejaba que mi pelo colgara dentro y la mano líquida jugaba a enrollar sus dedos en mis rizos. A mediodía volvía a cubrir la boca del pozo para entrar en la casa, y al pasar cerca de la parra, las avispas salían detrás de la cubeta de aluminio con sus claveles pintones, y revoloteaban sobre mi cabeza como si en ella reconocieran tu olor. El olor que me dejaste cuando ya no quisiste aguantar más las peleas con mamá. Las avispas eran tus insectos favoritos. En cambio a ella la aterrorizaban por lo de sus alergias. A mí antes tampoco me gustaban. Una tarde, me columpiaba en la cuerda que ataba a un lado y a otro de los muros enfrentados, cuando una me clavó el aguijón en la cara. Yo entonces olía como mamá. Corrí por el patio buscando alivio. Pero el escozor no se me pasaba. Entonces hice algo que tú nunca supiste: quité la tapa del pozo y eché el cubo dentro. La oscuridad se alzó en un remolino que se hizo transparente, desbordó el brocal y se mezcló con mis lágrimas. Abrí la boca y tragué un buche de agua con sabor metálico. Desde ese día doy las horas y las medias. Las oigo yo pero nadie más. Dicen que tengo una mente matemática, ya ves, yo que aprendí a sumar contando con los dedos y que nunca salí de las ecuaciones de primer grado. Y es que nadie sabe que llevo tu pequeño reloj dentro, ese que colgaba de tu chaleco y al que dabas cuerda todas las noches. No sé, padre, por qué tuviste que tirarlo al pozo con los demás. Qué te habían hecho ellos. Los relojes caían y golpeaban el agua, uno detrás de otro, hasta que le llegó el turno a tu pequeño reloj. Saltó por encima del brocal, arrastrando la cadenita que te regalé para tu cumpleaños, que no sabes cuánto me costó ahorrar el dinero. Parecía un cometa con su estela plateada. Lloré mucho. Lo sabes. Siempre dijiste que cuando cumpliera los dieciocho, me lo regalarías. Pero fíjate que aquel arrebato tuyo adelantó la herencia y ahora lo llevo conmigo a todas partes. No, yo no les tenía miedo a los dedos de agua enjoyados con espirales, agujas y números romanos. De vez en cuando, les robaba una equis o un palote y lo guardaba en la arqueta que dejaste cuando decidiste dar otro paso y deshacerte de mamá. La dejaste a ella, pero también a mí. Y ahí se han ido reagrupando las piezas como si quisieran encajar un rompecabezas. Necesito que se armen las esferas y que las ruedecitas se engranen y giren a un lado y a otro. Quiero que el tiempo se cuente de nuevo con golpecitos suaves que pueda escuchar. ¿Recuerdas? Echabas una gotita de aceite en un engranaje y el mecanismo se ponía en marcha. Lo acercabas a mi oreja y a mí me fascinaba escuchar su tic-tac. Los relojes eran tu pasión desde siempre. Con las avispas te encariñaste más tarde. Creo que fue cuando mamá quemó aquel panal sobre el sumidero del patio y las larvas se retorcieron dentro de las celdillas. Dijiste que no hacía falta ser cruel y discutiste una vez más con ella. Te vi una siesta, cuando todos dormían, ocultar un panal detrás de la cubeta con claveles pintones, cerca de la parra. Lo hiciste muy bien. Las avispas salían y se quedaban sobre las uvas durante toda la tarde, sin apenas moverse, como si intuyeran que, al menor revoloteo, mamá descubriría su presencia y buscaría el nido para quemarlo. Y ahí continúan, en su viejo panal, reproduciéndose sin que nadie las moleste. Me gustaría que las vieras sobre las uvas reventadas en el suelo. Me gustaría que vieras tus viejos relojes regresados, pieza a pieza, a la arqueta. Pero querido padre, si tú no los montas, serán para siempre como muñecos desmembrados. Ahora puedes volver. Ella ya no está. Una nube de avispas la cubrió un atardecer. Huían del fuego que hice en el patio para quemar los sarmientos que había podado. Tampoco debes temer a los caprichos del pozo. Nada pueden hacerte pues si bien una vez se tragaron tus relojes, ahora, como ya te he dicho más arriba, han devuelto todas las piezas y no hacen cabriolas ni suben hasta el brocal. Querido padre, debes regresar. Aún no cumplí los dieciocho, aunque ando cerca, y estoy sola. Sabes que si tú no vuelves, cerrarán la casa y me llevarán lejos. A mamá la tengo en el lavadero, metida en la artesa donde cubría los jamones con sal para curarlos. Yo no tengo sal, así que debes darte prisa. Te estaré esperando sentada bajo la parra. Sé que no me harás esperar.Tu hija, Ana.

NOSTALGIA


























RELATO GANADOR DEL
CONCURSO DE AUDIOGRAMAS DE LA CADENA SER Y ESCUELA DE ESCRITORES
Título: NOSTALGIA.
Autora: Lola Sanabria.

Cuando trajeron al abuelo a casa, dejó de hablar y se quedó varado frente al televisor. A veces, cuando yo volvía del colegio, lo veía con la mirada perdida en la negrura de la pantalla y le preguntaba qué estaba haciendo. Él nunca contestaba así que lo dejaba solo y me iba a mi habitación. Una noche mientras cenábamos, pasaron por televisión la explosión del Challenger. El abuelo dijo: “Valencia”, y una lágrima mojó su piel reseca.


RELATO GANADOR DE LA SEMANA 8/03/06 (El mejor final de la historia) de la Escuela de Escritores.
Comienzo de Juan Cruz.
Autora: Lola Sanabria.

He hecho un corto viaje hasta tu pasado y, mientras viajaba, encontré, que casi todo estaba en desorden. Recogí las perchas del suelo y las colgué de la barra, con el gancho hacia adentro, como a ti te gustaba hacer. Empujé los cajones vacíos hasta llegar al tope. Subí la bolsa de viaje que tú desechaste, a la balda más alta del armario. Alisé las sábanas y saqué el embozo de la cama. Sobre la coqueta brillaban los cristales con tu imagen fragmentada. Me acerqué con el cubo de la basura y fui a tirar un trozo con la mitad de tu boca, pero vi la súplica en tu ojo derecho y decidí dejarte marchar. Cogí el pegamento, recompuse la cara sobre el marco de madera y tu imagen se desvaneció en el espejo.

8/7/07


DESPEDIDA.
Autora: Lola Sanabria.

Unos minutos antes de salir, me siento al lado del brocal del pozo. Miro hacia la puerta de entrada a la casa, a la ventana del servicio, a la de la cocina, luego vuelvo los ojos hacia el cartel traído de una mina como tantas cosas: Prohibido fumar. A mi izquierda, la parra sin hojas y la jardinera con algún geranio. La puerta azulona y el letrero: Taller, donde quedan abandonados aparatos de todos los pelajes reunidos de otros tantos lugares abandonados. Los alambres de tender la ropa atravesando de lado a lado el patio. La antena de la radio, la de la televisión. Y arriba las tejas divididas, unas tan limpias y nuevas, las otras ya viejas, con toda la historia de la casa en el verdín que las cubre. Siento que ese patio de luz que hiere los ojos de día y azul oscuro salpicado de plata de noche, se va a quedar solo. Y pasarán los días sobre él y nadie podrá asistir a ese juego de luces y sombras, al vuelo de las golondrinas, a la caída de todas las tardes.




(Finalista en el concurso de relato fotográfico de La Escuela de Escritores)
Autora: Lola Sanabria.


DESHACIENDO EL SILENCIO

Cuando vuelva a verla hoy, será como todos los días, un camino cortado. Pasará cerca, me mirará con la sonrisa de indiferencia de siempre , saludará como quien echa una paloma al aire y a mí se me volverán a atascar las palabras. Esta soledad de madera y agua embarrada, la llevo dentro. Me cala día a día, me detiene en mitad de la vida. Avanza el tiempo y sigo solo, cada vez con más desgana de compañía. Aquí vivo conmigo el silencio de la extensión infinita donde pongo una y otra palabra mordida para cruzar al otro lado. No sé qué habrá en la orilla opuesta. Antes sí, antes veía con claridad la casa de tejas rojas y fachada encalada. Veía mi chimenea de humo. Veía las garzas pasar por encima de las aguas pantanosas, rozar la superficie , desdoblándose, y volver a subir con una culebra en el pico. Entonces podía verla a ella con mucha claridad, muchacha de delantal a rayas, blusa blanca y falda roja, sentada cada tarde en su silla de anea cerca de la puerta, esperándome. Pero se le han ido borrando los contornos y ahora es transparente y temo que voy a perderla. Amo este lugar, amo esa orilla a la que, madera a madera voy llegando, amo a esa muchacha que temo tocar porque es de agua y se escurrirá entre los dedos. Hoy, cuando vuelva a verla, será otra vez un camino cortado, pero mañana , tal vez cuando alcance la otra orilla y me encuentre en tierra firme, el deseo cobre fuerza y su imagen se haga de colores , entonces me acercaré , cerraré sus labios con los míos , absorberé esa paloma para que no se pierda en el aire, la cogeré en brazos y la llevaré conmigo al otro lado donde nos está esperando la casa, la chimenea y la silla.


CICLOS.
Autora: Lola Sanabria.

Hace años que no vuelvo al otoño de copas amarillas y rojas. Entre caminos que se hunden bajo el peso de un insecto y no dejan que la huella del zapato llame a la otra huella. Silencio. Y de vez en cuando un graznido de pájaro. Muchas veces me pregunto el porqué del sopor y la melancolía, si bajo las cenizas del calabobos, los colores dañan la retina de tan fieros que se presentan. Silencio. Morir un poco. Le cuesta abrir al día y la noche entra insolente cuando aún la tarde no ha acabado. Sentarme en un banco de madera y oler la humedad que gotea de los castaños y pudre las hojas que se doblan sobre las botas. ¿Habrá setas este año?, diría para que no me doliera tanto esa estúpida tristeza que me empapa por dentro. Pero sólo se oirá mi voz perdiéndose entre las vallas de madera y el rumor del agua que busca la salida bajo el puente. Entonces me levantaría para seguir mi camino y dejar atrás la oscuridad que se acerca y va comiéndose los colores. Entraría en La Alberca para seguir la campanilla a la hora de las Ánimas y cuando dejara el pueblo, todo esto se quedaría atrás como algo vivido que se perderá en el primer recodo de mi vida y eso será también morir un poco. Porque ya en el coche, devorando asfalto, pondré la música y pensaré en las luces de la ciudad y en el invierno que se avecina con sus días de hielo pero también en que pasará el tiempo y llegará la primavera y oleré de nuevo el azahar de los naranjos y veré los almendros en flor y abrirse, una vez más, las mimosas. Espero.

LA SOLEDAD DE LA ABUELA


LA SOLEDAD DE LA ABUELA.
Autora: Lola Sanabria


Hoy soñé con la abuela. Era domingo y yo salía de la casa. Ella estaba sentada en el umbral, las piernas cruzadas y el delantal a cuadritos pequeños, cubriendo sus rodillas. Me alejaba calle abajo, cara redondita y palitos de piernas y brazos asomando del vestido de organdí azul. Llegaba a la calle Real, al puesto de los Corrucos y me quedaba un rato haciendo cálculos. Una bolsita de pipas de girasol y un chicle para mí. Un caramelo para ella. Una peseta no daba para tanto. Volvía mascando un chicle de fresa cuando la noche llenaba de sombras Los Sillones, la sierra Boyera y el nido del campanario de la iglesia. Mi abuela seguía tomando el fresco en la puerta. Me acercaba, abría mi mano derecha dejando al descubierto el papel de colores , abultado en el centro, y retorcido a ambos lados. Ella hacía pinza con el dedo índice y el pulgar, lo atrapaba, le quitaba el papel y se lo llevaba a la boca. Hoy soñé un sueño muchas veces vivido.

RENOVACIÓN.
Autora: Lola Sanabria


Siempre has estado ahí, enredando tus ramas en las varas que mamá puso para que pudieras tocar las primeras tejas del lavadero y descansaras tus flores mirando al cielo. A tu lado, papá quiso una higuera y en verano recogía sus frutos y los ponía a secar sobre una tabla para luego hacer pan de higo con las almendras del huerto. Hacíais una extraña pareja. Tú, esbelta y quebradiza, encantadora de serpientes en las noches de verano. Él, robusto y fértil, atrapador de insectos en otoño cuando un fruto reventaba en el suelo y, del panal que había bajo la maceta de violetas que colgaba de la pared encalada, volaban abdómenes amarillos y negros hacia el vientre abierto y se quedaban atrapados entre los granitos rosados de néctar pegajoso. Mamá te quería a ti. Siempre atenta a tus necesidades, cogía la regadera azul y la llenaba con el agua fresquita del pozo, luego la volcaba y de su alcachofa brotaban unos hilos transparentes que saciaban la sed de tus bocas. Aprendí de ella, en las noches de calor quieto, entre el azul intenso del cielo y las estrellas corridas, a contarte mis cosas. Supiste de mi primer amor que me negaba la comida y el sueño, también bebiste del llanto de mi desengaño. Florecías y sacabas toda tu esencia de adormidera cuando yo soñaba con un nuevo encuentro, refrescando mi piel a tu lado, meciendo mi cuerpo medio hecho, en la mecedora de la abuela. Te achicabas y casi morías cuando mi sola presencia sin palabras te hablaba de una tristeza renovada. Fuiste testigo de la desolación de mamá cuando papá sacaba su bicicleta de niño, al sol de las tres de la tarde, inflaba una rueda, luego la otra, se sentaba en el sillín minúsculo que chirriaba bajo su peso, y hacía círculos en el jardín hasta caer exhausto sobre la tierra y llorar a su madre muerta hacía tanto tiempo que ya nadie recordaba. Mancillé tu blancura con el rojo de mi sangre cuando, distraída por nuevos amores, cortaba media naranja con la navaja de papá. El día en que salí de tus días y de tus noches, del brazo de un nuevo amor, tus ramas se quedaron gachas, anunciando otras despedidas. Papá murió cuando Tánatos le ganó a Eros la partida. Mamá se fue marchitando sola, arrastrando sus pequeños pies dentro de unas zapatillas de felpa gris, hablando con las formas caprichosas de las nubes, con la higuera que se secó un buen día , y contigo que aún la acompañabas, hasta que dejó de respirar. Y ahora me dicen que tú, como ella, estás cansada. He vuelto a comprobar que te has agotado, que nada te retiene entre los vivos, que a tu lado, la higuera es un tronco sin savia, las macetas, un día habitadas por violetas, claveles pintones y azucenas, son esqueletos descarnados. Cerraré el jardín y dejaré que las hierbas crezcan libres y la lluvia y el sol y el aire jueguen con tus ramas, las abracen, dobleguen y deshagan, disolviéndote en la tierra. Volveré algún día con la niña de mi deseo y plantaremos un nuevo jazmín donde tú te alzabas y lo alimentarás y le darás fuerza para que sea testigo de los primeros amores y desengaños de mi hija.



VIVIR UN SUEÑO.
(para Juan Leante que hoy cumple años)
Autora: Lola Sanabria.


Tenía ante sí un amasijo de chatarras con pinturas de azules y rojos descascarillados. Abajo, agarrado a las ruedas, el óxido de muchas lluvias y noches a la intemperie. Sentado en el taburete, sacó el paquete de tabaco y el encendedor del bolsillo de la camisa, prendió un cigarrillo y sopló unas cintas azuladas hacia las cruces que sujetaban las roturas de los cristales sucios de años. En el hangar umbrío, de raíles ahogados por jaramagos y aire envasado con grasas rancias, cerró los ojos y su objetivo se abrió a las imágenes de lustros agitados por cargas y descargas, alborotos y gritos, tarteras con tortillas de patatas, sardinas en escabeche y bacalao frito. Se levantó y pasó un trapo por un costado del vagón. Brillaron las letras bajo la bayeta. Sería, sería, ya lo creo que volvería a ser. Un mes, un billete de diez euros, otro, uno de veinte, y más, según pudiera, hicieron posible que aumentara su capital y llegara el día en que los papelitos rebosaran el saco. Fue cuando su cabeza se entreveró de blanco y la piel se salpicó de islotes pardos. Entonces cambió su vida de charlatán descreído por la de muchacho enamorado. A los meses en que tuvo que doblar muchas esquinas para conseguir el sueño, no les guardaba rencor. Cada golpe de ventanilla, cada negativa a sus peticiones, le sirvieron de acicate para seguir andando por el camino que desde muy joven se había marcado. Y ahora, en su mundo de silencios elegidos, podía hacer que la risa, el llanto, la palabra y el movimiento, fueran suyos para siempre.Dos golpes empujaron dentro el calor del mediodía. Giró la cabeza hacia el rectángulo de luz que dejaba pasar la puerta abierta. Rumiando hierbas y palabras, ella, travestida de gacela, lo miró marrón; él le devolvió su mirada azul y el reflejo de cada uno quedó atrapado en el cristalino del otro. Pasó un ángel. Cuando sólo quedaron dos nubes de polvo rojo en la tierra de la entrada, él se levantó del asiento, cogió la espátula y se puso a trabajar.