GANADOR EN LA MODALIDAD DE RELATOS, DEL XII CONCURSO "TODOS SOMOS DIFERENTES" 2007.
Fayed tenía los ojos grandes y oscuros, y el cuerpo huesudo y pequeño. Cuando bajó del avión con la botella de agua abrazada contra su pecho, mi marido y yo intercambiamos una sonrisa. Fayed se arrodilló en el asiento trasero del coche y atrapó con la mirada, como el objetivo de una cámara fotográfica, una a una, todas las fuentes que había en el camino, hasta llegar a la última, en un parque cerca de nuestra casa.
Todo estaba preparado en su habitación. Le habíamos comprado un robot, una nave espacial y un balón de fútbol. Hizo caminar al robot, dio una vuelta por la casa con la nave alzada en su mano, y estrelló de una patada el balón contra la pared del pasillo. Enseguida lo abandonó todo. Entonces quiso beber el poquito de caldo caliente que quedaba en su botella de plástico. Lo llevamos a la cocina y después de saciarse con agua fresquita, pasó el resto de la mañana abriendo y cerrando la llave del grifo y cortando el chorro con el revés de la mano. Por la tarde, se subió a una banqueta, puso el tapón, llenó el fregadero, echó palillos y trocitos de papel y jugó con ellos hasta la hora de la cena. Desde de ese día, mi marido guardaba los corchos de las botellas de vino del restaurante donde trabajaba y a la vuelta, sentado con Fayed en el suelo de la terraza, le ayudaba a cortarlos, clavarles palillos y pegarles triángulos de papeles de colores. En poco tiempo, Fayed tuvo una flota de barcos.
Fayed se depertaba, iba a la cocina, se subía a su banqueta, llenaba la pila de agua y jugaba con sus barquitos mientras esperaba a que nos levantásemos. Pero una mañana, no encontramos a Fayed sobre la banqueta, tampoco en su cuarto, ni en el baño, ni en la terraza, ni en el salón. Yo comencé a llorar y mi marido abrió el grifo de la cocina para darme un vaso de agua, pero no salió ni una gota. La habían cortado. Tuve un presentimiento; corrí a la habitación de Fayed y comprobé que la botella de plástico también había desaparecido. Entonces supe dónde estaba y salimos a buscarlo. Caminaba por la acera, con la botella abrazada contra su pecho, aturdido por el ruido de los coches y algo asustado, pero decidido a llegar hasta la fuente del parque.
Cuando pasó el mes, llevamos a Fayed al aeropuerto, donde subiría al avión que lo devolvería a las caminatas para llegar a los pozos enfangados. No sonreímos cuando preguntó si podía quedarse con dos botellas de agua.
Fayed tenía los ojos grandes y oscuros, y el cuerpo huesudo y pequeño. Cuando bajó del avión con la botella de agua abrazada contra su pecho, mi marido y yo intercambiamos una sonrisa. Fayed se arrodilló en el asiento trasero del coche y atrapó con la mirada, como el objetivo de una cámara fotográfica, una a una, todas las fuentes que había en el camino, hasta llegar a la última, en un parque cerca de nuestra casa.
Todo estaba preparado en su habitación. Le habíamos comprado un robot, una nave espacial y un balón de fútbol. Hizo caminar al robot, dio una vuelta por la casa con la nave alzada en su mano, y estrelló de una patada el balón contra la pared del pasillo. Enseguida lo abandonó todo. Entonces quiso beber el poquito de caldo caliente que quedaba en su botella de plástico. Lo llevamos a la cocina y después de saciarse con agua fresquita, pasó el resto de la mañana abriendo y cerrando la llave del grifo y cortando el chorro con el revés de la mano. Por la tarde, se subió a una banqueta, puso el tapón, llenó el fregadero, echó palillos y trocitos de papel y jugó con ellos hasta la hora de la cena. Desde de ese día, mi marido guardaba los corchos de las botellas de vino del restaurante donde trabajaba y a la vuelta, sentado con Fayed en el suelo de la terraza, le ayudaba a cortarlos, clavarles palillos y pegarles triángulos de papeles de colores. En poco tiempo, Fayed tuvo una flota de barcos.
Fayed se depertaba, iba a la cocina, se subía a su banqueta, llenaba la pila de agua y jugaba con sus barquitos mientras esperaba a que nos levantásemos. Pero una mañana, no encontramos a Fayed sobre la banqueta, tampoco en su cuarto, ni en el baño, ni en la terraza, ni en el salón. Yo comencé a llorar y mi marido abrió el grifo de la cocina para darme un vaso de agua, pero no salió ni una gota. La habían cortado. Tuve un presentimiento; corrí a la habitación de Fayed y comprobé que la botella de plástico también había desaparecido. Entonces supe dónde estaba y salimos a buscarlo. Caminaba por la acera, con la botella abrazada contra su pecho, aturdido por el ruido de los coches y algo asustado, pero decidido a llegar hasta la fuente del parque.
Cuando pasó el mes, llevamos a Fayed al aeropuerto, donde subiría al avión que lo devolvería a las caminatas para llegar a los pozos enfangados. No sonreímos cuando preguntó si podía quedarse con dos botellas de agua.