LOS
CUIDADOS
Esta
noche la nena se ha despertado no sé las veces. Seguramente le dolía la
tripita. Los cólicos del lactante. Ni anises ni puñetas. La he paseado en
brazos, boca abajo, con una mano haciéndole masaje. Parecía que se calmaba.
Cerraba los ojos, agotada, soltaba el chupete y dejaba de llorar. La dejaba en
su cuna como si fuera una pluma para que no sintiera abandono ni dolor. Pero al
rato estaba otra vez llorando. Loren roncaba. Al día siguiente tenía que
trabajar, así que yo debía apechugar, no me quedaba otra.
Delante
de una tostada y una taza de café me he preguntado si podría soportar todo el
día sin venirme abajo. Es dura la crianza. Se me cierran los ojos a esta luz
blanca de un amanecer que duele como puñaladas en un cuerpo machacado por la
falta de descanso. A ver si puedo echarme un poco después de darle el
biberón…¡En qué estaría pensando! No puedo. Ayer mismo me dejó Loren la lista
de la compra. Hacen falta verduras, pollo y fruta. Y leche para la nena.
Pañales tenemos aún bastantes. ¡Qué caro todo lo de los bebés! Deseando estoy
que pase a los purés y que controle esfínteres. Le compré un orinal monísimo de
la farmacia. Loren dijo que a santo de qué adelantarme tanto. Sí, tengo que
reconocerlo, me encandilo con cualquier cosa para la nena. ¡Y la ropita, tan
linda y tan cara! Chupetes tiene unos cuantos de todos los colores y formas.
Los guardo en el cajón de mis jerséis y los voy sacando conforme se ponen las
tetinas feas y desinfladas.
Mi
hija es el amor de mi vida. La veo dormidita, con las manos cerradas en puños
blanditos y con sus hoyuelos, el culo en pompa, las piernas encogiditas, y
vuela el agotamiento. Es tan pequeña y a la vez tan grande que parece mentira
que haya estado dentro de la barriga. Suspira. ¿Qué soñará? ¿Sueña ya tan
chiquita? Acerco la cabeza a la cuna. Aspiro el olor a bebé. Me gustaría
quedármelo dentro para siempre, siempre. No hay nada comparable a este aroma.
Dicen que a pan tierno. Nada. Tampoco a colonia. La colonia camufla la esencia
de recién nacida. No haces nada más que atravesar la puerta de la calle y ya
sabes que dentro crece una flor. Mi flor. Azucena.
Me
tengo que dar prisa para tenerlo todo preparado. Me ducho, guardo la lista, preparo
el cochecito y, mientras espero, pongo agua al fuego con un puñadito de sal y
un chorrito de aceite. Haré espaguetis. Saco el paquete del armario. El agua
rompe a hervir y la nena a llorar. Echo la pasta y voy al cuarto. ¿Qué le pasa
a mi niña? Ya, ya, ya… Le cambio el pañal y le doy el biberón en seguida. Sí,
por este orden. Me mira. Seguro que me mira. Y calla. Luego vuelve a llorar. Se
le ven las encías tiernas y rosadas. Se le ve hasta la campanilla. Espera,
espera, que ya voy. El nerviosismo no es bueno. Tranquilidad. Lo decía mi
madre: Vísteme despacio que tengo prisa. Me duele la espalda.
Los
espaguetis se han pegado a la cazuela. He llorado. Todo me parece una montaña
muy fatigosa de subir. Ha llamado Loren en plena debacle y me he desahogado un
poco. Lo entiende, claro que lo entiende. Luego, con más calma, he vuelto a
poner agua a hervir y no le he quitado ojo hasta que se ha ablandado la pasta.
Mientras movía el cochecito con un pie para que la nena se durmiera he picado
cebolla y chorizo, lo he rehogado con la carne picada, he incorporado los
espaguetis y el tomate frito y listo. Prueba superada.
La
señora Encarna y el señor Manolo me han recibido con el cariño de siempre. Que
mira lo que tenemos, han dicho, unos níscalos muy frescos para hacerlos con
patatas, y no son caros. Ellos saben que no podemos permitirnos muchos gastos.
Miramos hasta el último céntimo. A la niña que no le falte de nada. Las acelgas
son baratas. Y las patatas también. Pero hoy me llevo unos poquitos níscalos.
Haré un guiso mañana. La señora Encarna y el señor Manolo miran dentro del cochecito.
¡Qué bonita está! ¡Se cría bien! Pronto la verás correr por ahí. El tiempo pasa
volando. Aprovecha para disfrutar de ella ahora, antes de que se haga grande y
se vaya de casa. Dicen estas cosas siempre. Su hija ya es mayor y hace tiempo
que dejó el nido para volar lejos. ¡Y tanto, como que se fue al otro lado del
mundo! A ver, donde hay trabajo, aclara la señora Encarna una vez más.
En
la pescadería hay mucha gente. Pido la vez y me voy a la carnicería que parece
que hay menos esperando. Toño en un carnicero antipático pero un buen
profesional. Le pido filetes de babilla. Entra y sale de la cámara frigorífica
con una pieza que suelta de golpe sobre la tabla, le pasa la mano como si la
acariciara, afila el cuchillo y, cuando va a cortar, le digo: Medio kilo y
finitos. Me mira con el cuchillo en alto como si me preguntara qué hago yo allí
y por qué le pido siempre lo mismo. Luego vuelve a su tarea.
La
niña se ha despertado. Refunfuña. Busco el chupete de pasta con forma de
mariquita en la bolsa de tela y se lo meto en la boca. Me mira con esos ojitos
recién abiertos al mundo mientras chupetea con brío. ¿Algo más?, pregunta Toño.
Huesos de vaca y de jamón, tocino, morcillo… Lo necesario para hacer pasado
mañana un cocido.
Cuando
llego a la pescadería ya han despachado a quien me dio la vez. Respiro hondo,
hondo. Paciencia. Vuelvo a pedirla. Estaré al tanto. No hay nadie esperando en
la pollería de al lado. Un pollo en cuartos. Filetes de pechuga. Unos pasos más
allá, la panadería. Una barra de candeal. A Loren y a mí nos gusta el pan
bueno. Ahí no escatimamos en gasto.
La
nena llora. Escupe el chupete. Se lo vuelvo a meter en la boca. Miro el reloj.
Pronto va a ser su hora de biberón. Los nervios no valen para nada, me digo.
Aun así comienzo a morderme las uñas. Ya, ya me toca. Dos gallos grandecitos, o
cuatro pequeños, boquerones…¡ya los limpio yo que tengo prisa!, un hueso de
rape, que no hay, bueno pues morralla, tampoco, una raspa o algo. Cuarto de
chirlas, sí. Ciento cincuenta gramos de anillas de calamar y cien de gambas
arroceras. ¡Ya está! Salgo del mercado deprisa. Seguro que cuando llegue a casa
y repase la lista algo me habré dejado.
Loren
viene a comer. Tengo mala pinta, dice. ¡Qué quieres!, no he parado en toda la
mañana. Lo sé, lo sé, dice. Y me abraza por detrás. Mientras comemos siento que
el cuerpo se afloja, que baja la tensión y noto la carga en la espalda. Luego te
hago un masajito, dice. Un respiro de media hora para echarnos y descansar. Que
no se despierte la nena, por favor.
Abro
los ojos con el inicio de un leve gruñido. Es curioso cómo se agudiza el oído
cuando tienes una bebé en casa. El más mínimo ruido te hace despertar. Miro el
reloj. No falta nada para la siguiente toma de biberón. Hago un intento de
levantarme y vuelvo a echarme. Me duele todo. Solo faltaría que pillara un
virus. Pero no, es puro agotamiento. Me incorporo. Tengo que poner una lavadora
o acabaremos sin ropa limpia que ponernos. Sobre todo los pijamas de Azucena,
las camisitas, los bodis. Agacharme para meterlo todo en el tambor y
enderezarme demasiado deprisa y ahí está el bocado cogido a las lumbares. Debo
tener cuidado porque puede acabar en ciática y a ver cómo hacemos para cuidar
de la nena. Echo de menos a mis padres, tan lejos, allá en el norte. Admiro a
mi madre. Debió de ser tan dura la crianza de los hijos. Y ayudar a mi padre
con el ganado. No sé cómo pudo con tanta carga. Mis hermanas se quedaron cerca
de ellos. Yo no. Yo quería otros horizontes. Y estudiar. No me gustaba el
campo, ni las minas. Esta noche, cuando esté de vuelta Loren y tras la última
toma de biberón de la nena, hablaré un rato con mi madre, a ver si tiene ya la
fecha para venir unos días a vernos.
Se
me había olvidado completamente. Tengo cita con el pediatra. Siempre a la
carrera. Con los nervios he destrozado un pañal. Respiro hondo. La niña llora.
Es como una esponja que absorbe tensiones y prisas. ¡Ya está, ya está!, le digo
para calmarla mientras intento sacarle el bracito por la manga del jersey. Se
ha enredado un dedo. Cariño, cierra la mano, suplico. Vamos a llegar tarde.
Dejo de vestirla unos minutos. Comienzo a susurrarle: Tu tu, tu tu, tu tu, tu
tu, teshcote… Se va tranquilizando. Le doy el chupete y sigo con la nana
mientras termino de ponerle el mono.
He
llegado jadeando. El pediatra me ha recibido con un tranquilícese, por dios,
que va a poner nerviosa a su bebé. Y, como era de esperar, cuando él le ha
tocado la tripa, ella ha hecho un pis. Menos mal, ha dicho entre risas, que no
es niño porque si no me habría alcanzado. La ha pesado y medido. Va bien. Le
han puesto la vacuna. Azucena ha llorado.
Un
paseo por el parque nos vendrá bien. La vecina del quinto está sentada en un
banco. En cuanto nos ve viene a mirar dentro del cuco. ¡Qué guapa! ¡Qué bien la
crías!, exclama. La va a despertar. Balanceo un poco el cochecito. Gracias,
gracias, le digo, voy a moverme para que no se espabile, me excuso. Ella se
retira unos pasos. Sí, sí, claro. Me alejo. Me sienta fatal dejarla así,
sabiendo de su pérdida, pero tengo que respirar un poco de aire fresco o
acabaré cazando gamusinos. Recorro todo el perímetro del parque, luego me
siento en un banco. Los rayos de sol escapan entre las ramas de los pinos y me
dan calorcito en la cara. Se está bien aquí. Niñas y niños corriendo hacia el
tobogán. Un grupito de madres come pipas sentadas cerca del arenero donde sus
retoños manejan palas y cubos y hacen flanes. La nena se ha despertado. Un
poquito más, anda. Pero no. Me levanto y regreso a casa.
Dejo
la muda y el pañal sobre la cama. Preparo el baño. Pruebo la temperatura. Mi
brazo izquierdo sostiene el cuerpo de la nena. La meto en el agua. Balbucea algo. ¿Sonríe? Sí. Es una sonrisa
para mí, seguro. Le encanta. Da palmadas sin ton ni son, y salpica. Le paso la
esponja con la mano derecha. Le brilla la piel. Brotan dos rosas en sus
mejillas. Un poco más y la saco que, si no, se le quedan los dedos arrugados.
Suda
cuando toma el biberón. Se le cierran los ojos. Deja de succionar. Le paso un
dedo por la cara. Se espabila y sigue tragando hasta acabar con la leche.
Suspira. Acerco mi nariz a su cuerpo y me emborracho con su aroma a sueño de
bebé satisfecha. La dejo en la cuna.
Hace
mucho que la lavadora se paró. Abro la portezuela. Voy sacando la ropa. La tiendo
en la cuerda con las pinzas de colores a juego. Una manía mía. El verde tiene
que ir con el amarillo. El azul con el salmón. El rojo con el violeta… Manías.
Cada cual tiene las suyas. Cuando termino voy a la habitación pequeña. Sobre la
silla hay un montón de camisas, camisetas y pantalones para la plancha. Tendrá
que ser mañana, hoy no hay tiempo. Loren está al llegar y tengo que hacer la
cena.
Me
anudo el delantal del pollito. Saco del frigorífico alcachofas, zanahorias, judías
verdes y acelgas. Patatas y cebolla del verdulero de la terraza de la cocina.
Haré un hervido. Pongo agua a hervir con sal. Troceo las verduras sobre la
tabla de la encimera. Antes cocinaba con los cascos puestos para escuchar
música, ahora no es posible, hay que tener siempre los oídos alerta. La nena
llora. Suelto el cuchillo y voy a ver qué le ocurre.
Su
frente está algo caliente. La cojo en brazos, la acuno, le doy el chupete. Le pongo el termómetro. Tiene algunas
décimas. ¿De la vacuna? ¿Tan pronto? En
la cocina el agua sigue hirviendo sin nada. Con la nena en el brazo izquierdo,
voy echando con la mano derecha las verduras. Paseo por la casa. Está
intranquila. Lloriquea. Vuelvo a tomarle la temperatura. Ha subido. Me entra el
pico de angustia. No puedo evitarlo. Tengo que dejarla en la cuna un momento.
Voy al botiquín y cojo el medicamento para bajarle la fiebre. Le doy unas
gotas. Le retiro la colcha de la cuna. Tal vez debería darle un baño. Tengo que
tranquilizarme. ¡Cuánto tarda Loren! ¡Ojalá no le salga un trabajo de última
hora! ¿Llamo? No. Voy a esperar. Parece que se ha calmado. Ya no llora. Aguardo
un poco a que le haga efecto la medicina y tomo de nuevo su temperatura. Debo
calmarme. No es nada. A veces pasa con las vacunas.
Voy
a la cocina y retiro la verdura. Cuando esté Loren la escurro. Unas gotas de
vinagre, un chorrito de aceite y ya está. Voy a poner la mesa. Mejor voy antes
a ver cómo está la nena. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Por qué no llora? La miro.
Tan pequeña y vulnerable. Solo pensar en que le pudiera pasar algo… El pecho
sube y baja. Respira. Le pongo el termómetro. No tiene décimas. Y es ahora
cuando me tiembla la barbilla con un llanto callado y de lágrimas escasas.
Pongo
el mantel en el comedor. Una vela. O dos. Esas que huelen a lilas. Todo
preparado. Me siento en el sofá. Tengo mensajes en el WhatsApp. Ojalá que
ninguno sea de Loren avisando de que llegará tarde. Necesito su abrazo cálido.
Sus palabras. Hablar. Me paso el día casi sin hablar. Solo con tenderos y
alguna madre o padre en el parque y poco. Sin comunicación con el mundo. No sé
qué está pasando. Ni tiempo para echar un vistazo a las noticias. Cojo el móvil
y miro. Mi madre que cómo está la niña. Contesto que bien. Loren puso un
mensaje hace un rato. Está de camino. Llega en breve. Una fotografía y un vídeo
de la pandilla con cervezas en la mano y muchas risas. Lo que te estás
perdiendo, dicen.
Voy
a la cocina. Saco el escurridor y vierto el contenido de la olla. Distribuyo
las verduras en dos platos. Escucho la puerta. ¡Ya estoy aquí!, grita Loren. Se
ha quitado el abrigo y lo ha colgado en la percha de la entrada. Deja las
llaves de la casa en la hoja de cerámica del mueble. Viene hacia mí. La miro.
¡Qué guapa está! Me pregunta qué tal me ha ido la tarde. Y yo digo que bien,
que todo muy bien. Ella sabe que estoy agotado. Me pasa la mano por la cara. Me
abraza. Luego, cuando cenemos, te hago ese masaje que te prometí y vemos una
película, promete. Y yo digo que sí, que lo que quiera. Porque mientras las
tenga cerca a ella y a la nena, soy el hombre más afortunado de la Tierra.