24/5/22

SENDEROS

 



Amanece sin canto de gallo ni ring ring chirriante de despertador. Móvil y música. Me incorporo. Miro el lado vacío de mi cama. A los pies las zapatillas que se doblan, flexibles, y caben dentro del puño.

El calzado es fundamental, niña. La abuela llevaba siempre alpargatas. A mí me compró unas para que la acompañara en sus últimos viajes al pueblo vecino, cuando ya los juanetes horadaban la loneta de las suyas. Once kilómetros de ida con una cesta de huevos y una garrafa de aceite para vender. El medio de subsistencia durante años para mantener a mamá y al tito.

Reviso el avituallamiento. Pan y queso para el camino. Agua, mucha agua. Es la última etapa. El cielo se aclara. Ni una nube. Hará calor. Se escucha crotorar a las cigüeñas en el campanario. Me pongo en marcha, mochila a la espalda y tu gorra a estrenar, Roberto, en la cabeza. Las sombras de los árboles juegan con el sol a dibujar figuras en el suelo. Siento el cansancio, pero no me importa. Después de los primeros días y algún roce del calcetín por imprudente, todo ha ido según lo planificado. La naturaleza y yo. Nada más. Importaba la motivación. Importaba hacer nuestro camino.

La abuela me dejó uno de aquellos días, en mitad del camino. Soltó la garrafa de aceite y cayó a un lado, como si estuviera rota por la cintura, tan frágil y menguada por la edad, con el mandil de cuadritos negros y grises cubriendo su luto permanente por la hija muerta. Yo solté la cesta y los huevos se abrieron. Corrió la clara como babas de caracoles hasta los jaramagos de la cuneta, mientras las yemas reventaban, amarillas, cerca de sus pies. Vinieron las urracas a picotear.

Yo no quería hacer el camino de Santiago, Roberto. Yo, atea, no le veía sentido a esto. No seas tonta. Es una experiencia única. No tienes que verlo como algo religioso, me dijiste. Pero yo me resistía, escéptica, hasta que acepté, más que nada, por estar juntos. Y fuiste conmigo a elegir estas zapatillas aladas con las que estoy a punto de completar una ruta en la que he disfrutado de tu compañía, porque en cada paso que daba estabas a mi lado, en el plano que trazaste, en las paradas, en los lugares donde pernoctar y recibir el día.  Tuviste que morirte y dejarme sola, Roberto, y es duro de aceptar. Era nuestro último proyecto. Y debo decirte que tenías razón. Este camino es una senda de vida.  Me detengo. Busco un lugar donde comer y beber antes de encarar el último tramo.

Mi madre lloraba, me abrazaba y no dejaba de decir pobrecita, pobrecita, encontrarse sola en esta situación. Pero yo me sentía afortunada. Había estado hasta el final con mi abuela, a quien tanto quería.

Plaza del Obradoiro. La catedral, majestuosa, imponente. Hemos llegado, Roberto. Se me aflojan las piernas. Tengo que sentarme en el suelo. Me tiembla la barbilla. Estoy llorando.


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