Al
lado del encerado de mi clase, había un globo terráqueo que mi maestra giraba
con la mano, durante las tardes de calor, poco antes de las vacaciones
estivales. Señalaba con el dedo índice algún lugar del mundo mientras evocaba su
último viaje de verano. Yo bordaba una sábana de su ajuar con interminables
ramilletes de flores, bodoques, y filtiré. Mientras la aguja perforaba la
tensión de la tela en el bastidor, arriba y abajo, arriba y abajo, me unía a su
evocación, y la escuela, los pupitres y los bancos de bordar, se convertían en
una cocina de Islandia, en unos jardines de París, en un salón de Austria o en
un canal de Venecia. Dos minutos antes de acabar la clase, ella siempre volvía
a Medina Azahara, a sus fuentes, a sus arcos, a sus colores y a su luz. Y yo
con ella.