Cuando mamá
derretía azúcar en la cocina, mi hermana y yo entrábamos en trance navideño. El
olor a caramelo líquido corría por toda la casa y se colaba a través de nuestras narices hasta llegar al flujo
sanguíneo. El corazón bombeaba dulzura a espuertas. Estoy seguro de que si nos
hubieran hecho una analítica, en aquellas circunstancias habría dado diabetes y
mamá se habría sentido muy desgraciada y culpable. La doctora debía saberlo y
cuidaba de no mandar hacer esta prueba a nadie del pueblo, especialmente a los
niños, durante esas fechas. Ella misma también colaboraba con el derroche
general dejando en su consulta el cuenco de caramelos a rebosar. Después de
todo, quién podía negarnos una golosina en fechas tan señaladas. A todos se nos
nublaba la razón y nos olvidábamos de empachos y caries durante unos días.
Las garrapiñadas de mamá eran las
mejores del mundo. Por eso pasaba lo que pasaba. Aunque las guardara en las
profundidades de un arcón con ropa que jamás de los jamases se nos ocurría abrir
el resto del año, seguíamos el rastro del caramelo y las almendras, con el
olfato de perra de caza que despertaba en mi hermana para la ocasión, y no eran
pocas las veces que encontrábamos nuestro tesoro escondido entre las mantas y
la naftalina. Se lo cobraba bien: el doble siempre para ella.
Cuando llegaban esos días especiales
de pavo, pato, gallina, gallo o lo que hubiera en el corral esperando para
presentarlo en la mesa asadito y chorreante de salsa de manzanas, mamá iba a su
escondrijo, con la vana ilusión de encontrar lo más preciado, y se daba de
bruces con la realidad: un año más que sus hijos se habían adelantado. Nos
regañaba, sí, pero con la boca chica. No comer por haber comido, como decía el
abuelo, no era ninguna tragedia. El que sí se enfadaba bastante era papá. Pero
mamá lo aplacaba al recordarle su diabetes. Por un día no iba a pasar nada, murmuraba
él resignado.
Aquellas navidades, el robo de los
dulces se perpetró por alguien ajeno a mi hermana y a mí. Todos sospechamos de papá
por varias razones. La primera fue porque se empleó a fondo en consolarnos
cuando nos dimos cuenta de que las garrapiñadas habían volado. Se veía a la
legua la culpabilidad en la cara . Y la segunda, llevarnos ante el escaparate
de la tienda de juguetes de doña Rosita para que eligiéramos el que más nos
gustara, sin límite de precio. Era sabido por todos que si los padres decían
que no a tal o cual juguete, aunque los hijos lo incluyeran en la carta, los
Reyes Magos no hacían ningún caso a estas peticiones. De regreso a casa,
después de que mi hermana y yo hubiéramos apuntado con el dedo a una Nintendo y
al coche teledirigido, papá iba cabizbajo y lento en el andar.
Mamá estaba en la cocina preparando
una sopa de marisco. Giró la cabeza cuando nos oyó entrar sin dejar de mover la
cuchara de madera dentro de la olla. La soltó de repente y dio un respingo. Papá acababa
de desplomarse sobre el suelo del recibidor. Mi hermana y yo nos quedamos alelados, sin movernos, sólo
mirando, como si no fuera con nosotros lo que estaba ocurriendo.
Mamá corrió a arrodillarse al lado
de papá. Lo llamó varias veces, sin obtener respuesta. Le levantó una mano y la
soltó. Cayó como tonta sobre el parqué. Aplicó la oreja derecha al pecho. Le
puso la mano cerca de la nariz y la boca. Después, se levantó y tras mandarnos
a nuestro cuarto y sin rechistar, llamó al
abuelo. Nosotros, recuperados de la conmoción, espiábamos todos los
movimientos desde una rendija de la puerta.
Entre mamá y el abuelo levantaron el
cuerpo, lo llevaron a la habitación de papá y mamá y lo tumbaron en la cama con
zapatos y todo. Luego salieron sin hacer ruido, como para no molestarlo, y mamá
fue a contarnos a mi hermana y a mí que
papá estaba algo indispuesto, con tanto dulce, y se había acostado. Prohibido
entrar a despertarlo. Cenaríamos los cuatro solos. Antes éramos más, pero desde
que papá y el tío Alfredo llegaron a las manos una Nochebuena, no volvimos a juntarnos
con los tíos y los primos. No era plan desperdiciar la comida con el hambre que
estaban pasando los niños en el mundo, dijo . Y al decir esto lloró un poco.
Pero enseguida se limpió las lágrimas con el pico del delantal y volvió a la
cocina a terminar de hacer la sopa.
La cena fue como siempre, solo que
sin papá y con mamá más sensible y con más ganas de felicidad que nunca. Regañó
al abuelo porque comía sin tino y se iba a poner malo. Mi hermana se atragantó
con un langostino o dos, no sé cuántos tenía en la boca. Mamá se puso muy
pesada y mi hermana y yo tuvimos que cantar El tamborilero acompañados por el
abuelo que hacía ruido con una cuchara y la botella de anís. Entre unas cosas y
otras nos dieron las doce. Mamá se empeñó en que viéramos La Misa del Gallo en la
televisión, algo que se salió del guion de años anteriores. Tampoco encontraba
el momento de mandarnos a la cama aunque estábamos que nos caíamos de sueño.
Retrasó todo lo que pudo el momento, pero a eso de la una de la madrugada,
cuando ya no quedaban ni ánimos para cantar, ni algo para comer o beber, se
rindió, al fin. Se levantó del sofá con un suspiro hondo de resignación, arrastró los pies por el pasillo hasta la
habitación, volvió enseguida al comedor y nos anunció: «Vuestro padre nos ha
dejado».