Como en otras
ocasiones, aquel día de visita Carmela trajo a la niña. Rosita venía con una
caja de zapatos debajo del brazo y una gran sonrisa que le iluminaba toda la
cara. «¡Toma papá!», dijo nada más sentarse. «¿Qué son, dibujos?», le pregunté,
con la intención de verlos más tarde, cuando ya estuviera en mi celda. Porque
el tiempo se consume como papel de fumar y yo quería aprovecharlo para que me
contaran cosas de fuera. Cómo iba el taller de reparaciones, en manos de Julito
desde que tuve la mala suerte de encontrarme con aquel depravado y la niña de
los Romero en el portal, y darle un mal golpe que le quitó la vida; si seguían
metiéndose con mi hija los demás niños del colegio porque su padre estaba en la
cárcel. Todo lo que no podía vivir con ellas, eso quería. Dentro era tan
monótono el devenir de los días, que si no hubiera sido por el almanaque que me
trajo Carmela, algunas veces no habría sabido si era veinte o veintiuno, si
lunes o miércoles, tal era la confusión que tenía en mi cabeza. Así que quería
que me pusieran al corriente de lo que pasaba tras los muros del lugar donde me
habían encerrado. Pero Rosita se removía inquieta, me daba puntapiés debajo de
la mesa. «¡Abre, abre!», se impacientaba. Quité la tapa de la caja y miré
dentro. Folios con dibujos. «Muy bonitos», dije, e hice intención de volver a
cerrarla. Entonces mi niña se levantó y me dijo al oído que quitara los
dibujos, que lo mejor estaba en el fondo. Lo hice. Había hojas de morera y unos
huevecillos pegados al cartón. «¿Gusanos de seda?», le pregunté en voz baja,
para que nadie más pudiera oírme. Ella asintió con la cabeza y se rio. Estaba
muy excitada. La abracé unos segundos, y le di las gracias. Recordé que en la
visita anterior les hablé de que cuando entré en la cárcel, había visto una
morera cerca de la puerta, y de lo mucho que me gustaban los gusanos de seda
cuando era niño. No quería que la emoción me ganara la partida. No iba a llorar.
Rosita no lo entendería, se pondría triste. Y eso no. Dejé la caja con mi
tesoro a un lado y comencé con mis preguntas. Todo iba bien. Mi madre estaba un
poco pachucha. Nada serio. Un catarro sin importancia. Pero a su edad, ya
sabes, hay que cuidarse. Carmela hablaba y yo la escuchaba. Sabía que aunque mi
madre estuviera muy mal no me lo diría. Sabía que no iba a contarme nada que me
preocupara. Porque cuando Rosita se echó a llorar con el asunto de sus
compañeros de clase, la rabia me llevó a una pelea en el comedor que me dejó
alguna costilla rota y la suspensión de visitas durante una temporada. Así que
nada de disgustos. La vida fuera era rutinaria y sin sobresaltos. Que me echaba
de menos, dijo. Y ahí se le quebró la voz. Yo le repetí lo de otras veces, que pronto
estaría con ellas y todo volvería a ser como antes. Sabía que el paso por la
cárcel marcaba y habría que superar varios escollos, pero saldríamos adelante.
Alargué la mano y le acaricié la cara con un movimiento rápido. Ella tomó aire
y lo soltó de golpe. Luego continuó con su relato. Antes de irse, Rosita
prometió traerme hojas de morera para los gusanos en su siguiente visita.
La observación y el cuidado de los
gusanos de seda me dieron un aliciente para aguantar el día a día encerrado en
aquella prisión, condenado a verme las caras con reclusos de diferentes pelajes.
Unos, ladrones de poca monta y mucha adicción; otros, seres endurecidos por no
sabía qué circunstancias de su vida. Con los primeros hablaba de vez en cuando,
aunque costaba mantener una conversación hilada. Parecían estar siempre
asustados y cortaban los intentos de conversación con las peticiones continuas
de cigarros. A los segundos ni me acercaba.
Me llevaba bien con Rober, uno de
los funcionarios. Nos unía la afición por los coches y a veces cruzábamos
algunos comentarios, incluso me llegó a pedir opinión cuando iba a cambiar de
vehículo. Él me traía hojas de morera sin preguntarme ni una sola vez para qué
las quería.
Buscarle un sitio seguro a la caja
de zapatos fue algo que me mantuvo en vela toda una noche. Amanecía cuando di
con la solución. Lo mejor era no buscar ningún escondrijo, ponerla en un sitio
que no estuviera muy a la vista ni al alcance de la mano, pero sin esconderla.
Dentro metía los dibujos de Rosita y algunas fotografías con cuidado de no
asfixiar ni aplastar a mis gusanos.
Los huevecillos eclosionaron a los
pocos días y los gusanos comenzaron su ciclo de vida. Al principio, pequeños y
delicados, apenas comían. Daba gusto verlos moverse por la caja, su casa; ir de
allá para acá, dar un bocado a una hoja, crecer día a día. Dependían de mí y
esa responsabilidad hizo que fuera muy cuidadoso en todas las tareas que tenía
encomendadas, en alejarme de cualquier foco que intuyera de pelea en el patio.
Pensaba en ellos y era como si de alguna manera estuviera más cerca de mi mujer
y de mi hija. Porque aquellos seres diminutos eran de fuera, no de dentro, y
rompían de alguna manera el muro que me separaba del exterior, me daban alas
para sentirme un poquito libre y esperanzado.
Cuando mi mujer y mi hija venían a visitarme, las informaba de la evolución de
los gusanos de seda. De si alguno se había quedado por el camino. De si eran
muchos y de cómo me seguía impresionando verlos cambiar en cada una de sus
etapas. Pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de los gusanos como si
fuera algo de gran importancia. Supongo que para ellas verme animado, después
de tanto tiempo de decaimiento, les despertó la curiosidad por las criaturas
que habían hecho posible el cambio.
Mis gusanos entraron en sus etapas
de sueño, mudaron la piel, desarrollaron la mandíbula y una voracidad que me
hizo estar más ocupado en conseguir hojas de morera en cantidades mayores,
conservarlas para cuando Rober libraba y no podía traérmelas, en las zonas más
frescas de la celda. Pasé mucho tiempo observando cómo hilaban sus capullos de
seda, asombrado, como cuando era niño, por cómo algo tan primitivo podía saber
qué y de qué manera tenía que hacer esos capullos que servirían para completar la
metamorfosis.
Algunas veces estaba inquieto por
ellos, me preocupaba que fueran descubiertos y acabaran aplastados por las
suelas de los reclusos. Soñé que se reproducían hasta cubrir el suelo y las
paredes de la celda. Y si bien al principio me mostraba encantado al ver a
tantos cohabitando conmigo, pronto veía las sombras humanas, gigantescas y
amenazadoras, avanzando hacia ellos. Me despertaba empapado en sudor, me
levantaba y abría la caja para comprobar que seguían allí dentro, burbujeando de
vida.
Una mañana temprano, al quitar la
tapa, me encontré que las mariposas habían roto el capullo y andaban muy
atareadas buscándose entre ellas. Los machos se apareaban con las hembras y
éstas ponían nuevos huevos que se quedarían allí hasta la próxima primavera.
Ya no había gusanos, pero seguí
hablando de ellos con Carmela y Rosita durante las visitas. Recordaba algún detalle como cuando uno de
ellos no pudo segregar seda y tuvo que hacer la metamorfosis sin capullo.
Siempre mantuve que lo hizo para que yo pudiera ser testigo del milagro del
cambio. Y seguí hablando de ellos mucho tiempo después de aquel día de comienzos
de verano, cuando cumplí mi condena y salí de la cárcel para reencontrarme con mi
mujer y mi hija.