Esta mañana he ido al mercado a
primera hora, cuando el calor aún se escondía detrás de los edificios del
barrio. He comprado un manojito de acelgas abrazado con un tallo, (¿será
comestible ese tallo?), otro de espinacas y siete naranjas, siete, una por cada
día de la semana. Mucha corteza y poco zumo. La frutera me ha regalado dos
manzanas tocadas. En cuanto llegué a casa, les quité lo malo. Pasé dos veces
por la pescadería de Angelita, sin detenerme; no quiero que me llame, no quiero
que me dé nada. En esas pasadas localicé una cabeza de pescadilla para una
sopa. La compré. Sé que la guarda para mí y que tiene mucho pescado, como si no
fuera una experta con el cuchillo. Me cobra algo porque, como he dicho antes,
no acepto regalos. Luego he pasado por la carnicería. Alicia me deja mirar sin
agobiarme. Siempre hay un montoncito de restos (eso dice ella) de ternera. Los
que quita cuando limpia la carne antes de hacer filetes. Los pago a uno o dos
euros, según tenga en el monedero. Yo digo: «Alicia, ponme un euro de
recortes», y ella me da lo que tiene. Lo sé. Sé que da igual lo que le ofrezca,
siempre me envuelve todo en el papel. En la charcutería, Ramona hace algo
parecido con el jamón de york. Hoy tenía bastante acumulado; tendré para varios
días.
En casa, mientras separaba por raciones lo comprado, me ha golpeado como
una puñalada a traición la misma pregunta. Cómo he llegado a esta situación. Me
sé de memoria toda la historia. Son ganas de ahondar en la herida. De nada
sirve, me he dicho una vez más, ¡qué hartazgo!, porque si subir es difícil,
rodar pendiente abajo es más fácil de lo que parece. Basta con que te venga un viento de espalda y ya
estás trastabillando y dando tumbos. Sacaré todo el pescado de la cabeza y haré
croquetas para Saray, he decidido mientras sorbía una lágrima rebelde. Y luego
la pondré a hervir y tendré sopa para mí. A la niña le gustan las croquetas y
tengo cuatro huevos, cuatro. Con lo que sobre del rebozado haré una tortilla.
Hoy es un buen día, no lo estropees, Sara. Has conseguido alimentos. Y si los
estiras, tal vez alcancen para muchos días, me he dicho. La niña, lucerito de
mi vida, es lo que importa. Que se críe bien, sin enfermedades y con alegría.
¡Que nadie le rompa la risa a mi niña!
He cambiado la cremallera del pantalón de Indalecio, el vecino del
primero, soltado las costuras del talle de un vestido de Asunción, la del
tercero, y aún me ha dado tiempo de
cortar el patrón para la blusa de Teresita, la hija de los porteros. Me ha
cundido la mañana. Y como he estado entretenida no he notado el frío que a
veces entumece los dedos de mis manos. Los pies es otra cosa. A pesar de
meterlos en varios calcetines, siempre los tengo helados.
Mientras comía la sopa de pescado he escuchado la radio un rato. Hoy ha
hablado el presidente sobre las becas de comedor, dijo que van a estudiarlas
para dárselas a quienes realmente las necesiten. Enseguida me ha atacado esa
punzada en el costado y he tenido que restañarla rápido para que no sangrara.
No quiero ni pensar en que le quiten la beca a Saray.
La sopa me ha calentado el estómago y la taza de café negro las manos.
Queda poca leche y la tengo que estirar para la niña que está en edad de crecer
y la necesita más que yo. Luego he encendido la estufa para tener la casa
calentita cuando vuelva Saray de la escuela. La suerte de vivir en un piso tan
pequeño es que enseguida se caldea. Hoy le tocaba a María recogerla junto con
Raúl, su niño. Mañana también. Porque mañana hay recogida de alimentos y tengo
que estar con las compañeras a la puerta del supermercado.
Saray ha entrado en casa como una tromba. En la clase de manualidades ha
hecho un muñeco de trapo con su chaqueta azul y pantalón negro. En la cabeza,
una gorrilla de la que asomaban unas lanas negras a modo de pelo. Le ha pegado de
felpa dos redondeles por ojos y como una raja de sandía, la boca. Bonito,
bonito. Raúl ha confeccionado una muñeca muy graciosa. Todo con los recortes de
telas que me sobran de las prendas que coso. Los trozos de lana los aporta
María que teje jerséis, gorros y patucos para bebés. Gracias a Victoria, que
nos proporciona clientes, podemos pagar el alquiler, la luz, el agua y cubrir
otras necesidades de nuestros hijos.
Estaba preparando leche con Cola Cao y unas galletas para la merienda de
los niños, cuando ha entrado Saray en la cocina. Traía en la palma de la mano
un diente. « ¡Mira, mami, para el ratoncito Pérez!». Ha dicho muy contenta. «Mellica, mi niña está
mellica», me dijo mi padre cuando le enseñé el hueco de una paleta. A la mañana
siguiente encontré una bolsita con cuentas de colores debajo de la almohada. «
Para que te hagas un collar cuando seas mayor», dijo mi madre. Nunca volví a
verla lucir el suyo. Ese que se ponía las tardes de domingo, cuando iba del
brazo de mi padre de paseo por la calle de las Rosas. Fue una mala racha. Papá
enfermó y todo se iba en médicos y medicinas. Como esta por la que atravieso
yo. Solo que ellos se tenían el uno al otro y yo estoy sola. No, sola, no.
Tengo a mi hija. También a mis amigos y a mucha gente que me apoya. Nos apoyamos
mutuamente y así salimos adelante.
Miré en mi monedero. No había ni un céntimo dentro. Estuve pensando en
pedirle una moneda a María, pero enseguida lo descarté. Ella tiene tantos o más
problemas que yo. También podría pedir un adelanto a cualquiera de mis
clientes. El recuerdo de la vez anterior me disuadió. Juan, el ferretero, dijo
que bueno, pero que fuera la última vez. Y lo dijo delante de todo el mundo,
levantando la voz y haciendo sonar unos míseros euros dentro del puño cerrado
de su mano derecha.
Busqué en la caja de madera donde guardo mis baratijas. Lo tengo todo
vendido o empeñado, así que solo me quedan cositas de poco valor económico. Y
allí estaban las cuentas de cristal que nunca engarcé, dentro de una lata vacía
de mantequilla. Las desparramé sobre la colcha, las hice rodar con la palma de
la mano. Las volví a guardar en su sitio. Regresé a la cocina y llamé a los
niños. « ¡Se me cayó un diente. Se me cayó un diente!», gritaba Saray, y daba
vueltas con el muñeco bajo el brazo. « ¡Qué suerte! Esta noche vendrá el
ratoncito Pérez a visitarte», dijo Raúl, muy animado también. « ¡Bueno, bueno!
¡Sentaos a tomaros la merienda!». Intervine yo. Los dos me hicieron caso. Pero
mi niña no dejaba de enseñarle el hueco a su amiguito. Y él se reía y reía. «Mellica,
mi niña está mellica», dijo mi padre en aquella ocasión. Los estuve mirando
mientras metían las galletas en las tazas y las mordían, ya blanditas. «
Mellica, mi niña está mellica», dije muy bajito, pero Saray lo oyó y quiso saber
qué significaba esa palabra. Le hablé de mi padre. De mi madre. De mí. Fuera se
iba la tarde, pronto anochecería. Caía una lluvia fina como de llanto dulce. «
¡Anda, ve a jugar con Raúl, que ahora tengo cosas que hacer!».
Regresé a la habitación. Abrí la caja de madera, la redonda metálica y
saqué las cuentas, el hilo, la aguja y el broche de cierre. Bajo la luz de la
lámpara hice el collar más bonito del mundo, el que fue de mi madre, el que era
para mí y debió pasar a Saray. Pero no iba a ser así porque estaba destinado a
algo más grande que adornar el cuello de las mujeres de mi familia. Corté un
trozo del papel de seda con el que protegía las prendas una vez acabadas y
envolví el collar con él.
Salí al rellano y llamé a la puerta de María. « ¿Puedes cuidarlos un
ratito? Enseguida vuelvo», le dije. Ella cogió las llaves de su casa y entró en
mi piso. No preguntó a dónde iba. Entre nosotras sobraban las preguntas.
Bajé la calle hasta el final, doblé una esquina y enfilé la siguiente
hasta llegar al portal. Sabía que a la señora Inés le encantaría aquel collar
de cuentas de cristal que reflejaban con la luz todos los colores del arco
iris. Se lo compró mi padre a mi madre cuando se fue a trabajar al extranjero.
Casi se muere de añoranza, dijo a su regreso. Nueve meses más tarde, nací yo.